En nuestra experiencia republicana, todos los gobiernos han pretendido incentivar el crecimiento de la economía, partiendo del supuesto de que esto redundará en beneficio de la población. Lo han hecho usando los recursos financieros, materiales y tecnológicos disponibles en un momento dado. Es así que cada cierto tiempo ha habido anuncios de acciones con las cuales un presidente pretende dar un impulso a la actividad económica y productiva. Dependiendo de la honestidad y sentido común del gobernante, estas pueden ser presentadas como un esfuerzo más entre otros, o como algo extraordinario, gracias al cual el país saldrá de la pobreza y el subdesarrollo, para no abundar en ejemplos, pensemos en la dolarización de la economía o en el tratado de libre comercio con los Estados Unidos. En este punto, la estrategia comunicacional es determinante para generar expectativas y crear un ambiente de optimismo que conlleva réditos políticos para el gobernante.
El problema es que pocas veces se da seguimiento a este tipo de acciones. Cinco años después, nadie convoca para hacer una evaluación de los resultados obtenidos. Esto es grave dado que esas acciones tienen un costo, tanto en lo que se ha tenido que invertir para impulsarlas, como porque seguramente algún sector tuvo que ser afectado. Decir cinco años no es casual. Resulta que, pasados cinco años, lo más seguro es que haya otro gobierno (así había sido hasta hace poco). El que impulsó la medida ya no está, y el nuevo gobierno tendrá sus propias propuestas bajo la manga. No son políticas de Estado, sino de gobierno. Esa ha sido la gran debilidad de nuestras apuestas económicas desde hace rato.
La economía no crece por decreto, pero una acción sistemática del Estado ayuda. Los periodos de crecimiento económico son producto de una lectura inteligente del entorno que detecta oportunidades, de la acción oportuna del Estado en los ámbitos que le corresponden, de la disposición de los empresarios para actuar, y de otras circunstancias. Eso fue lo que aconteció en El Salvador con el café en la segunda mitad del siglo XX. Desde la década de 1840 se sabía que Costa Rica cultivaba con éxito el aromático. Sucesivos gobiernos trataron de incentivar su cultivo sin mayor éxito. El problema no era tanto sembrarlo, sino exportarlo. No fue hasta que los Estados Unidos construyeron el ferrocarril interoceánico en Panamá en 1855, que los costos de transporte bajaron lo suficiente como para que el café salvadoreño fuera rentable. El cultivo creció sostenidamente, y ya para inicios de la década de 1980 había escasez de tierras, lo que llevó a la extinción de tierras ejidales y comunales. Vale decir que, durante todo el periodo, la economía de exportación del país tuvo dos pilares: el añil que iba en decadencia pero aún era rentable, y el café en sostenido ascenso.
Otro periodo interesante es el que va de 1950 a 1970. En esos años se hacen tres grandes apuestas: industrialización, diversificación de la agricultura de exportación e integración económica regional (MCCA). En este caso, el protagonismo del Estado fue mayor. Y aunque hubo dos partidos en el poder (PRUD y PCN) y cada gobierno tuvo sus proyectos prioritarios, se mantuvo claro el rumbo. Se crearon instituciones importantes, algunas de la cuales todavía existen (CEL, CEPA, Escuela Nacional de Agricultura, por ejemplo), incluso hubo espacio para las primeras políticas sociales de Estado realmente funcionales (ISSS, IVU, Ministerio de Salud Pública por decir tres). También se apostó por la educación: reforma universitaria de 1963 y reforma educativa en 1968. Los resultados se vieron pronto; la economía creció significativamente en las décadas de 1960. Hay un detalle sumamente interesante, al cual no se le ha dado suficiente atención. En términos de porcentajes del gasto, en este periodo se tuvo la inversión social más alta de nuestra historia, principalmente en educación y salud. Por el contario, el gasto en seguridad y defensa llegó a su punto más bajo. En ambos casos, 1973 es el año más revelador. Además, todo esto se logró con niveles muy bajos de endeudamiento.
Sin embargo, hubo problemas que no se pudieron resolver. Algunos eran estructurales, por ejemplo: incapacidad para generar suficiente empleo, el rápido crecimiento de la población, la concentración de la propiedad de la tierra, acompañada de una recurrente marginación del sector rural en las apuestas estatales. No eran problemas irresolubles, pero enfrentarlos requería una voluntad política que no se tuvo. Otros problemas fueron circunstanciales y el Estado salvadoreño poco podía hacer frente a ellos, por ejemplo, la subida del precio de los derivados del petróleo producto de la guerra en Medio Oriente. Hubo uno contingencial que fue como el catalizador de todos los problemas: la guerra con Honduras en 1969 que tuvo efectos nefastos para el país. No era inevitable, pero sucedió. De ahí en adelante, el país cayó en una vorágine de problemas: dos veces se intentó una reforma agraria (1970 y 1975).
Había un problema adicional, este sí manejable, a condición de que quienes podían decidir tuvieran la voluntad para hacerlo: la disputa del poder político por la vía electoral. La “democracia” no era ajena a la vida de los salvadoreños, pero había un juego democrático que, al parecer, quienes detentaban el poder, no consideraban la posibilidad de que la oposición accediera al ejecutivo por medio de elecciones. Por el contrario, la oposición política y buena parte de los votantes, sí. Cierto que hubo avances significativos, por ejemplo, la representación proporcional en la asamblea legislativa. Pero hay evidencia suficiente para afirmar que en 1972 y 1977, la oposición ganó las elecciones, pero se impuso el continuismo del PCN por la vía del fraude. Hay quienes consideran que el factor político fue la principal causal que nos llevó a la escalada de violencia política.
De ahí en adelante, la historia es bien conocida. Por doce años vivimos la tragedia de la guerra civil. Se logró la paz, pero la economía no ha crecido suficiente, a pesar de que se ha intentado de muchas maneras. Afortunadamente, las remesas de los migrantes han actuado, hasta hoy, como funcional salvavidas económico. Hace unos días, el presidente habló circunstancialmente de economía. Qué bien; al menos aceptó la realidad de que nuestros recursos son escasos y que la población rechaza la minería metálica. Hoy resulta que su apuesta ya no es el Bitcoin, ni Bitcoincity, sino Surfcity. Bien haría el presidente y sus asesores en revisar la historia de El Salvador entre 1950 y 1970. Tuvimos cosas buenas y cometimos muchos errores. Se podría retomar lo bueno y evitar repetir los errores. Lo bueno fue hacer políticas de Estado y no de gobierno; lo malo, nos falló la redistribución social de beneficios y el partido oficial quiso perpetuarse el poder, al hacerlo, desvirtuó la democracia y dio la pauta para que se buscara el cambio por otras vías.
Bibliografía:
Lindo Fuentes, Héctor. La economía de El Salvador en el siglo XIX. San Salvador: Dirección de Publicaciones e Impresos, 2002.
Pleites, William. La economía salvadoreña después de la independencia. Por qué estamos como estamos. San Salvador: Ministerio de Educación 2022.
PNUD. Informe sobre desarrollo humano. El Salvador 2010. San Salvador: PNUD Programa El Salvador, 2010.
Historiador