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Los Acuerdos de Paz, 33 años después

La reforma institucional y la incorporación legal de la izquierda dieron por cumplido el propósito primario. Desde esta óptica, podemos decir que los Acuerdos sí trajeron la paz.

Por Ramiro Navas

Quien escribe estas palabras tuvo el privilegio de no conocer sobre la guerra civil más que por las memorias de sus familiares y por haber tenido la oportunidad de leer sobre ella varios años después. Cuando nací, en noviembre de 1993, mis padres y abuelos se preparaban para votar en las primeras elecciones que se celebrarían entre fuerzas que la década anterior se estaban enfrentando con balas. Hasta donde me han contado, fui cargado en brazos por mi abuela hasta el centro de votación, todavía bajo la incertidumbre de que realmente no estallara otra vez el conflicto entre los bandos después del conteo de los votos.

Como es sabido, y para buena suerte de todos, la guerra no estalló de nuevo. El Dr. Calderón Sol fue investido presidente tras encarar en una segunda vuelta al primer candidato de la izquierda en democracia, el Dr. Rubén Zamora. Así, pues, la insurgencia ocupo espacios en las instituciones y ni mi abuela ni mis padres volvieron a preocuparse por llevar al niño a votar en los años posteriores.

Treinta y tres años han pasado desde aquel 16 de enero que muchos creyeron impensable. Los niños de los 90s (que hace rato dejamos de ser niños) no conocimos otro país que no fuera el que dejaron los Acuerdos de Chapultepec. Crecimos sabiendo que había un partido de la derecha y otro de la izquierda, y otros partidos chiquitos que a veces estaban cerca de uno y a veces cerca del otro. En la escuela o el colegio un amiguito te preguntaba de cuál partido eras, como si te preguntara si le ibas al Real Madrid o al Barcelona, o si eras del Alianza o del FAS. Y así fuimos creciendo, algunos entre historias y anécdotas de los temidos años de la guerra, y otros sin que nunca les fuera mencionada. O al menos no en voz alta.

Hoy en día, tanto la guerra como los Acuerdos parecieran hechos enterrados en un pasado bien distante. Las nuevas “aspiraciones de modernidad” tienen como fundamento que ni aquel doloroso conflicto ni el complejo proceso que los llevó a su fin sirvieron para nada. Es bastante común ahora escuchar a personas de todas las edades decir que todo aquello fue una farsa, que los sacrificios fueron en vano, que la paz que fue prometida nunca llegó.

Este pensamiento, tan duro como innegable, puede ser parcialmente entendible: es cierto que los años que transcurrieron después 1992 estuvieron bastante lejos de considerarse años de paz. Las condiciones sociales y económicas que avivaron la llama de la guerra en las décadas anteriores mutaron hacia un fenómeno de violencia social que cobró miles de vidas y que puso de manifiesto el fracaso de un orden político que no supo atender dichas causas. Las estructuras delincuenciales rápidamente tomaron el espacio que dejó la ausencia del Estado en los territorios más pobres del país, siempre de la mano con la pobreza, la exclusión, la desigualdad y las terribles deficiencias en cuanto a educación y acceso a oportunidades.

¿Los Acuerdos de enero de 1992 trajeron un ambiente de paz general a El Salvador? Durante estos años se ha repetido esa pregunta, y la respuesta corta e inmediata es que no. Pero ahora viene la pregunta realmente complicada: ¿debían los Acuerdos traerle a los salvadoreños esa sensación de paz completa y duradera? Esa respuesta es más compleja y muy difícilmente se puede encasillar en un sí o un no.

La función política de los Acuerdos era poner fin a la confrontación armada entre el gobierno y la insurgencia y llevar la resolución de los conflictos sobre el poder y sobre la economía al terreno democrático. En ese sentido, la reforma institucional y la incorporación legal de la izquierda dieron por cumplido el propósito primario. Desde esta óptica, podemos decir que los Acuerdos sí trajeron la paz.

Ahora bien, ¿por qué el fenómeno de las pandillas detona precisamente después del fin de la guerra? Existen múltiples investigaciones y estudios que abordan este tema, y que se pueden resumir en que aquellas causas que llevaron a este país a un conflicto armado no fueron abordadas adecuadamente por los actores que después ejercieron el poder. La guerra efectivamente terminó, pero no terminaron ni la pobreza ni la desigualdad. Era predecible que, sin abordar la raíz, sus brotes emergerían en una manifestación diferente, y seguramente más incontrolable y sangrienta.

Aún con todo lo dicho, o quizás por todo ello, los Acuerdos no fueron una farsa. El país que habitamos hoy en día no es un fruto echado a perder por el diálogo de paz: es el resultado de que nadie asumiera la responsabilidad completa de todas las tareas que debían venir después.

Por todo esto, despreciar los Acuerdos de Paz no es un camino para ver hacia adelante. Es la ruta directa para seguir hacia atrás y más atrás.

Analista político

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