Los impulsores estadounidenses de la reforma agraria en El Salvador buscaban replicar la experiencia altamente positiva de las reformas agrarias en Corea y en Taiwán; no así la que habían tenido en las Filipinas.
El éxito en Corea y Taiwan se debió, de acuerdo con Jong-Sung You en su escrito Democracy, Inequality and Corruption: Korea, Taiwan and the Philippines Compared (Democracia, desigualdad y corrupción: Corea, Taiwán y Corea comparados), a que su naturaleza radical creó sociedades relativamente igualitarias generando condiciones para limitar el clientelismo, el patronazgo y la captura de la élite. La expansión de la educación condujo a mayores presiones en favor de la meritocracia, y el clientelismo fue algo limitado debido a la separación de las élites políticas y económicas y a los niveles relativamente bajos de pobreza absoluta acompañados por el creciente tamaño de la clase media educada en las áreas urbanas.
El desarrollo gradual de la burocracia meritocrática, continúa diciendo, estuvo acompañado por el declive de la corrupción burocrática. Aunque las prácticas clientelistas como la compra de votos se mantuvieron durante los primeros años del gobierno democrático, la competencia programática se desarrolló gradualmente con el tiempo, pese a que hubo algunos problemas en el control de la corrupción tanto durante el período autoritario (o formalmente democrático) como durante el período democrático en Corea y Taiwán. En el caso de las Filipinas, dice el mismo autor, la reforma agraria fallida ha mantenido una alta desigualdad y ha llevado a la persistencia del clientelismo, la corrupción de la burocracia y la captura de los procesos de formulación e implementación de políticas.
Los Estados Unidos no siempre han sido reacios a la nacionalización como señala Steve Lohr en el artículo U.S. not always averse to nationalization, despite its free market image (Estados Unidos no siempre reacio a la nacionalización pese a su imagen de libre mercado), que publicó The New York Times en octubre de 2008, y presenta ejemplos como la nacionalización de los ferrocarriles entre 1917 y 1920 y la adquisición de 80% de las acciones del Continental Illinois National Bank en 1984, entre otras.
En todo caso, en El Salvador, la reforma agraria fue parte de otras reformas, a saber, la nacionalización de la banca y las exportaciones de café, algodón y azúcar. La lógica de estas reformas era, como argumenta Lars Schoultz en su escrito National Security and United States Policy toward Latin America (Seguridad nacional y política de los Estados Unidos hacia América Latina), “racionalizar” el uso de los ingresos derivados de las exportaciones. Así, las divisas obtenidas por la exportación del café, el algodón y el azúcar ya no irían directamente a los productores sino al Banco Central que retendría los dólares, libras y marcos y los productores recibirían sus pagos en colones. De esta manera, el gobierno acumularía divisas que los importadores comprarían para la adquisición de productos en el exterior que el gobierno determinaba que eran importantes para las necesidades de desarrollo del país. El objetivo era poner fin a la tendencia de usar los ingresos de las exportaciones para el consumo de bienes de lujo e inversiones inmobiliarias en el exterior, pero también para poner coto a la subfacturación de las exportaciones, uno de los principales medios utilizados para la fuga de capitales:
Así, al ir directamente a las arcas del Estado, las divisas obtenidas por las exportaciones facilitarían la concesión de préstamos a los beneficiarios de la reforma agraria, demostrarían que la reforma sin armas era posible y que, por lo tanto, la lucha guerrillera no tenía sentido. Pero eso no era todo, ya que para los defensores de la reforma no hacer estas reformas significaba también dejar suficiente poder en las manos del establecimiento para bloquear la reforma agraria, enfatiza también Lars Schoultz.
De cualquier forma, los defensores de las reformas enfatizaban que al igual que en los Estados Unidos, los bancos comerciales en El Salvador habían sido tradicionalmente la fuente de capital operativo para el sector agrícola, y había poca fe en Washington, como señala Lars Schoultz en el escrito ya citado, de que los banqueros prestaran dinero a los campesinos para cultivar tierras que hasta hacía poco tiempo pertenecían a los accionistas de sus bancos.
Ahora bien, el modelo económico que empezó a aplicarse a partir de 1989 iba en sentido contrario, pues proponía una importante reducción del papel del Estado a través de la privatización de empresas estatales, consideradas tanto ineficientes como una carga onerosa para el presupuesto nacional, y la creación de un ambiente favorable a las empresas y a la inversión, tanto nacional como extranjera.
