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Populismo y poder

Todo ejercicio de poder conlleva un desgaste político. Las ilusiones se desvanecen, los nuevos enemigos no son tan efectivos, los problemas se acumulan. Y sobre todo, la corrupción se hace tan evidente que no hay campaña propagandista que la esconda. Hasta las elecciones controladas pierden efectividad. Viene entonces el descontento, las protestas y la represión.

Por Carlos Gregorio López Bernal
Historiador

El populismo no se define por ideologías, puede ser de izquierda o de derecha, tener rasgos progresistas o conservadores. Un factor siempre presente es la pretensión del líder populista de encarnar la voluntad popular, lo cual lo pone por encima de las instituciones y las leyes. En cierto modo es una restitución de la soberanía conculcada. Los regímenes populistas se constituyen apelando a las emociones, resentimientos y temores del electorado, las cuales utilizan para hacerse del poder y luego para perpetuarse en él. Ciertamente que en la democracia y sobre todo en los procesos electorales las emociones y sentimientos tienden a primar sobre el razonamiento. Esta condición es aprovechada por los populistas, especialmente cuando las experiencias políticas previas no han llenado las expectativas de la población. Y esto es cada vez más frecuente. El populismo no es nuevo, pero ha tomado fuerza en los últimos años.

Diferentes factores han coadyuvado a un progresivo desencanto del electorado: percibir que sus problemas y necesidades no han sido atendidos y resueltos, la conciencia de que la corrupción es denominador común a políticos de cualquier signo ideológico, el mayor acceso a la información que fortalece la idea de que la corrupción campea, el conocimiento, fundado o no, de que otros países están resolviendo esos problemas por vías más expeditas que las establecidas en el estado de derecho, por ejemplo, el combate a la delincuencia.

Es decir, un gobierno populista llega al poder aprovechando las vías democráticas y explotando electoralmente resentimientos, desencantos y miedos, los que promete superar de manera radical y efectiva, para lo cual necesita controlar los otros poderes y “liberarse” de las ataduras del sistema legal, al cual se acusa - con razón a veces - de ser excesivamente garantista o, peor aún de estar coludido con los delincuentes, corruptos incluidos. Con el imperativo de la eficiencia y la rapidez se justifica la violación de la ley y el desmantelamiento del estado de derecho. Cosa que la población permite, en tanto cree que solo así se pueden resolver sus necesidades más acuciantes, lo cual se facilita por el poco conocimiento y aprecio del marco constitucional, cuyas bondades solo se echan de menos cuando se han perdido.

El problema es una vez se marcha por la pendiente de la concentración del poder, es difícil parar y cada vez se quiere más y más. En ese punto es clave la popularidad del gobierno, mejor dicho, del líder populista. Y es que ningún régimen populista llega muy lejos si no tiene un líder que resuma las virtudes que el pueblo anhela y que tenga el carisma para convocar a desencantados, resentidos o incluso ciudadanos bien intencionados pero hartos de que las cosas no funcionen. A veces esas masas populares tienen nombre, “descamisados” se les decía en Argentina.

La popularidad es clave para el ascenso al poder, pero lo es más para sostenerse en él. Se necesita mantener las ilusiones del electorado. Esto se logra con una agresiva y constante política comunicacional que magnifique los problemas que se enfrentan y agranden lo más posible los éxitos logrados; si no los hay, se inventan. Lo importante es mantener a la gente con la expectativa constante de que algo mejor está por aparecer, sin importar lo nimio que pueda resultar. Es difícil que un gobierno reconozca sus errores y limitaciones, en el caso de los populistas esto es imposible. Cuando un tema resulta inmanejable se debe buscar un culpable de inmediato, puede ser la oposición, el imperialismo, la oligarquía o algo tan difuso como el “sistema internacional”. Incluso se puede “sacrificar” a algún funcionario en quien caerá la vindicta popular para ser defenestrado sin más.

El objetivo es que la figura del líder máximo mantenga su atractivo. ¿Por qué razón? Porque se ascendió al poder por la vía electoral y esta se seguirá usando mientras sea posible, aunque esto suponga violar la constitución y montar procesos electorales cada vez menos competitivos y transparentes. En cierto momento, las elecciones se vuelven mera formalidad y ocultan un hecho cada vez más notorio: se hacen elecciones, pero en ellas no se decide nada. Los dados están tirados de antemano, es lo que acontece en Nicaragua, Venezuela o Rusia.

