Aunque así pareciera por el título, esta reflexión no va sobre las recientes elecciones estadounidenses (o al menos no exclusivamente). No es secreto para nadie que tanto América como el resto del mundo están siendo partícipes de un acontecimiento que se consideraba impensable hace apenas algunas décadas: una escalada de proyectos claramente tendientes al autoritarismo, con discursos que abanderan mensajes de odio y de intolerancia social que cada vez se hacen más eco, particularmente en segmentos de la población que con mayor facilidad consumen y retroalimentan los voluminosos aparatos de propaganda sobre los cuales se han alzado sus exuberantes figuras mesiánicas.
Bastante se ha escrito ya acerca de esta escalada global, cuyas expresiones nacionales ya poseen una lista de características comunes, y que se manifiesta de acuerdo a las condiciones de cada país o región. No obstante, aún queda mucha reflexión pendiente a la hora de entender las raíces más complejas de este fenómeno y por subsiguiente en la labor de definir herramientas útiles para contrarrestarlo.
Contrario a lo que hemos asumido (quizás cómodamente) los populismos recientes no surgieron por generación espontánea. No nacieron de la casualidad, ni siquiera “estaban por ahí” aguardando su momento. La gran mayoría de estas figuras, si no todas ellas, comparten como su principal mérito haber canalizado en el momento y la forma adecuada esta indignación silenciosa y masiva, y haber logrado convertirla en mensajes cortos e impactantes. Es decir, son fruto directo de una crisis de legitimidad más profunda, cuyas dimensiones son complejas y que encuentran su origen mucho antes de lo que quisiéramos admitir.
Lo cierto es que nuestras sociedades en su más amplio conjunto cargan con el desencanto hacia un modelo institucional, social y cultural que ha sido insuficiente para satisfacer sus expectativas más básicas, y con el tiempo ese desencanto ha ido configurándose en una manera de interpretar un mundo en el que hace largo tiempo existen, pero del que ya no logran sentirse parte. Esta “nueva realidad” a la que algunos académicos se han referido como “modernidad líquida” nos ha absorbido hacia una vorágine de luces y sonidos que transcurren en milésimas de segundo y que prácticamente han reducido a la civilización humana, tanto en lo individual como en lo colectivo, en meros agentes de consumo.
¿Todavía nos estamos preguntando cómo es posible que Donald Trump haya vuelto a ganar las elecciones estadounidenses, a pesar de que casi todas las estrellas y personajes prominentes lo hayan señalado como un peligro para su país y hayan declarado su apoyo a la candidata del partido gobernante? Es posible que la respuesta esté implícita en la misma pregunta, y entender esto es quizás la responsabilidad más seria de aquellos que pretendan presumir sus convicciones democráticas. Los “demócratas” del mundo (insisto: no estoy hablando del partido de Joe Biden) no hemos sido capaces de interpretar el momento civilizatorio que atraviesa la sociedad cuyos derechos aspiramos a defender y profundizar. Las fuerzas que abogan por la democracia y el Estado de Derecho parecieran haber perdido la capacidad de comprender que no basta con no estar del lado de “los malos”, sino que, para una importante cantidad de hombres y mujeres de todo el mundo, esos “malos” son en realidad los campeones de sus causas, las voces que se han hecho espacio para decir aquellas cosas de las que por años se habían “sentido privados”. En muchos casos, ni siquiera tienen problema con asumirse a sí mismos como “los malos”.
Que conste: estas palabras no pretenden ni justificar a los déspotas ni menospreciar las luchas democráticas, sino todo lo contrario. La vía más sana para revitalizar una idea tan profunda y a la vez tan básica como la democracia es entender que por su misma naturaleza es un modelo perfectible e inacabado. Si la idea de democracia no se renueva a si misma se abren grietas con el tamaño suficiente para convertirla en el precio a pagar a cambio de la seguridad, la prosperidad, la identidad y la pertenencia que le son tan útiles en los discursos a aquellos que se hacen de todo el poder para después terminar suprimiendo esos mismos derechos de los que se sirvieron para instalar sus mitos en la conciencia colectiva.
Hoy por hoy, un país pequeño como El Salvador se hace lugar en las vitrinas del mundo precisamente porque ya es un ejemplo de la fragilidad de aquella idea de democracia que hasta hace no mucho tiempo creíamos sólida e imperecedera. El actual gobierno y su reducida argolla de poder se establecieron como propósito reescribir la historia de este país, sobre todo en los momentos que marcaron hitos para nuestra tradición democrática. Es por ello que la principal tarea de los demócratas salvadoreños es entender con sensibilidad humana y empatía cuáles fueron los capítulos de esa historia que fue reescrita y por qué al bukelismo le fue tan fácil hacerlo.
No hay democracia sin demócratas. Y, sobre todo, sin demócratas capaces de asumir la realidad que pretenden perfeccionar y transformar.