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Acuerdos de Paz: Temas económicos, sociales y culturales – Las reformas de 1980

El esfuerzo de la Comisión Nacional de Desarrollo fue la continuación lógica del proceso de construcción de la paz iniciado con los Acuerdos de Paz de 1992, para llevar al país a una democracia plena con una economía abierta y competitiva que no desaprovechara las energías y la creatividad de la población.

Por Francisco Galindo Vélez

El documento de la Comisión Nacional de Desarrollo titulado Bases para el Plan de Nación propone una fórmula para limar las fracturas en lo económico, social y cultural que seguían generando exclusión y, por lo tanto, seguían siendo coágulos que impedían la democratización y el desarrollo y eran importantes fuentes de violencia. Así las cosas, lo que propone el documento es:

  • Romper el nudo gordiano que produce la pobreza estructural.
  • Sustituir el sistema de marginación por una de participación.
  • Sustituir la práctica de imponer voluntades por el de la búsqueda de consensos.
  • Crear una democracia con seguridad jurídica con pleno respeto de los derechos humanos y del principio de libertad, tanto jurídica como económica,
  • Pensar en grande y a largo plazo.
  • Adoptar políticas de Estado que trasciendan la duración de los gobiernos.
  • Elevar el nivel de educación de la ciudadanía.
  • Adoptar políticas que fomenten el desarrollo y brinden oportunidades a la parte marginada de la población para salir de esa marginación.
  • Formar a los magistrados.
  • Lograr una justicia independiente y efectiva.
  • Luchar permanentemente contra la corrupción.
  • Lograr que todos los sectores asuman su responsabilidad, en especial aquellos que tienen mayor capacidad de decisión.

El esfuerzo de la Comisión Nacional de Desarrollo fue la continuación lógica del proceso de construcción de la paz iniciado con los Acuerdos de Paz de 1992, para llevar al país a una democracia plena con una economía abierta y competitiva que no desaprovechara las energías y la creatividad de la población. Para lograr ese objetivo era necesario desmantelar aquellas partes del andamiaje de construcción de guerra y de violencia que con el tiempo fueron dando forma al “nudo gordiano” de “pobreza estructural” que conducía a la exclusión. En resumen, construir un sistema inclusivo y participativo.

El documento era un primer acercamiento a un problema fundamental; un documento de discusión que debía mejorarse. Aun así, iba demasiado lejos para unos, no lo suficiente para otros. La realidad es que se estaba ante dos visiones muy opuestas: por un lado construir un nueva realidad para el país basada en la participación, y por otro la de reducir el Estado y dejar que las fuerzas del mercado fueran las que determinaran el futuro, lo que se estaba haciendo desde 1989. En todo caso, la labor de la Comisión Nacional de Desarrollo fue un esfuerzo importante que dejó valiosa experiencia colectiva.

Ese programa económico que se adoptó tenía entre sus objetivos la reducción del Estado y la reversión de reformas adoptadas en 1980 como la nacionalización de la banca y la exportación del café, el algodón y el azúcar, pero no así, por lo menos en el discurso, la reforma agraria. Esas reformas se habían hecho después del golpe de Estado de 15 de octubre de 1979, en un momento en que la insurrección ya estaba muy desarrollada y el país se encontraba en una situación de caos y violencia. Una de las ideas detrás de esas reformas era claramente contrainsurgente, pues buscaba privar a la guerrilla de apoyo popular para derrotarla o, por lo menos, para evitar que esa insurrección se convirtiera en un conflicto civil aún mayor.  

En el caso de la reforma agraria, la tenencia de la tierra había sido una fuente de tensión permanente a lo largo de la historia del país, pero la gran concentración había comenzado con las reformas liberales de los años 1880 cuando se suprimieron los ejidos y las tierras comunales y se enfatizó la agroexportación, principalmente del café, para insertar al país en la economía mundial.

Muchas personas eran conscientes del impacto de la pobreza y la marginación rural, que fue aumentando con el paso del tiempo, para la seguridad y desarrollo del país y, en 1976, por ejemplo, el gobierno de la época inició una reforma agraria, pero no fue capaz de superar la fuerte oposición que se desencadenó y abandonó el proyecto. 

Ahora bien, ese anuncio y ese posterior abandono del proyecto tuvo el efecto de provocar fuertes frustraciones que se sumaron a las que se venían gestando y acumulando en muchos ánimos desde hacía tiempo. Así, fue un elemento adicional en el proceso de convencimiento de algunos de que el cambio por la vía pacífica era imposible, ya atizada por las tras la elección amañada de 1972 y rematada con la de 1977, y su paso siguiente fue cruzar la línea y tomar las armas.

