Woke es un término “técnico”, aunque también podría decirse coloquial, que designa las personas que se han dado cuenta (despertado), y se han liberado de la telaraña de conceptos y clichés que nos tiene atrapados en una sociedad patriarcal, heterodominante, capitalista, de predominio racial, etc. De modo que somos manipulados por la cultura y la educación con el fin de dar continuidad al proyecto de unos pocos (los más ricos, sí, también), destinado a perpetuar sus privilegios de cuna/raza/género/clase.
Su gran puesta en escena comenzó cuando el movimiento Black Live Matters se rebeló contra lo que se entendía como privilegio de clase en la sociedad norteamericana, y se extendió para referirse como lo que se entendía discriminatorio contra otros grupos minoritarios: los no heterosexuales, los defensores de las causas feministas, los ecologistas, etc.
De modo que ahora se habla tanto de una cultura woke como de una agenda política woke. Aunque también se utiliza de manera peyorativa, sobre todo por quienes militan políticamente en la derecha, o mejor dicho, quienes tienen una visión social conservadora y opuesta a los que se denominan a sí mismos progresistas.
Woke tiene esa magia de las esas etiquetas que autorizan a colocar en el mismo canasto de sastre tanto a personas radicalmente liberales -con el sentido de liberal que se tiene en los Estados Unidos- como de izquierda, rebeldes y anticonformistas. Pero, principalmente, a todo aquel que se considere moralmente superior, y por lo tanto autorizado a juzgar y criticar a quien no piensa como él. Y que, por lo mismo, se arroga la obligación de “cancelar” todo lo que suene a conservadurismo, tradición y privilegio.
Total, que en el mundo cultural se ha entablado una batalla entre “wokismo” y “antiwokismo”. Una contienda que estuvo muy presente en las recién pasadas elecciones norteamericanas. Una lucha que queda muy bien descrita en dos ensayos del profesor Yasha Mounk de la Universidad John Hopkins, titulados “El pueblo contra la democracia” y “La trampa identitaria”; el primero publicado en el año 2018 y el segundo en 2024.
Precisamente este autor sostiene que Kamala Harris estaba convencida de que la batalla electoral se iba a ganar o perder en el terreno cultural, más que en el económico, en el de la inmigración, o en el de la política exterior. Y, consecuentemente, puso toda la carne en ese asador.
Todo lo propuso teniendo como eje un término “mágico”: equidad. Desde la promesa de distribuir ingresos y riquezas basándose en características demográficas, hasta coquetear con la idea de abolir la policía y despenalizar los cruces fronterizos ilegales. Logrando, además, que la gente pensara que los demócratas no eran extremistas al postular esas ideas, sino que los extremistas eran los republicanos por defender y sostener todo su sistema en la tradición moral y de valores que sostiene a la sociedad norteamericana.
Es el viejo truco de colocarse en un polo del espectro político y acusar de extremistas a todos los que no piensen como uno… basándose, únicamente en la distancia de pensamiento que coloca a sus adversarios lejos, muy lejos, de ellos mismos.
Al final, las urnas mostraron que los demócratas cometieron un error al poner demasiado énfasis en un tema que no estaba entre las preocupaciones e intereses prioritarios del pueblo votante.
Es decir, que las opiniones de Kamala y su equipo de campaña tienen poco que ver con las opiniones de la gente respecto a políticas identitarias, además de que carecen de prestigio cuando hablan de temas fundamentales en toda elección, como es la economía de un país, pues -francamente- el presidente saliente había hecho muy mal las cosas en este campo. Amén de que los estadounidenses, como hablaron por medio de su voto, no confían en sus líderes políticos, pues si así fuera, habrían comprado su discurso progresista-woke votando por ellos.
Ingeniero/@carlosmayorare