Desde hace seis años, El Salvador vive una condición particular, que para muchos representa una ruptura sin vuelta atrás, un cambio histórico. A partir de un análisis superficial y sesgado enumeran una serie de hechos con los que pretenden probar su tesis: se quebró el bipartidismo, origen de la corrupción de un sistema político interesado en parasitar del Estado y no en servir a la población; se combate y liquida a las pandillas, con lo cual los salvadoreños vivimos en un entorno de seguridad; se ordena y remodela el centro histórico capitalino, hoy tenemos espacios públicos limpios, ordenados, propicios para el disfrute y el turismo; se redujo el número de municipios, con lo cual se ahorran recursos y se mejora la administración local, y un largo etcétera.
Por el contrario, hay quienes aducen que nada ha cambiado, que los cambios son aparentes y que, bajo la apariencia de la propaganda y las luces de colores, los problemas persisten y en algunos casos han empeorado. Que pasamos de un bipartidismo corrupto a la dictadura de un partido, sin que desaparezcan las malas prácticas y la corrupción; que cambiamos la libertad por una seguridad aparente y violatoria de los derechos humanos; que el centro histórico es un espejismo, que se persigue y reprime a los vendedores ambulantes sin darles opciones de trabajo dignas, que la reducción de municipios, lo único que perseguía era concentrar el poder en el partido de gobierno y debilitar a la oposición.
El listado podría alargarse y cada afirmación encontraría inmediatamente una réplica contundente. Tener visiones contrapuestas de la realidad no es nuevo, tampoco es necesariamente malo. Lo preocupante hoy día es que, al menos una de esas visiones está siendo inducida sistemáticamente desde instancias de poder político, no solo para favorecer la imagen del gobierno, sino para descalificar tajantemente cualquier voz crítica, estimulando además el fanatismo y la intolerancia. Con lo cual se pretende imponer un discurso único, poco diferente a los que se imponen en los regímenes totalitarios. Cualquiera diría que esas pretensiones de manipular la opinión pública existen en todos los gobiernos; al final de cuentas la democracia es una disputa de simpatías políticas y es obvio que todo gobernante pretenderá tener a su favor a la opinión pública. Lo que diferencia el presente de experiencias previas es la intensidad del esfuerzo y las consecuencias que de ello se derivan.
Hay una realidad innegable: la popularidad del actual gobernante, elemento que ha justificado acciones contrarias al Estado de derecho y conducido a la anulación legal y práctica de la independencia de poderes. Ha desaparecido el debate político, como puede comprobarse revisando el trabajo legislativo; en parte por el dominio apabullante del ejecutivo que ha convertido a la asamblea en una instancia de puro trámite de aprobación de iniciativas presidenciales.
El cuestionamiento a la Asamblea Legislativa no es nuevo; es un fenómeno de varias décadas. De hecho, buena parte del ascenso del presidente y partido se montó sobre una ácida crítica al trabajo y prácticas de los diputados, cosa que prometían cambiar. Sin embargo, la realidad muestra que los vicios persisten e incluso se agravan sin que aparezcan por ningún lado sus supuestas virtudes. Uno de los pocos temas en que parece haber cierto consenso es justamente la mala imagen de los diputados. En este punto, cinco años después del supuesto cambio histórico, pareciera que las aguas vuelven a su cauce. Que la bancada mayoritaria de la asamblea conserve y reproduzca vicios de antaño no es lo más grave. Lo más grave es que, sometida incondicionalmente a los lineamientos de casa presidencial, perdió su razón de ser que es el debate parlamentario.
Para no caer en la trampa de las filias y las fobias del momento, es conveniente considerar la actuación legislativa a la luz de lo que se pensó sobre el poder legislativo cuando, en 1823 se elaboró el “Proyecto de bases constitucionales para las provincias unidas del Centro de América”. En esa comisión participaron el connotado jurista Isidro Menéndez y el republicano José Matías Delgado. En las consideraciones iniciales se deja ver cómo eran influenciados por las ideas de la constitución estadounidense: “Este género de pacto es el más justo, es sin duda el que debe adoptarse, sean cuales fueran las dificultades que ofrezca en su ejecución”.
Parte fundamental de su propuesta era la de un gobierno republicano y representativo constituido por voluntad popular y conformado por tres poderes. Dedicaron especial atención al legislativo. Afirmaban tajantemente que los diputados debían tener plena independencia de los otros poderes (ejecutivo y judicial), y sobre todo debían hacer “una deliberación más detenida, y un examen más serio de la ley, ya sea para oponerle objeciones justas, o para aprobarlas”. En tanta estima tenían al legislativo que se refirieron a él en estos términos: “Al legislativo se le da en nuestras bases toda la independencia y libertad que debe tener. Es el órgano de toda la nación; es la expresión de su voluntad; y esta quiere ser libre, y sin ninguna sujeción á ningún otro poder. Por eso, aún en la constitución española, los diputados son inviolables por sus opiniones”.
Pero los miembros de la comisión no eran ingenuos; eran conscientes de que una asamblea con tales atributos podía terminar abusando de su poder; por eso instituyeron otra instancia: el senado, entendido como “un cuerpo moderador y conservador al mismo tiempo”. Su primera atribución sería la de sancionar las leyes producidas por la asamblea, “moderando así el excesivo poder que sin esto tendría el congreso”. La idea parecía buena, la implementación fue un fiasco. Mucho de los problemas políticos de la federación se debieron a la abusiva intervención del senado, que desbalanceó la relación de pesos y contrapesos en el gobierno.
Una somera revisión del pensamiento de los fundadores de nuestro constitucionalismo deja muy claro cuán lejos está la actual legislatura, dominada por Nuevas Ideas, de los preceptos básicos de un orden republicano. Al estar absolutamente sometidos al ejecutivo, han renunciado a las atribuciones que les da la Constitución. Habría que ver cuántos de ellos tienen la formación y el buen juicio necesarios para poder hacerlo, en caso de que quisieran. En buena parte de ellos, sus intervenciones, y sobre todo su lógica argumentativa dan lugar a serias dudas.
Ahora bien, es absurdo pensar que un diputado deba dominar toda la variedad y complejidad de problemas sobre los que deberá legislar. Por eso existen los asesores. Lastimosamente la figura del asesor legislativo se depreció desde hace rato, y con esta legislatura ha tocado fondo. Lo poco que sabemos al respecto, gracias a la filtración de información, es que la bancada cyan poco se ha preocupado por tener asesores de alto nivel. ¿Para qué si no hacen el examen profundo de las leyes que decretan y que llegan enlatadas desde la presidencia? Sí se han preocupado, y mucho, por su imagen y las comunicaciones; por eso en sus equipos de trabajo pululan fotógrafos, asesores de imagen y “generadores de contenidos” en redes sociales.
Mucho tiempo ha pasado desde 1823, cuando se dieron las bases de la Constitución, hasta hoy día. La evidencia sugiere que la actual conformación del poder político dista mucho de los ideales y aspiraciones que inspiraron a los fundadores de la república. Por algo, ellos advertían: “Es cosa bien delicada fijar las bases de un sistema de gobierno: ellas lo son del código fundamental, cuyas leyes pueden causar la felicidad o desgracia de muchas generaciones”.
Historiador, Universidad de El Salvador