En 1967 los psiquiatras Thomas Holmes y Richard Rahe desarrollaron una escala, conocida como Escala de Holmes, para medir la intensidad de los eventos estresantes que una persona puede experimentar y el impacto que estos tienen para su salud y calidad de vida. La puntuación llegaba hasta 100, que indicaba la experiencia con el mayor nivel de estrés. De acuerdo con los autores el evento estresante más grave, que tenía el puntaje de 100, era la muerte de la esposa o el esposo. Una reacción de duelo por un cónyuge fallecido es sin duda un evento muy estresante, pero hay otros con igual o mayor carga.
Basado en mi experiencia el evento al cual hoy en día yo daría la puntuación de 100 sería la desaparición de un hijo u otro familiar cercano. En estos casos el nivel de estrés es superlativo. Si con sólo un momento en que perdemos del radar a un hijo sentimos angustia, y una sensación de vacío y dolor en el estómago nos invade, imaginemos lo que sienten los padres cuando pasan los días, las semanas y los meses, y el hijo o hija no aparecen. Es difícil concebir una experiencia más terrible. Para estos padres cuyos hijos están desaparecidos no hay noches de descanso, no hay momentos de paz, no hay nada que produzca alegría o placer. El pesar es sostenido, está siempre a la par, se acuesta y se levanta con la persona y la acompaña todo el día. A veces pasan hasta años, y se sigue con el sufrimiento…y la búsqueda. Cómo será de grande el dolor que los familiares sienten alivio cuando el cadáver del ser querido es encontrado, y lo pueden enterrar y decirle adiós. La incertidumbre se vuelve peor que la certeza de la muerte.
En otros países ante la desaparición de una persona se produce una conmoción social; toda la comunidad, junto a las autoridades, se enfrascan día y noche en la búsqueda. Utilizan toda clase de medios hasta que la encuentran, viva o muerta. Desde el punto de vista psicológico el que las autoridades, los vecinos y la comunidad entera se preocupen produce alivio a los familiares. La comprensión y la solidaridad dan consuelo. Pero aquí, con cientos de personas desaparecidas, lo que hay es indiferencia. Los testimonios de los familiares son desgarradores y frustrantes. Y uno se pregunta cómo hemos llegado a ser tan insensibles, cómo podemos dormir tranquilos cuando hay padres, hermanos, hijos, que pasan las noches en vela, pendientes de los ruidos de la calle, de quién toca a la puerta, del teléfono. Esa falta de empatía nos hará daño eventualmente pues les quita valor a las personas, a todas las personas. ¿Qué diremos al Señor en el Juicio Final cuando nos pregunte: “Y tú, que supiste de la aflicción de tu prójimo, ¿qué hiciste?”.
Para las personas con familiares desaparecidos la búsqueda se convierte en su actividad más importante. El trabajo, los entretenimientos, todo lo otro, pasa a un segundo plano. Piden ayuda esperanzados en que a los demás también les importe. Esta actitud y este sentimiento son prevalentes. Hacen recordar el poema Funeral Blues de W.H. Auden que en su última estrofa dice: Las estrellas no son ya deseadas, apártenlas a todas/empaquen a la luna y desmantelen el sol/desagüen el mar y corten el bosque/pues nada puede ahora llevar a algo bueno.
Médico Psiquiatra.