Cuando el 19 de abril del año 2005 el recién elegido papa Benedicto se asomó al balcón en la Plaza de San Pedro y dijo a la multitud allí reunida “después del gran papa Juan Pablo II, los señores cardenales me han elegido a mí, un simple y humilde trabajador de la viña del Señor”, tuve la impresión de que muchos iban a rezar por él y que bastantes más se alegrarían sinceramente de contar nuevamente con un pastor en la sede de Pedro; pero también pensé que habría algunos que, simplemente, no darían crédito a sus palabras.
Habría sido una duda razonable, principalmente, porque al hasta entonces cardenal Ratzinger le precedía la fama de ser el “cardenal panzer”, el “martillo de herejes”, “el rottweiler de Dios”… como lo habían estigmatizado con persistencia algunos medios de comunicación, logrando sembrar en la mente de los desinformados esa idea de intransigencia y acartonamiento inquisitorial que tan bien viene a quienes no conocen de veras la Iglesia.
Sin embargo… tanto los hechos como los dichos de su pontificado -a pesar de que nunca fue condescendiente con la mentalidad relativista, ni buscó la aprobación de la opinión pública-, se encargaron de mostrar a los hombres y mujeres de buena voluntad lo que en realidad iba a ser y fue toda su vida: un hombre de Dios.
Joseph Ratzinger seminarista, sacerdote, obispo, cardenal y sumo pontífice fue siempre él mismo, constantemente independiente de los vaivenes de la opinión pública o de las exigencias de los poderosos.
De hecho, a lo largo de su larga y prolífica existencia se la ha definido de muchos modos. Quizá uno que engloba todos es que fue un teólogo humanista pues, como se ha escrito, su poderosa inteligencia y “su inmensa erudición nunca le alejaron de la realidad cotidiana ni de los conflictos del hombre, sino que fueron puestas al servicio de la cuestión central de su teología, que siempre fue la defensa de la fe como encuentro personal con Cristo”. Efectivamente, si se hace un estudio de las homilías y discursos del Papa, el encuentro personal con Jesucristo es una suerte de hilo conductor en todos ellos.
Estaba muy lejos de ser un teórico de la fe, un estudioso de la religión, un obispo de escritorio. Así, su lema episcopal “cooperatores Veritatis”, colaboradores de la Verdad, puede llamar a equívoco pues, tratándose de un intelectual de su calibre, podría pensarse que se trata de una verdad teórica, especulativa; pero no, el Papa habla de la Verdad con mayúscula, que es uno de los nombres que Jesucristo se da a sí mismo.
Si algo se puede decir de Joseph Ratzinger es que fue un hombre valiente. Pero no porque confiara en sus fuerzas, en sus habilidades dialógicas o en su clara inteligencia, sino porque confiaba en Dios. Buscó siempre la verdad (la Verdad) donde pudiera estar: en el estudio, en el diálogo, en la investigación, pero principalmente en la relación personal con Jesucristo.
Desde la introducción a su primera encíclica “Dios es Amor” (una suerte de declaración de intenciones) escribió: “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”.
No era un conservador anquilosado. Conocía a profundidad y vivía intensamente las ideas que marcaban el espíritu de los tiempos. Era un progresista aguerrido, pero sin novelería o superficialidad, pues todo lo fundamentaba en su ancla: el Dios encarnado que no solo no menosprecia lo humano, sino que -exactamente, al contrario- justo a partir de su humanidad, espera que la criatura lo conozca y lo ame; pues la razón sin la fe no salva, y la razón sin la fe no es humana.
Ingeniero/@carlosmayorare