Pensar este país en los últimos seis años se ha convertido en un reto para la racionalidad. Si nos lo tomamos muy en serio puede resultar insufrible. Y no es que sea muy diferente al que conocimos antes; al contrario, sigue siendo muy parecido. Solo que desde 2019 sufrimos un constante bombardeo en dos modalidades. En la primera pretenden convencernos, ¡como si fuera necesario! de lo mal que nos tenían los mismos de siempre. Si la mitad de lo que dicen fuera cierto mereceríamos un premio mundial al estoicismo y la capacidad de aguante y supervivencia. En la segunda, tratan de hacernos creer que vivimos en el mejor país imaginable. ¡El primer mundo nos queda pequeño! Tan bien andamos. Tan es así que en pleno trópico nos montaron una villa navideña al estilo nórdico, con pista de hielo incluida. Además, tenemos un centro histórico tan bien remodelado que algunos ya lo confunden con París.
Por el contrario, hay quienes aseguran que nunca habíamos estado tan mal y que vamos para peor. Y no les faltan argumentos y ejemplos, algunos de ellos irrefutables, por ejemplo, el aumento de la deuda pública, que ya superó los 31,000 millones de dólares, más del 87.5% del PIB. Entre esas tres realidades mutuamente excluyentes cada uno toma la que quiere. Y lo más seguro es que la escogencia se hace sin criterios racionales, sin un análisis mínimo de pros y contras, sino por simple afinidad de pensamiento y filias o fobias políticas. Por eso estamos como estamos. Por eso campea entre nosotros la intolerancia y la descalificación a priori.
De las tres posibilidades señaladas, personalmente me gustaría creer en esa que pregona ruidosamente que estamos bien y que estaremos mejor. Que ha habido cambios y nos faltan muchos más, pero no podemos ir tan de prisa, pues los lastres del pasado son tantos. Que malgastamos doscientos años de vida independiente para darnos cuenta que todo ese tiempo nos engañaron. Que no hubo la tal independencia, que la guerra civil no se dio por profundos problemas estructurales, sino que fue un negocio de cúpulas de derecha e izquierda. Que los tales acuerdos de paz fueron solo un negocio pactado. Que la democracia nos llegó en 2019, y todo lo anterior fue una farsa. Que por primera vez gozamos de seguridad, etcétera. Creer tal narrativa, seguro que llena de satisfacción y optimismo.
En serio, me gustaría creerles, ¿por qué no? ¿Por qué insistir en ver el vaso medio vacío en vez de verlo medio lleno? Me gustaría creer, pero sin renunciar a pensar.
Me gustaría creer que somos el país más seguro, aunque eso implique el dudoso honor de tener la tasa más alta de presidiarios a nivel mundial. Todo tiene su costo. Además, las pandillas hicieron tanto daño a las familias salvadoreñas. Lo aceptaría a condición de que se garantizara que en las cárceles no hay inocentes, o al menos que los acusados tendrán un juicio justo y no esa farsa de juicios colectivos. ¿Por qué? Porque un principio básico de la justicia —no de la venganza ni del populismo—, es la presunción de inocencia y, sobre todo, la individualización del delito. Me comprueban que soy culpable, porque queda absolutamente clara mi participación, a título individual en el cometimiento del ilícito y debo pagar. Así de sencillo.
Por último, si estamos tan seguros como dicen, ¿por qué mantener el régimen de excepción? Es un contra sentido, a menos que esté sirviendo para otros fines. En fin, me gustaría creer que estamos aplicando justicia y no venganza. Peor aún, que ese discurso de vindicta pública es solo una artimaña populista.
Me gustaría creer que las reformas institucionales y los recortes de personal son necesarias para modernizar y eficientizar el Estado y balancear el presupuesto. Es un argumento lógico. Necesitamos un Estado eficiente. Y para ello es necesario intervenir instituciones, eliminar algunas y reducir personal que no es indispensable. De acuerdo; sin embargo, desde hace años se propuso una nueva ley de servicio civil y no se retoma. Y hay evidencia suficiente de que se han despedido miles de empleados públicos solo para reemplazarlos con otros. Es decir, no se pretendía achicar el aparato burocrático, sino dar plazas a los activistas del partido en el poder.
