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Debimos tirar más fotos

En El Salvador ha sido fácil comprarse el cuento de que todo tiempo pasado fue peor. Hemos asumido un pacto, ruidoso y sistemático, de que no hay nada para rescatar en nuestra memoria. Nuestros centros históricos, nuestras playas y montañas, evidencian a diario el desplazamiento de lo que siempre fue nuestro para hacerle lugar a “la modernidad y el desarrollo”. No son pocas las personas que defienden los desalojos de vendedores o de comunidades, convencidas de que solo así seremos como los países “desarrollados”.

Por Ramiro Navas

Si usted es usuario frecuente de plataformas digitales es probable que haya visto, en los últimos días, la foto de dos sillas de plástico frente a una huerta, sin nada más. Una imagen que bien podría haber sido tomada del patio de cualquier abuela salvadoreña, o incluso de cualquier abuela desde México hasta la Patagonia.

Y si es usted una persona más enterada de las tendencias del momento, sabrá que la foto corresponde al último lanzamiento musical del puertorriqueño Benito Martínez Ocasio, conocido socialmente como Bad Bunny. De ser así, habrá concluido que el título de esta columna está inspirado en el nombre de su más reciente disco. Pero no, este no es un artículo de espectáculos ni una reseña sobre el cantante o sus canciones (aunque podría recomendar varias, bastante buenas).

Usted puede simpatizar con el personaje, o puede no hacerlo. Como tantas figuras de esta época, su obra y estilo son polarizantes. Podría ser usted un oyente ocasional, o podría también estar en la lista de quienes nunca lo han escuchado. Es natural, y para los efectos de esta reflexión, ambas opciones son indiferentes; lo innegable es que, nos guste o no, este lanzamiento ha sido uno de los principales temas de conversación del continente. Diecisiete canciones que han hecho opinar a miles.

Sin ahondar en lo que ya otros han dicho sobre la inspiración o las intenciones del artista, es clara la pretensión de reivindicar la identidad y las vivencias de un Puerto Rico que, como sus hermanos pueblos de toda América Latina, goza de cálidas razones de orgullo pero también padece prolongados dolores. En su iconografía y en los estilos de casi todas las canciones, el puertorriqueño ha intentado reivindicar la identidad del Caribe como una declaración de resistencia ante un modelo político que ha tratado de difuminar la huella de sus orígenes.

El argentino Ernesto Sabato, en su memorable obra El túnel, hacía una mención sutil pero valiosa sobre la tendencia humana a asumir que “todo tiempo pasado fue mejor”. Esa propensión a la nostalgia ha sido común en muchas generaciones; sin embargo, la saturada vorágine de luces y sonidos en la que hoy estamos sumidos ha empezado a borrar nuestro sentido de arraigo hacia lo pasado. Ahora ese sentido está condicionado por el ritmo acelerado de la nueva cotidianidad, y por los proyectos individualistas de “futuro”, adaptados a la búsqueda de lo que se ha vendido como la propia “idea de prosperidad”. Es la nueva “ley del más fuerte”, llevada a los extremos del individualismo y la apatía.

Es ahí, en esta maraña de cuentos sobre “modernidad y desarrollo”, donde pequeños grupos pueden instalar una maquinaria de propaganda tan grande que alimenta la puesta en escena y la usa para apropiarse del poder, con el aplauso de las grandes mayorías que creen que están “cumpliendo su propio sueño de futuro”. Es esta misma idea de “modernidad” la que ha permitido que esos grupos de poder tornen la idea de “democracia”, poniéndola por debajo de lo que ahora se vende como más importante: “dar resultados inmediatos”.

En El Salvador ha sido fácil comprarse el cuento de que todo tiempo pasado fue peor. Hemos asumido un pacto, ruidoso y sistemático, de que no hay nada para rescatar en nuestra memoria. Nuestros centros históricos, nuestras playas y montañas, evidencian a diario el desplazamiento de lo que siempre fue nuestro para hacerle lugar a “la modernidad y el desarrollo”. No son pocas las personas que defienden los desalojos de vendedores o de comunidades, convencidas de que solo así seremos como los países “desarrollados”. Tomarse una foto con cientos de luces sobre un amplio cemento ocupa un lugar tan alto en la escala de prioridades que hasta parece desplazar valores fundamentales como la estabilidad familiar o incluso la libertad.

No, no todos los tiempos pasados fueron mejores. Hay mucho de nuestro pasado que estuvo tan mal que nos trajo hasta aquí. Pero la solución no es voltear la mirada y hacer como si nada de eso ocurrió: solo podemos reescribir el futuro si afrontamos sin miedo los puntos de partida.

La historia de El Salvador, con sus heroísmos y sus dolores, no merece ser enterrada bajo el cemento. Somos hijos y nietos del campo, del Lempa, del café y del maíz. Más que el oro letal que extraerán las corporaciones mineras, más que los restaurantes caros por los que han desplazado a miles de familias del centro, nuestra riqueza es nuestra identidad: aquello que hemos sido y que determinó lo que ahora somos. El día que lo perdamos, lo habremos perdido todo. Nosotros tampoco queremos, como diría el artista puertorriqueño, que nadie haga con nosotros “lo que le pasó a Hawaii”.

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