Acomodado plácidamente como estaba en su hamaca de pita, escuchando una melodía de ese grupo musical que canta “desde Iztapalapa con amor”, francamente no vio venir el certero chancletazo que su octogenaria madre le había enviado con mortífera puntería desde la orilla de la terraza, acompañado de la admonición bíblica de “¡andá trabajá, huevón!”
Derribado violentamente, como un moderno Ícaro, de las nubes de sus propios pensamientos, el interpelado únicamente atinó a responder: “hey mamá homb’e, bajale un par de rayitas a tus malas vibras, no ves que estoy trabajando en mis inversiones”.
La madre caminó hacia el que hablaba con paso inusualmente firme para su edad -dado que había trabajado desde los dieciséis años- y suficientemente amenazador como para que un dragón de Komodo se pusiera a la defensiva. “Haber dame esa babosada” -espetó-, mientras arrebataba el teléfono inteligente de sus manos.
¡Zás! Vino otro chancletazo. Esta vez en la parte posterior, específicamente en la zona lumbar de la humanidad del desafortunado receptor del castigo. Él nunca había comprendido como una respetable anciana podía llevar la gina que utilizaba en su pierna izquierda a su mano derecha y luego, utilizándola como un mazo, golpear su espalda. Todo el proceso duraba una fracción de segundo, desafiando todos los conceptos de gravedad, locomoción y física cuántica.
“¿¡Y qué sos burro!? Ya deja de estar gastando el dinero de tu tata en andar comprando ‘bizcoin’. El pobre viejo todavía anda de jornalero para mantenerte a vos, que andas de vago jugando al “inversionista”. Desde que viniste de pasar una semana jodiendo por el Zonte andás con esas locuras. Que las tiendas por aquí, que el minutero por allá. Puras majaderías. Mejor empléate en algo de provecho, busca que hacer”.
“Pero mamá -trató de argumentar el vago-, esa es la moneda del futuro. Un gringo surfista me dijo que ya pronto va a desplazar al dólar, que eso de andar con billetes y cuentas de banco es cosa del pasado. Son métodos capitalistas arcaicos que pronto serán olvidados. Esa situación nos va a dar libertad financiera, ya no vamos a depender de los bancos ni los gobiernos y de paso vamos a ser ricos. Compré unos Satoshi mientras el Bitcoin estaba en ‘dip’ y cuando suba y llegue a valer $150,000.00 por unidad, finalmente vamos a ser ricos…”. Mientras hablaba, la cara se le había transformado como la de quien ha recibido una epifanía, sus ojos perdidos en lontananza tal cual un nuevo Moisés mientras mira, arrobado, de lejos, la tierra prometida.
“Si que sos bruto -dijo la madre sin miramientos, mientras se llevaba ambas manos a la frente-. ¿No te das cuenta de que es una estafa, una “estructura Ponzi”? Los que ganan son los primeros que entran y los primos que salen, de ahí dejan a todos los majes que se quedan que asuman el riesgo. Las criptomonedas no tienen ningún soporte económico real, valen únicamente mientras la gente continúa creyendo en ellas; cuando esa fe se esfuma, su valor llega a $0.00”.
“Ese jueguito -continuó inexorable-, está bien para la gente que quiere y tiene suficiente dinero para especular, si ganan o pierden es su problema; pero para un país pobre como el nuestro ¿crees que es lógico tenerla como ‘moneda de curso legal’ y usar fondos públicos, sin control, para arriesgar el poco dinero que tenemos? Hemos gastado como cien millones en comprar ‘bizcoins’ cuando ese pisto lo hubiéramos podido usar en pupitres, escuelas o mejorar hospitales -para personas no para chuchos-… además, ni la Alcaldía de Juayúa los acepta para pagar impuestos…”
“Hay hijito… -finalizó la madre con lágrimas en los ojos-, sí que no me saliste muy alentado. Saliste a la tía Conchita que perdió todo lo que le dejó el finado Juan, por esa afición que tenía a no trabajar y a jugar lo poco que tenía en el chingolingo…” Se dio la vuelta para ir acabar el oficio de la casa.
El Bitcoiner se quedó ahí parado en medio del patio meditabundo, diciendo para sus adentros…: “no puede ser cierto lo que dice mi mamá, el Bitcoin va a solucionar todos nuestros problemas, no creo que el gobierno nos engañe”.
Y colorín colorado, este cuento… ¿se ha acabado?