Lo peor de todo, persisten los tremendos desbalances salariales. Un fotógrafo de la Asamblea Legislativa, cuyo único trabajo es promover la imagen de un diputado, gana más que un profesor o incluso que un médico. Y de eso el gobierno no dice nada. Creería que tiene sentido restringir gastos de Estado, sino hubiera tanto gasto superfluo que solo beneficia la imagen del gobernante. Y si desapareciera tanta restricción a la información pública.
En este punto, los dos lemas favoritos del gobierno se vuelven en su contra: ¡El dinero alcanza cuando nadie roba! A este gobierno no le alcanza la plata a pesar de que tiene los ingresos tributarios más altos y que ha elevado la deuda pública a límites extremos. Quien nada debe, nada teme, dicen. Entonces, ¿por qué no trasparentan la gestión pública?
También me gustaría creer que la recuperación del centro histórico es buena para la gente. Reconozco que antes reinaba el desorden y había lugares inaccesibles e inseguros. Pero hay detalles del proceso que arruinan lo bueno que se ha hecho. Hacer ver a los vendedores informales como indeseables a los que hay que sacar de las calles, sin considerar que muchos estaban ahí simplemente porque no tenían opciones laborales. Además, los sacan sin darles ninguna opción y amenazándolos con aplicarles el régimen de excepción si se resisten. Cómo no criticar que incluso comercios formales establecidos de mucho tiempo han sido expulsados del centro para hacer espacio a grandes inversionistas, incluidos bitcoiners y familiares del grupo en el poder. Y además resulta que el salvadoreño promedio, ese de salario mínimo o poco más, solo puede ir al centro a ver, a tomarse una selfi, a "disfrutar" de espectáculos públicos pagados con sus impuestos, pero no puede consumir porque todo está fuera del alcance de su bolsillo.
Hoy resulta que productos tan populares como las pupusas y el café se han vuelto escasos; al menos en la versión popular y barata, que versión gourmet sí hay. Entonces, ¿para beneficio de quiénes han sido los cambios?
El centro ya no será un espacio popular, será una vitrina para turistas extranjeros y espacio de negocio para grandes inversionistas. Esa es otra forma de privatizar. Indigna ver a los agentes del CAM persiguiendo señoras que buscan vender algo para pasar el día, arrebatándoles sus ventas, o espantando mendigos y borrachitos, simplemente porque empañan la imagen del lugar de las apariencias. Sí, de apariencias, porque basta caminar un par de cuadras hacia el sur o el oriente de la plaza Libertad y aparece ese San Salvador que esconden.
Lo que está pasando en el centro histórico puede ser un indicio de lo que acontece en el país. Que las cosas han cambiado es innegable; que eso sea bueno para la gente es discutible.
Es evidente que a algunos les está yendo muy bien, demasiado bien quizá. Muchos otros viven todavía con el encantamiento de la seguridad, o la satisfacción malsana de que sacaron del poder a los mismos de siempre. Hay renegados y oportunistas que traicionaron sus antiguas ideas a cambio de algo y medran lo que alcanzan. Pero, la pobreza y la marginación persiste y ha aumentado. Según el Banco Mundial en 2023 la economía creció hasta un 3.5%, pero la pobreza aumentó del 26,8 % en 2019, al 30,3 % en 2023. Además, el 10 % de la población vive hoy en la pobreza extrema, en comparación con poco más del 5 % en 2019.
Sobre todo, ha aumentado la estigmatización de ciertos grupos. Se pregona como un éxito que se ha capturado a más de setenta mil supuestos pandilleros. ¿Qué pasará con sus hijos? Crecerán en la pobreza y cargando una maldición de la cual no son responsables. Eso mismo se hizo con los huérfanos de la guerra y los deportados. Entonces estábamos obnubilados con el fin de la guerra y no vimos el problema que se gestaba. Lo mismo podría pasarnos hoy con la celebración de la seguridad y el fin de las pandillas. Me gustaría creer que vamos bien, en serio.
Pero mientras no se resuelvan o se aclaren problemas como los señalados, no me lo creo. Sí creo que a algunos les está yendo muy bien, tanto que no resisten la tentación de exhibirlo, a veces de formas ridículas y ostentosas. Aún no se dan cuenta de que ser rico es también cuestión de estilo. Y no lo tienen. Como bien diría Carreño, les falta tacto social, "el más alto y más sublime grado de cortesanía, pues él supone un gran fondo de dignidad, discreción y delicadeza".
Historiador, Universidad de El Salvador