La relación entre la democracia y el autoritarismo no es binaria. Los países no se acuestan, digamos, un domingo con su institucionalidad intacta y amanecen el lunes embarrados por el ácido de la dictadura y el cierre de espacios políticos.
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Los experimentos autoritarios se construyen más bien con pequeñas acciones en el día a día. Como en la alegoría de cómo hervir una rana, si se pretendiese hundir a una nación en un proyecto personalista de golpe, esta reaccionaría rápida y eficazmente y el aprendiz de dictador duraría muy poco. Pero si el secuestro institucional es lento y consistente, el ciudadano de a pie poco notará que le han robado aquello que lo defiende de los abusos.
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Como ha dicho el profesor peruano Alfredo Bullard, la pérdida de la institucionalidad es como la canción de los elefantes que se balancean sobre una tela de araña. Al ver que la ciudadanía resiste un pequeño abuso más, el autoritario llama a un nuevo elefante, a un nuevo golpe, a un nuevo exceso de la autoridad.
Pero si hubiésemos de identificar un acto que hirió de muerte con celeridad a nuestra democracia, ese es el golpe del 1 de mayo. Ese día no hubo gradualidad, mesura o cálculos estratégicos sino un ataque artero y feroz contra la institucionalidad.
El 2 de mayo de 2021 los salvadoreños despertamos en un nuevo país. Uno donde los derechos fundamentales se transformaron en licencias que otorga quien gobierna. Licencias que terminarán cuando este último determine que ha sido suficiente. El 1 de mayo se presionó el interruptor que separaba a la democracia del autoritarismo.