Alguna vez el genial cronista Martín Caparrós escribió que siempre es difícil contar el presente. Por eso, agrego, a las dinámicas actuales conviene verlas en perspectiva histórica.
Las noticias que cada mañana asaltan las pantallas de nuestros móviles y televisores nos arrastran a velocidad de vértigo y en tiempos de atención fragmentada, revisar el pasado de la humanidad y sus vicios nos libra un rato de la prisa.
En su libro SPQR: Una historia de la Antigua Roma (Crítica, 2015), la clasicista británica Mary Beard relata que Cicerón, siendo uno de los políticos más importantes de Roma, descubrió una conspiración para destruir la ciudad, incluso mediante el uso del fuego. Como senador con poderes extraordinarios hizo ejecutar, sin juicio, a los supuestos implicados siendo el principal Catilina. Presumió de haber salvado al Estado y a Roma pero, como suele ocurrir en estos asuntos de la política, un día antes de terminar su periodo como cónsul y cuando se disponía dar un discurso ante el pueblo, otros senadores impidieron que hablara sosteniendo que "aquellos que han castigado a otros sin ser escuchados en una audiencia, no deberían tener el derecho de ser escuchados".
Beard señala que unos años después, los romanos votaron una norma general para expulsar a cualquiera que hubiera ejecutado a un romano sin juicio previo. Cicerón logró huir de Roma antes de que lo condenaran al exilio. Aunque tiempo después retornaría.
La de Roma es una historia siempre interesante, entre otras cosas por los personajes cuyo nombre ha superado el paso del tiempo, pero también por las lecciones que sacamos de historias como la de Cicerón.
Uno de los peores vicios de los poderosos es la tentación a olvidar lo temporal de su estatus, lo que provoca que no en pocas ocasiones actúen creyendo que la impunidad será eterna. Una de las formas que la humanidad encontró para lidiar con estas cosas es la división de poderes, algo que parece desdibujarse cada en nuestros países.
El Papa Francisco, cuyo legado debemos reivindicar, en su encíclica Fratelli tutti señalaba que la “distribución fáctica del poder —sea, sobre todo, político, económico, de defensa, tecnológico— entre una pluralidad de sujetos y la creación de un sistema jurídico de regulación de las pretensiones e intereses, concreta la limitación del poder”.
Los políticos reniegan de los controles institucionales y, al tener la oportunidad, los eliminan. Pero cometen un error: esos mismos límites que intentar burlar son los que los salvan de ellos mismos. Porque ni el poder es para siempre y los excesos se terminan pagando tarde o temprano. Así fue en Roma y no hay razones para pensar que será diferente en nuestros días.
Abogado.