La semana pasada, el presidente Lula da Silva anunció una nueva política industrial para Brasil. Su gobierno gastará US$60.000 millones en subsidios y créditos para apoyar empresas nacionales en diversos sectores y promover una “transición ecológica”, entre otras metas.
El nacionalismo económico se ha puesto de moda alrededor del mundo, y no solo en los países en desarrollo. En Estados Unidos, el presidente Joe Biden está gastando cientos de miles de millones de dólares en iniciativas energéticas, tecnológicas y demás. Calcula la revista The Economist que el número de políticas proteccionistas e industriales que han implementado los países ricos han superado en más de 10 veces lo que impusieron cada año durante la primera parte de la década pasada.
El alejamiento del mercado libre se está dando a pesar de que la política industrial tiene un largo historial de fracaso. Un sinfín de estudios encuentran que tales políticas malgastan enormes cantidades de recursos, fomentan la corrupción, distorsionan el mercado e incentivan la búsqueda de favores estatales en vez de la innovación o la productividad.
O, como dice el analista sueco Johan Norberg, “los gobiernos son malos eligiendo ganadores, pero los perdedores son buenos eligiendo gobiernos”.
Es irónico que Lula haya decidido reavivar la política industrial a pesar de las crisis en las que se encuentra ahora China –hasta hace poco, el admirado modelo de desarrollo dirigido por el Estado– debido precisamente a sus políticas industriales. Lula ignoró también la pobre historia de tales políticas en el mismo Brasil, que bajo los gobiernos anteriores de su propio partido culminaron en una fiesta de corrupción por todo el continente.
Los economistas brasileños Pedro Cavalcanti y Renato Fragelli observan que “hay muchos ejemplos de fracasos de la política industrial en Brasil, mientras que las historias de éxito son muy pocas y casi siempre efímeras”. Dan ejemplos como el de la industria automotriz, que sigue recibiendo subsidios y otras protecciones, pero que aun así no exporta más allá del Mercosur y no lograría competir a nivel doméstico si se le quitara la protección.
Si el récord es tan claro, ¿por qué se escoge este camino? No es un misterio político. Siempre habrá demanda de favores políticos. Pero también existen, desde luego, académicos que desconfían en el mercado y justifican un mayor papel estatal (y para ellos mismos). Sin duda, la más influyente entre los promotores del estado empresarial es Mariana Mazzucato, quien asesora al Gobierno Brasileño al respecto.
Según la economista italiana, los políticos visionarios deben establecer una clara y ambiciosa misión que recibiría amplio apoyo estatal. Mazzucato sostiene que, en realidad, así surgieron muchas innovaciones, como Internet.
Pero ¿tiene razón Mazzucato cuando afirma que el Estado concibió Internet y lo financió hasta llegar a su meta? Sucede que mucho de lo que dice Mazzucato ha sido desmentido, como es el caso acá.
En su nuevo libro, El manifiesto capitalista, Norberg describe cómo la historia difiere de lo que cuenta Mazzucato. En los años 60, distintos individuos en el sector privado se imaginaron algo parecido a Internet. Uno de ellos, del centro de investigación privado Rand Corporation, presentó su idea a las Fuerzas Aéreas, pero no hubo interés. Rand retiró su propuesta.
Cuando finalmente una agencia gubernamental empezó el proyecto, no era para construir Internet, sino para conectar distintas computadoras. En ningún momento declaró el Gobierno Estadounidense que tenían un plan para crear Internet. Este fue el resultado inesperado del financiamiento público.
Además, Robert Taylor, quien fue director del proyecto en la agencia gubernamental, se ha quejado que hubo demasiada interferencia política, poniendo el proyecto en peligro. Según él, “gran parte de lo que hemos hecho a lo largo de los años es tropezar con cosas. No lo hemos hecho planeándolo”. Este es un buen resumen de la innovación.
Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 30 de enero de 2024.