Después de la caída del Muro de Berlín y el reordenamiento geopolítico que le siguió, la tesis de Francis Fukuyama, según la cual el derrumbe del comunismo habría sido el principio del fin de la historia tal como hasta entonces la conocíamos, cogió bastante fuerza.
Una idea que, a partir del artículo publicado por este autor en 1989 y la popularización de su libro en 1992 titulado, precisamente, “El fin de la historia y el último hombre” llegó a convencernos de la ineludible realidad de un futuro global democrático, liberal y pacífico.
Contemporáneamente, Samuel P. Huntington, publicaba en 1993 un artículo, que posteriormente sería el tema de uno de sus libros más famosos: “El choque de las civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial”. Una obra en la que sostiene prácticamente lo contrario de la tesis de Fukuyama, diciendo que después de un período de reacomodamiento, necesariamente, el futuro depararía un encontronazo violento entre formas de ver el mundo, es decir, una guerra prolongada y cruenta entre concepciones geopolíticas diferentes.
Los eventos que sucedieron entre los años noventa del siglo pasado y los primeros diez del tercer milenio, como las guerras del golfo Pérsico y los ataques del 11 de septiembre en Nueva York y todas sus secuelas, las guerras étnicas en Ruanda, y tantos otros conflictos entre los que no es el menor la invasión de Ucrania, algunos enraizados en la historia, y otros simplemente como una lucha entre democracia y autoritarismo, han demostrado que si bien Huntington tenía razón, Fukuyama tampoco es que estuviera muy equivocado, pues Occidente ha alcanzado una prosperidad que antes era difícil de prever.
Huntington profetizó las guerras entre civilizaciones, e internamente en algunas sociedades como las latinoamericanas. Mientras Fukuyama previó la expansión del sistema político liberal, tanto como una especie de mal menor, como de una solución para erradicar la pobreza en el mundo (allí está China para demostrar la tesis).
La tentación de arreglar las cosas violentamente es demasiado atrayente. Y va de la mano con la tiranía como modo expedito de arreglar los problemas y también, por supuesto, con el uso de la fuerza (la de los votos, de las armas, de las mentiras… no importa) para contener y eliminar a cualquier adversario.
Eso nos ha llevado a lo que los analistas llaman la política posverdad, también llamada política posrealidad. Una forma de ver las cosas en la que quienes tienen la sartén por el mango y, por supuesto, pretenden conservarla, -siguiendo fielmente la tesis nietzscheana- que coloca al súper hombre (encarnado en el gobernante o en el millonario, y mejor si coinciden) más allá del bien y del mal, de la honestidad y de la mendacidad, de la realidad y de la ficción.
Más aún… propaganda mediante y redes sociales actuantes, en muchas sociedades hoy día es un grupo de personas quien determina lo que sea la verdad, el bien, la realidad y la honestidad.
Llegando a un estado de cosas que cualquier persona con un poco de capacidad de reflexión se podría dar cuenta de que el ambiente no es más que el de un cinismo generalizado, que consecuentemente provoca una magnificación desproporcionada de las consecuencias inmediatas de las acciones políticas, y un olvido intencional de las repercusiones a mediano plazo de las mismas.
Solo una situación política-cultural como la descrita podría haber hecho posible desde el triunfo del Brexit hasta la elección de presidentes como Trump o Bolsonaro, pasando por el modo en que el gobierno ruso maneja propagandísticamente la invasión a Ucrania, o el manejo global de la pandemia que paralizó a la humanidad durante la primera mitad del año 2020…
Como sea, nos seguimos debatiendo internamente entre la democracia liberal y el puño de hierro. Nunca estamos contentos y siempre que una de las dos se instala, la añoranza por la otra, es inevitable.
Ingeniero/@carlosmayorare