Para 1980 ya era claro que la violencia que vivía el país no sería un episodio de unos cuantos días como había sido en el pasado, y que se trataba de algo muy diferente: una verdadera guerra civil que duraría mucho tiempo. Así, se buscaron formas de privar a la guerrilla del apoyo del campesinado, y se concluyó que era fundamental cambiar la realidad económica y social del campo a través de una reforma agraria. 

De acuerdo con el estudio Reforma Agraria en El Salvador que Joseph R. Tome presentó en la conferencia sobre Estrategias Económicas Alternativas y sus implicaciones para Centro América que patrocinó el Overseas Development Council y el Colegio de Estudios Avanzados de la Universidad de Johns Hopkins en mayo de 1984, la tenencia de la tierra, de acuerdo con datos anteriores a 1979, era la siguiente: De 1,4 millones de hectáreas de tierras agrícolas, “el 0.75% de todas las explotaciones, cada una con una extensión superior a las 100 has., poseen el 39% de la tierra, mientras que en el otro extremo el 49% de todas las unidades agrícolas, cada una con una extensión menor a 1 ha., poseen menos del 1% de la tierra”. También afirma que “en 1971, sobre un total de 384,540 familias rurales, 112,000 (29%) no tenían acceso a la tierra bajo ningún término; para 1975 el número de familias rurales se había incrementado hasta 407,390, de las cuales 167,000 (41%) no tenían acceso a la tierra”.

Ahora bien, para autores como Manuel Alcántar Sáez (Diez años de conflicto armado entre El Salvador y Honduras), el problema de la relación inversa de la cantidad de la tierra y de la población se vio exacerbado por la organización de la tenencia de la tierra. Así las cosas, según el autor, “Si bien la densidad de El Salvador superaba los 150 habitantes por kilómetro cuadrado, hablar de su exceso de población era relativo; por una parte, el carácter estacional de los cultivos de exportación (café y algodón fundamentalmente) provocaba un fuerte paro temporal en los campos, donde cerca del 33 por 100 de los trabajadores eran temporeros; por otra, la evolución del sistema de tenencia de tierras estaba marcada desde hacía varios lustros por una concentración creciente de la gran propiedad y por la profusión de los minifundios. La distribución de la tierra era, pues, la que originaba el exceso de población”. Así, concluye recordando las palabras del Embajador de Francia y reconocido latinoamericanita Alain Rouquié en el sentido de que “El Salvador era menos un país superpoblado que una nación congestionada”.

Sea como fuere, las reformas de 1980 tenían un componente contrainsurgente y un componente destinado, según sus defensores, a un cambio de paradigma que librara al país de lastres que venía arrastrando y que impedían su desarrollo económico y social. En relación con su dimensión contrainsurgente, la idea era que “No hay nadie más conservador que un pequeño campesino; vamos a criar capitalistas como conejos”, y como declaró el profesor Roy Prosterman, experto en temas agrarios, al cotidiano español El País, “si las reformas son llevadas a cabo con éxito aquí, el movimiento armado de izquierda será eliminado al final de 1980”, una afirmación que claramente resultó ser demasiado optimista.

La otra dimensión de la reforma agraria era transformar la manera en que el agro estaba organizado y lograr la inclusión de las comunidades rurales a la vida económica, social y política del país, remplazando el sistema de latifundios por un sistema de propiedad, tenencia y cultivo de la tierra basado en la distribución equitativa con el respaldado de una adecuada organización crediticia y fuerte asistencia para asegurar que la tierra garantizara la estabilidad económica.

Así, el 5 de marzo de 1980 se aprobó la Ley Básica de la Reforma Agraria que contó con importante apoyo de los Estados Unidos, pues durante el período 1980-1987, de acuerdo con Wim Pelupessy en su escrito The Limits of Agrarian Reform in El Salvador (Los límites de la reforma agraria en El Salvador), la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), invirtió casi $ 300 millones directamente en la reforma agraria. Una cantidad importante, pero bastante menos, como también recuerda Win Pelipessy, que los $ 800 millones de ayuda militar que los Estados Unidos proporcionaron durante el mismo período.

Para algunas personas, con esta medida los Estados Unidos estaban facilitando la entrega del país al comunismo internacional, pero no era así, ya que no se trataba de la primera vez que los Estados Unidos apoyaban una reforma agraria. Lo habían hecho en Taiwán y en Corea y, de acuerdo con Jong-Sung You en su escrito Democracy, Inequality and Corruption: Korea, Taiwan and the Philippines Compared (Democracia, desigualdad y corrupción: Corea, Taiwán y Corea comparados), las reformas agrarias en Taiwán y Corea fueron transformadoras porque sentaron las bases para un sólido desarrollo económico y humano.

Exembajador de El Salvador y exrepresentante del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).  También fue jurado del premio literario Le Prix des Ambassadeurs en París, Francia.

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