Anoche vi los cuatro capítulos de Adolescencia, la nueva miniserie de Netflix. Quedé impactada. Esperaba que, como en tantas películas y series, el segundo episodio introdujera nuevos personajes con pruebas suficientes para señalar claramente al culpable. Pero no fue así.
Jamie, el adolescente acusado, es una figura frágil: delgado, pecoso, con ojos desbordados de miedo. Me conmovió tanto que, aunque intentaba conservar la objetividad, terminé sumergida por completo en su historia. No essolo ficción: es una realidad demasiado cercana.
Como madre, no pude evitar identificarme con los padres de Jamie. Pensé en mis propios hijos, en los de mis amigas. Recordé esa frase tan repetida —y tan cierta—: “los padres siempre son los últimos en enterarse de lo que andan haciendo sus hijos”. Sentí la angustia de esos padres como si fuera mía, al ver a su hijo detenido en una estación de policía. “Es solo un niño, se han equivocado”, repetí, como ellos.
Empecé a buscar culpables: la falta de supervisión parental, el internet a edades tempranas, los móviles sin control, el desinterés de los maestros, el libertinaje disfrazado de libertad, la imposibilidad legal de ejercer una autoridad firme... el cine, la televisión, los influencers, las redes. Hasta que me di por vencida. No hay un solo culpable. Hay un sistema entero que ha cambiado, y no siempre para bien.
Adolescencia es una historia breve pero intensa: solo cuatro capítulos. Pero cada uno duele; mientras observamos las brillantes actuaciones de los actores que arrancan lágrimas e incluso, impulsando, en algún momento, a apagar la pantalla para dejar de padecer.
La serie plantea una pregunta inquietante: ¿Realmente sabemos lo que nuestros hijos hacen en la intimidad de su habitación? El padre de Jamie, interpretado magistralmente por Stephen Graham, quien también escribió el guion junto a Jack Thorne, lo resume con una frase que hiela la sangre: “Siempre estaba en casa, en su cuarto, frente al ordenador que quiso que le compráramos. Creí que así lo protegíamos de todo lo malo.” La mujer policía le responde a su compañero: “No quiero tener hijos al ver todo esto”
Esa creencia también fue mía. Esta idea nos obliga a reflexionar. Como muchos padres de mi generación, pensábamos que mientras nuestros hijos no salieran a la calle, estarían a salvo. “Lo que no vimos fue que la calle había entrado a nuestras casas a través de las pantallas” (me apunto esta frase como personal).
La serie muestra con crudeza cómo internet y las redes sociales pueden arrastrar a los adolescentes a comunidades e ideologías peligrosas, muchas veces sin que sus propios padres lo noten.
Para quienes vivimos en El Salvador, donde el fenómeno de las pandillas ha marcado a generaciones desde los años 90, esta serie resuena con fuerza. Sabemos lo que significa perder a los jóvenes por falta de atención, por abandono, por sistemas e ideologías que fallan. Adolescencia no es solo una historia inglesa. Es también la historia de muchos de nuestros hijos, vecinos, alumnos. De los que ya no están y de los que aún podemos salvar.
Ver esta serie no es un simple entretenimiento. Es una llamada de alerta. Considero que es conveniente que padres e hijos adolescentes vean esta serie, juntos. Para analizarla, discutirla. Para advertir. Para, como decía mi madre: “Verse en ese espejo”. ¡Hasta la próxima!
Médica, Nutrióloga y Abogada