Es notable un texto escrito por el periodista británico Christopher Hitchens hace casi quince años, en el que después de afirmar que “la religión envenena todo”, justifica su posición alegando que la religión organizada se caracteriza principalmente por ser “violenta, irracional, intolerante, aliada con el racismo, el tribalismo y el fanatismo, investida de la ignorancia y hostil a la libre investigación, despreciativa de las mujeres y coercitiva con los niños”.
Aparte de que unas afirmaciones de ese calibre son prácticamente imposibles de ser probadas, a menos de que se den como ciertas desde el propio subjetivismo-fanatismo, me ha parecido interesante citar el texto pues si uno se asoma a las redes sociales, a las tertulias de café, a las maderas de los medios oficiales de noticias, y a reuniones en las que la gente habla sin cortapisas, bien podría aplicarse lo que afirma Hitchens a la política dominada por el fanatismo, y catalizada por la propaganda. Pruebe el lector a leer nuevamente el texto teniendo como supuesto que “la política lo envenena todo”, porque es “violenta, irracional, intolerante…, etc.
Si el discurso al uso sobre la política, y los temas políticos se parece, aunque sea un poco, a lo que intento ilustrar; la primera consecuencia práctica, sería que el mismo término “política” habría perdido de entrada su esencial capacidad para el análisis, al mismo tiempo que habría adquirido una dimensión importante en cuanto a su posibilidad de diseñar la realidad a conveniencia del diseñador.
El famoso “Socialismo del siglo XXI” venezolano se ha convertido en un clásico en el arte de utilizar a conveniencia la jerga política; esa que permite no solo transformar la realidad sobre la que habla, sino la manera de percibirla.
De hecho, el discurso del chavismo tiene ya más de veinte años de basar todo en el par “víctima” (el pueblo, por supuesto) y “victimario” (todos los “otros”políticos).
El éxito de esta dicotomía es tal que una vez instalada en la cultura popular, pervive mucho tiempo, aún después de que la causa real de los problemas sociales-políticos-económicos-y-de-seguridad habría que achacársela a quienes gobiernan.
Buena parte de lo anterior se fundamenta en que la palabra misma “víctima” tiene implicaciones poderosas. La primera, es que necesariamente siempre hay un victimario. La segunda, es que la víctima no es responsable de su desgracia (si no dejaría de ser víctima). La tercera, es que las condiciones (políticas) que mantienen lejos del poder a los “victimarios” deben mantenerse en el tiempo, so amenaza de seguir siendo víctima indefinidamente. La cuarta es que por definición la “víctima” es tal porque no puede valerse por sí misma contra su victimario, y por eso es imprescindible que surjan políticos que en nombre del “pueblo”, de “la gente”, velen en primer lugar por impedir el regreso al poder de los victimarios y, en segundo, que trabajen abnegada y altruistamente para reparar el daño infligido a las víctimas.
Toda esa jerga dualista de víctimas y victimarios termina por engendrar otra separación: la de poder-pueblo (desvalido) en contraste con la de político-que-vela-por-la-gente (valedor). Todo orquestado sobre la ficción que hace creer a la gente que son ellos quienes en el fondo poseen el poder de un Estado que, en realidad no manejan ni controlan, ni de veras ni en la más loca de sus imaginaciones. Una situación, por lo demás, que tiene siempre éxito asegurado. Tanto para afianzarse en el poder, como para que los políticos actúen de manera inescrupulosa pues “todo” estaría justificado (en lo público y en lo privado) ya que se hace con la intención de servir a la gente.
Para desembocar, por último pero no menos interesante, en trocar el concepto Constitucional de representatividad democrática, por la burda representación de una farsa política de la que los únicos conscientes, son los que tienen la sartén por el mango.
Ingeniero/@carlosmayorarre