Y es que otra característica del populismo es el “exclusivismo”. El populista y sus seguidores se arrogan no solo las virtudes políticas, sino que elaboran una narrativa que insiste en que solo ellos pueden enrumbar el país. Son los redentores; los otros son los malos, a los que se debe descalificar ante la opinión pública. Es por eso que se insiste tanto en hacer tabula rasa con el pasado. Todo gobierno populista, como mínimo, abre una nueva era. Hay casos en que se llega a afirmar sin ningún rubor que por primera vez se goza de una democracia, por lo tanto, todo lo que se haya hecho en el pasado carece de valor, porque solo el gobierno populista tiene una genuina preocupación por el pueblo.

El pueblo es ese sujeto amorfo al que los políticos recurren para encausar y justificar sus ambiciones de poder. ¿Qué es el pueblo?, ¿Quiénes son parte del pueblo? Ningún populista hará una elaboración conceptual. El pueblo es esa masa que ha sido ignorada, vejada o explotada por los otros, por los malos. Todo aquel que asuma - con razón o sin ella -, que tiene un agravio por cobrar, una aspiración por lograr o un miedo que exorcizar es el pueblo del populista. La nueva era es tiempo de ajuste de cuentas, de vindicta popular y de picotas públicas.

El carisma del líder, la popularidad alimentada sin pausa, el agrandamiento o creación de enemigos y amenazas, la magnificación de los logros, son elementos clave para que el populista se mantenga en el poder. Para ello es importante la centralización del poder y el control de Estado. Porque el populista no llega al poder para destruir al Estado, llega para fortalecerlo y ponerlo a su servicio. Eufemísticamente se habla de la necesidad de tener una nueva arquitectura estatal que responda a las necesidades del pueblo. Se deshacen instituciones, que a menudo se recrean poco tiempo de después, se crean nuevas. Todo ello para dar la apariencia de que las cosas están cambiando, pero sobre todo para colocar en ellas a dirigentes y militantes del partido, con lo cual se pagan favores y se garantizan lealtades. Es el mismo clientelismo político del pasado, solo que con otros actores.

Todo régimen populista agranda el aparato estatal, el problema es que eso tiene un costo económico. Un país con recursos, como sería el caso de la Argentina de Perón o la Venezuela de Chávez, puede sostener ese crecimiento de la burocracia hasta cierto. Países con menos riqueza fatalmente tendrán que recurrir al endeudamiento. Porque un populista no gusta de aumentar impuestos, políticamente no es conveniente, ni a los ricos ni a los pobres les gusta pagar impuestos. Es más fácil montarles una deuda creciente, que al final de cuentas la pagarán las siguientes generaciones. A menudo el endeudamiento va acompañado de obras faraónicas, se realicen o no; este sería el caso del canal interoceánico en Nicaragua.

Vistas así las cosas, pareciera que una vez instalado, un gobierno populista durará mucho. Popularidad, acaparamiento del poder y manoseo del marco legal se prestan a ello. Sin embargo, todo ejercicio de poder conlleva un desgaste político. Las ilusiones se desvanecen, los nuevos enemigos no son tan efectivos, los problemas se acumulan. Y sobre todo, la corrupción se hace tan evidente que no hay campaña propagandista que la esconda. Hasta las elecciones controladas pierden efectividad. Viene entonces el descontento, las protestas y la represión. El recetario se ha repetido una y otra vez.

Pero esas condiciones por si solas no provocarán la caída. Es necesario que emerja un nuevo liderazgo que convoque y articule políticamente esos descontentos. Cosa no fácil porque el régimen populista ha trabajado sistemáticamente en desarticular la oposición; hay opositores, pero no oposición. Además, la vieja clase política generalmente está tan desprestigiada que de ningún modo será opción de relevo. No es realista pensar que un régimen populista se desgastará rápidamente. Basta pensar que las condiciones que propiciaron su ascenso al poder no surgieron de la noche a la mañana. Las oportunidades de cambio se van configurando en el correr del tiempo, en ciertos casos, los actores políticos pueden provocarlas o aprovecharlas. Y así como el entorno internacional favoreció la eclosión populista, uno diferente puede actuar en su contra. Gran consuelo dirá alguien. No lo es, pero así funciona la política. Ningún poder, por fuerte que sea, es perpetuo. Pero las opciones de cambio requieren de la agencia humana, siempre.

Historiador, Universidad de El Salvador

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