Se dice que —al verse abandonada en medio de las aguas sin el amor del arquero— la bella amante del Ares comprendió que en la vida siempre lo que se espera llega, pero después se va. Porque la dicha es un caminante que va de paso buscando algún lugar. Tal vez una urbe dorada o de un monte lejano. O quizá tras su mismo espejismo. Nadie lo sabe. Entonces Samaj soltó la cuerda que ataba su barca a la orilla, yéndose en la corriente. Nadie más supo de ella. Su batel de dorado maderamen habría emprendido su viaje a los mares lejanos. Al igual que el arquero errante— habría ido en busca de su anchuroso reino interior. Como aquel cazador que buscaba montañas, ella buscaría al fin su mar lejano. El mismo indecible estero, hasta donde fueron a parar las codiciadas arenillas de esplendor. Las mismas pepas de oro de sus ilusiones fallidas. Así quedaron en la interminable planicie, los mismos gigantes, los mismos borrados amantes del adiós. Mirando acaso hacia las luces de la ciudad del deseo. La misma que resplandecía al fondo de las dunas de arena. Allá en el imposible recuerdo de sí mismos. (XLII)