Así, como argumentan Frank Ohemeng y Francis J. Owusu en su artículo Beyond Neoliberal Public Sector Reform (Más allá de la reforma liberal del sector público), los programas de ajuste estructural que se pusieron en marcha tenían como objetivo corregir los fundamentos económicos abordando directamente el papel del Estado en la economía a través de la liberalización del comercio, la liberalización de los precios relativos [es decir, la relación entre el precio de un bien determinado, con respecto a otro precio], y la supresión de los controles de cambio, todo acompañado de una serie de estrategias para reducir el intervencionismo estatal y hacer que el mercado fuera el principal agente para la asignación de recursos sociales.
Esta visión implicó echar atrás las reformas de 1980, en particular la nacionalización la banca y de la exportación del café, el algodón y el azúcar. No así, por lo menos de manera directa, la reforma agraria por tratarse seguramente de un asunto demasiado sensible, sobre todo en un momento en que la guerra no solo no había terminado sino que se intensificaba.
Se procedió entonces a la reprivatización de la banca y de las exportaciones. Ahora bien, en relación con la banca, poco antes de su privatización se había adoptado la Ley de saneamiento y fortalecimiento de bancos comerciales y asociaciones de ahorro y préstamo (Decreto N.º 627 de 22 de noviembre de 1990). En su artículo Competencia y regulación de la banca: el caso de El Salvador, Mauricio Herrera cita el estudio de Julieta Fuentes titulado Estructura competitiva del mercado bancario salvadoreño que publicó el Banco Central de Reserva (BCR) en septiembre de 2001, en el que afirma que “a fines de 1989…las instituciones bancarias exhibían un patrimonio negativo de aproximadamente 2,212 millones de colones (252,8 millones de dólares), representando la mora crediticia de los bancos, las financieras y las instituciones oficiales de crédito de la cartera total de préstamos”.
De acuerdo con el estudio titulado Nacionalización y privatización de la banca salvadoreña, efectividad y lecciones que realizó la Red de Investigadores del Banco Central de Reserva (BCR), presentado durante una conferencia en 2019, para “realizar el saneamiento y fortalecimiento del sistema financiero, se emitieron bonos por un valor de ¢ 2,650, equivalente a US$ 302.9 millones, de diciembre de 1990 a noviembre de 1993, y en diciembre de 2004”. Los “bancos comerciales utilizaron el 55% del monto”, y “los registros muestran que la cartera saneada fue de US$ 209.2 millones, pero lo que no ha sido recuperación efectiva asciende a US$ 94.2 millones que han sido dispensados por decretos”.
El 29 de noviembre de 1990, es decir siete días después de la Ley de saneamiento, se promulgó la Ley de privatización de los bancos comerciales y de las asociaciones de ahorro y préstamo (Decreto N.º 640). Los defensores de la privatización de la banca consideraban que era lo mejor que podía pasarle al país y los opositores, como era de suponer, lo peor que le podía sobrevenir. Hubo otro grupo que no se oponía a la privatización de la banca, pero que fue muy crítico de la manera en que se hizo, por ejemplo, por el uso (y abuso) que algunos hicieron de prestanombres y otras argucias para superar el límite de 5% de las acciones que se establecía para cada comprador, el hecho de que toda la operación hubiera quedado exenta del pago de impuestos y privado al Estado de importantes ingresos, y el bajo precio al que se vendieron los bienes. Así, en relación con este último punto, de acuerdo con un informe de CISPES (Comité en Solidaridad con el pueblo de El Salvador), entre 1989 y 2009 el gobierno vendió bienes valorados en US$ 5,700 millones, pero solo recibió US$ 334 por esas ventas.
Con el paso del tiempo también se fueron haciendo otras privatizaciones, por ejemplo, la electricidad, las telecomunicaciones, el sistema nacional de pensiones, el Instituto Salvadoreño de Investigaciones del Café, el Instituto Tecnológico Centroamericano, la Escuela Nacional de Agricultura, los ingenios de azúcar y el Hotel Presidente. Y hay que volver a recordar que ninguna de estas medidas estaba prevista en los Acuerdos de Paz.
La reforma agraria no se revirtió, pero algunos propietarios han recuperado sus tierras por la vía judicial. En todo caso, cuando se recuerda que la reforma agraria, la nacionalización de la banca y de la exportación de las exportaciones del café, el algodón y el azúcar eran reformas que constituían un conjunto, al privatizar la banca y las exportaciones del café, el algodón y el azúcar la reforma agraria quedó suelta, y este es uno de tantos elementos a tener en cuenta en todo análisis de la experiencia de la reforma agraria en El Salvador.
Exembajador de El Salvador y exrepresentante del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). También fue jurado del premio literario Le Prix des Ambassadeurs en París, Francia.