En las últimas semanas el café ha sido tendencia en las redes sociales. Al margen de las razones, es bueno que se retome la discusión sobre un producto que fue clave para el crecimiento de la economía salvadoreña en los siglos XIX y XX. Hay mucho que decir sobre la caficultura salvadoreña, muchos mitos y medias verdades. El primero sería aquel que afirma que el café fue introducido por Gerardo Barrios. Ni la introducción ni el desarrollo posterior del cultivo tiene mucho que ver con el caudillo, como bien ha demostrado el historiador Héctor Lindo. Barrios no fue cafetalero; fue añilero, ganadero y comerciante. Cultivó café como una forma de experimentar un negocio nuevo, como hacían muchos otros en ese tiempo. Una verdad a medias es que el café fue la base del poder económico de las famosas “14 familias”, el núcleo de la oligarquía salvadoreña. El número de las familias no tiene comprobación precisa. Pero ciertamente, la riqueza de algunas de las más poderosas se debió al café.
Es verdad asumida que, desde finales del siglo XIX y a lo largo del siglo XX, el café llegó a ser sinónimo de poder político y económico. Del seno de las familias cafetaleras surgieron varios presidentes; asimismo, algunos de esos grupos familiares estuvieron involucrados en los golpes de estado que derrocaron a presidentes que pretendían poner impuestos a la exportación del grano. Uno de los pocos que pudo hacerlo fue Óscar Osorio en la década de 1950 por dos razones; la primera porque los precios de grano subieron escandalosamente, y segunda, porque el impuesto variaba según subían o bajaban los precios.
Pero el café no fue por sí, un cultivo oligárquico. Siempre hubo pequeños y medianos productores, sobre todo en los años de expansión y hasta la década de 1920 su presencia es importante. Se dice que su número decayó con la crisis económica de 1929, pero no hay evidencia sólida. De lo que no hay duda es que, al menos a nivel de grandes productores, la caficultura siempre fue un espacio reducido y privilegiado. No cualquiera podía entrar en ese mundo en el que poder económico y político se asociaban de forma tan manifiesta. Esa vinculación corría por diversas vías. Un cafetalero exitoso podía incursionar fácilmente en la política ya fuera a nivel local, regional o nacional. A la inversa, los políticos no resistían la tentación de ser cafetaleros, pero un advenedizo no era bien visto. No era solo una cuestión de riqueza, los cafetaleros de alcurnia creían tener un prestigio social que no estaba al alcance de otros.
Por otra parte, el cultivo del café exige mucho conocimiento y sacrificio. No es un trabajo fácil. La evidencia histórica prueba que no se puede ser cafetalero de la noche a la mañana, ni en grande ni en pequeño. En el siglo XIX, hubo que desmontar la tierra, construir caminos y carreteras y lidiar con la recurrente escasez de mano de obra. Además, las variedades de entonces demoraban en producir, había que esperar al menos cuatro o cinco años para ver la cosecha; entre tanto había que buscar otras fuentes de ingresos. Por eso se adujo que su cultivo solo era viable en tierras privadas, ese fue uno de los argumentos para privatizar las tierras corporativas. Y no es cierto, en Honduras, la tardía expansión cafetalera se dio en tierras ejidales. La tierra seguía comunal y el cafetalero garantizaba su crédito con una escritura extendida sobre su “propiedad” de los árboles plantados.
Pero hay que decirlo, el mayor sacrificio era exigido a los trabajadores que debían enfrentar arduas jornadas laborales por un salario miserable. Antonio Acosta ha demostrado que en El Salvador los añileros pagaban cuatro reales al día (más o menos veinticinco centavos). Esto era en las primeras décadas del XIX. Sin embargo, para finales de siglo, y trabajando en el café, que reportaba ganancias mucho mayores, el salario no había cambiado. Esa práctica perduró hasta finales del XX. Tuvimos una caficultura que fue competitiva por los bajos salarios que se pagaban. Pero no se trataba únicamente de pagar poco, sino de sacar el máximo provecho a la fuerza física del peón.
En nuestro medio el cultivo del café no se presta para la mecanización, algo que sí es posible en Brasil. Esto lo entendió muy bien, James Hill, un emigrante que se estableció en Santa Ana, en cuyas fincas maximizó la eficiencia del trabajo. Hill estudiaba cuidadosamente toda labor a realizar y medía con detalle el rendimiento de sus peones, cruzando la información de la energía provista por las raciones alimenticia del día con el trabajo realizado, tal y como demuestra Augustine Sedgewick, en su libro “Coffeeland. One Man's Dark Empire and the Making of Our Favorite Drug”. Hill introdujo una racionalidad del trabajo desconocida para sus antecesores y entendió la ventaja de posicionar su producto en los Estados Unidos diferenciando la calidad de su producto frente al café brasileño.
Quizá debido a la forma cómo se desarrolló su caficultura y a las implicaciones sociales que tuvo, en El Salvador y Guatemala, el café tuvo connotaciones oligárquicas y de clase. En nuestro país se le asoció con el despojó de tierras de indígenas y campesinos en el marco de la extinción de tierras comunales y ejidales en la década de 1880, y con el levantamiento de 1932 drásticamente reprimido por el gobierno, y más tarde con la concentración de propiedad agraria. En Guatemala se vio al café como un cultivo de blancos y extranjeros, vinculándose además con el conflicto étnico, dado que los indígenas fueron obligados a trabajar en las fincas a través del infame recurso del repartimiento. Con esos antecedentes, es entendible que en estos países no haya manifestaciones culturales que den al grano connotaciones culturales positivas.
Por el contrario, en Costa Rica, la famosa carreta típica y la figura del boyero están directamente asociados a la expansión del café en el valle central y sobre todo a la existencia del pequeño y mediano productor, que luego sería institucionalizada por medio del fuerte sistema cooperativo cafetalero. El café facilitó que los ticos desarrollaran esa idea de una sociedad de clase media, que aunque cuestionada, persiste hasta hoy. El “yipao” en Medellín es visualmente muy atractivo y está muy arraigado en el imaginario colombiano, que asocia al famoso jeep cuatro por cuatro con el duro trabajo de sacar la producción cafetalera desde las montañas cafeteras. Todos años, el yipao convoca y alegra a los colombianos.
En El Salvador, el café ha sido retomado en la literatura, pero con significados sociales negativos. Baste como ejemplo, la forma como aparece en la novela “Dolor de patria” de Rutilio Quezada, que asocia el grano con la explotación y marginación de los chalatecos que año con año llegaban a las fincas para recoger la cosecha. Pancho Lara intentó darle otro significado en “Las cortadoras”, sin lograrlo. La afectada letra recrea un ambiente bucólico y dichoso muy distante de la realidad; distancia que se agranda con los montajes estereotipados de los grupos de danza folclórica.
Los tiempos dorados del café ya pasaron. Lejanos están los años en que la temporada de corte dinamizaba la economía agraria. Una suma de factores negativos se combinó en su decaimiento: baja de los precios, la roya, la poca capacidad de maniobra de los productores frente a la voracidad de beneficiadores y exportadores, y en la posguerra la falta de mano de obra. Conocer la historia del café nos ayudaría a entender los pros y los contras de una especialización económica tan acentuada como se dio en nuestro país. El café fue fuente de dichas y desgracias, muchas de ellas aún por conocer. Pero conserva un valor agregado importante: si no fuera por el bosque cafetalero, El Salvador estaría mucho más deforestado.
Historiador, Universidad de El Salvador