Hace aproximadamente siete años, quise abrir un diplomado en traducción e interpretación en una institución educativa dónde trabajaba. Me recomendaron como catedrática a Margarita. No sólo era brillante y tenía un currículum envidiable, sino que era, como se dice en el país, "calidad de persona". A los días, me presentó una propuesta de curso que cualquier universidad hubiera deseado.
Dimos el curso y fue un éxito. Tengo una foto de Margarita y sus alumnas el día de la clausura: ella tiene su pelo negro, largo y abundante, sobre un hombro y sonríe satisfecha. Quedamos en repetir el curso en enero del 2018 y la invité a un encuentro de maestros que tendríamos unos días después. Poco sabía yo que ese día, iba a conocer a su mayor enemigo.
Estábamos platicando en un receso cuando me comentó que tenía un "grano" entre el busto y la clavícula, que no desaparecía desde hacía seis meses. Le pregunté qué le había dicho el médico y me dijo que tenía cita dentro de tres meses con un dermatólogo y que había ido doce veces a consulta externa antes de lograrlo. Yo le pregunté, incrédula, cómo alguien podía ir esa cantidad de veces. Ella sólo se encogió de hombros… "Creen que es un grano, no es urgente”.
Durante la siguiente semana, por alguna razón extraña, no podía olvidar el "grano". A mí siempre me ha parecido como medio irrespetuoso meterme en la historia médica de terceros, pero impulsivamente llamé a otra colega, a quien llamaré Rosa, cuyo esposo era médico y también era amiga de Margarita. Ella se lo comentó a su esposo. Justo la semana antes de salir de vacaciones de Navidad, me avisaron que Margarita quería verme. La encontré sentada frente a mi escritorio, llorando a mares. "Tengo cáncer triple negativo, estadio cuatro", me dijo. "No era un grano, era un ganglio. Me voy a morir”.
Pero Margarita era luchadora, amaba a su esposo y tenía un niño pequeño... Decidió que quería vivir. Cambió su alimentación, se cortó su pelo negro aún antes de la quimioterapia ("prefiero llorar una vez, no con cada "greña" que se me caiga") y se concentró en su tratamiento. La familia de Margarita tenía ingresos muy limitados. El esposo de Rosa hizo lo imposible por conseguirle citas con colegas amigos, que generosamente donaron consultas e hicieron gestiones para que lograra tratarse parcialmente en lo privado. Un año después, gracias a muchas personas y para alegría de todos los que la queríamos, Margarita anunció que finalizaba su tratamiento. Al parecer, un milagro había ocurrido.
Los siguientes doce meses fueron difíciles. Descubrí que sólo la institución en la que yo trabajaba y una más le habían vuelto a dar trabajo como docente hora clase, pues temían una recaída. Pero Margarita no se desanimó. Siguió luchando, habló de su experiencia y participó en desfiles de moda de sobrevivientes de cáncer de mama. Cuando nos despedimos para Navidad, un año después del diagnóstico inicial, se sentía tan bien que me dijo que en febrero del 2019 retomábamos el diplomado.
Pero en enero, Margarita se cayó. Fue una caída tonta, que le causó un esguince. Su médico, sin embargo, decidió hacerle un TAC , y allí apareció todo: un tumor en la columna, metástasis en el hígado- metástasis en todas partes. A la semana, Margarita usaba un bastón, pues ya no podía caminar sin apoyo. Decidió someterse a una cirugía de alto riesgo. Se negaba a morir y dejar sola a su familia.
Llegó a verme a la oficina unos días antes de su operación. Recuerdo ese día como ayer. Yo hice a un lado lo "profesional" y, durante dos horas, tomamos café, vimos unos videos de comedia en YouTube y nos reímos a carcajadas. Al final, nos tomamos fotos. La acompañé hasta la puerta del edificio, donde se subió con dificultad a su carrito. "En mayo, el diplomado" fueron sus últimas palabras. Mientras regresaba a mi oficina, tuve el presentimiento de que era la última vez que la veía.
La cirugía no fue exitosa. Margarita murió en mayo del 2019. En su funeral, mientras veía el ataúd a través de mis lágrimas, pensaba qué hubiera pasado si, en lugar de decirle doce veces que era un grano sin importancia, y hacerla esperar tres meses para una cita con un dermatólogo, hubiera bastado una vez para que la refirieran.
En esta columna yo cuento historias. Algunos me critican porque no me peleo; otros, porque lo hago. Pero yo, simplemente, cuento historias, porque un país es un conglomerado de historias que se entrelazan entre sí, aunque no lo sepamos. Octubre es el mes de la concentización del cáncer de mama. Pero las mujeres que batallan contra el cáncer, batallan todo el año: por ellas, por sus hijos, y sus familias. Muchas veces sufren de discriminación laboral, aun cuando están en remisión, por no decir de la generalizada falta de empatía por parte de los que las rodean. Sé de un caso en que una paciente estadio cuatro recibió una gritada por parte de una mujer, perfectamente sana, porque "mucho se tardaba en subirse al carro".
Pero también, este octubre fue testigo de la Marcha Blanca. Es fácil, desde el privilegio de poder pagar un seguro médico, el decir "me voy a poder pagar una hospitalización si tengo cáncer". La cruda realidad es que el cáncer es el gran nivelador social. Al final, los seguros se agotan, y "ricos" y "pobres" terminan en el ISSS o en el sistema público, porque eso es lo que se puede pagar. Por eso voy a dejar a un lado la política (porque las carencias en salud son un tema de años) y hablar desde la ética. Es necesario un diálogo honesto entre los sectores de Salud y Educación y el gobierno, simplemente porque nos denominamos un país "provida". Por ende, la prioridad debe ser siempre la calidad de vida, no sólo para el no nacido, sino para todos. De lo contrario, somos meramente un país "pre nacimiento" que no respeta la vida desde el nacimiento hasta la muerte.
Respetar la vida es no permitir que una paciente vaya doce veces donde el médico (el cual, casi siempre, no es el mismo) antes que la remitan a un especialista, sólo para darse cuenta que tiene cáncer. Respetar la vida es darnos cuenta de que necesitamos especialistas y médicos de investigación y medicinas y TACs, e insumos y cuidados paliativos. Ser "provida" es ser patronos responsables que paguen el ISSS a tiempo. Ser "provida" implica presupuestos balanceados y, sí, el escalafón. Ser un país que defiende la vida implica invertir en salud y educación, igual que se invierte en seguridad, pues sin una educación integral no hay seguridad, como tristemente hemos comprobado. Sin educación tampoco hay salud, y sin salud, no hay calidad de vida.
En memoria de Margarita.