Sobre su razón de ser, en su informe la Comisión considera que “según los alcances que los negociadores dieron a los Acuerdos, quedaba entendido que la Comisión de la Verdad debía examinar aquellas prácticas atroces sistematizadas, tanto en cada hecho como desde un ángulo general, puesto que las violaciones flagrantes de los derechos humanos que estremecieron a la sociedad salvadoreña y a la comunidad internacional, no fueron realizadas solamente por personas integradas a la Fuerza Armada, sino también por los insurgentes”.
Los comisionados interpretaron que su labor era, según lo que les mandaron a hacer los negociadores de los Acuerdos de Paz, un elemento fundamental para asentar la paz. Así, declararon en el informe que: “Está claro que los negociadores de paz, querían que esa paz nueva esté fundada, levantada, edificada sobre la transparencia de un conocimiento que diga en público su nombre. Y está claro, también, que ese conocimiento público de la verdad -son palabras textuales del Acuerdo- ‘es reclamado con la mayor urgencia, para que esa verdad no sea instrumento dócil de impunidad sino de justicia, requisito sine qua non en la sincronía de los Acuerdos, en los cuales la Comisión es pieza que lubrica los engranajes”.
En relación con su organización interna, en su artículo La Comisión de la Verdad para El Salvador, el Comisionado Thomas Buergenthal, recuerda la manera en que formaron su equipo de trabajo: “Antes de iniciar nuestra labor, los Comisionados tuvimos que contratar personal para formar un equipo de trabajo. En vista de que las partes en los Acuerdos de Paz habían atribuido gran importancia al carácter internacional de la Comisión, decidimos que este equipo también debía tener una composición internacional. Es así que no se contrató a ningún salvadoreño para trabajar con la Comisión. Más bien, el equipo de trabajo fue integrado en su mayoría por abogados, sociólogos, antropólogos forenses y trabajadores sociales procedentes de otros países latinoamericanos, de los Estados Unidos y de Europa. El número total osciló entre veinte y treinta personas, incluido el personal de apoyo”.
El hecho que no hubiera habido comisionados de nacionalidad salvadoreña le valió una importante crítica, pero en su informe, la Comisión de la Verdad afirma que “Desde el comienzo de su tarea…los Comisionados percibieron el acierto de los negociadores de los Acuerdos, en la trascendencia dada a esta Comisión, y en la amplitud de las prerrogativas de que la dotaron. Percibieron que no se equivocó el Secretario General, al sustraer de idóneos magistrados de nacionalidad salvadoreña el conocimiento de las situaciones reiterativas de violencia y los crímenes atroces de los doce años de la guerra, para preservar la credibilidad de la Comisión, pasando por encima de consideraciones de soberanía al entregar aquellas responsabilidades a tres académicos de otras nacionalidades, en contrario de lo que se hiciera en Argentina y en Chile al término de las dictaduras militares…Por eso, en su primer contacto con los medios de comunicación al llegar a El Salvador, los Comisionados declararon que ‘no eran presionables ni impresionables’: buscarían la verdad objetiva, el rigor de la realidad de los hechos”.
En relación con el financiamiento, en el mismo artículo el Comisionado Buergenthal dice: “El dinero para financiar el trabajo de la Comisión -unos dos millones y medio de dólares- fue donado a un fondo especial de las Naciones Unidas por los Estados Unidos, la Comunidad Europea, los Países Bajos y los países escandinavos. Estados Unidos fue el mayor contribuyente, con una donación de un millón de dólares”.
Sobre la manera en que la Comisión organizó su trabajo, el Comisionado Buegenthal afirma que los “Comisionados…resolvimos que el personal debería residir en El Salvador, donde efectivamente permaneció durante unos seis meses. Debido a compromisos profesionales de diversa índole, los Comisionados no pudimos instalarnos en El Salvador. Optamos más bien por viajar a ese país por lo menos dos veces al mes, en visitas que por lo general duraban una semana o más. Esta práctica continuó hasta enero de 1993, cuando la Comisión en pleno trasladó sus operaciones de El Salvador a la sede de las Naciones Unidas en Nueva York, para finalizar su informe”.
La Comisión también tuvo que considerar el derecho a aplicar porque los Acuerdos de Paz le decían qué hacer, pero no qué principios de ley debía aplicar. En su Informe, la Comisión dice: “El Mandato de la Comisión le encomienda la investigación de graves hechos de violencia, más no especifica los principios de ley que han de aplicarse para la definición de tales actos y respecto de la determinación de la responsabilidad de los mismos. No obstante, resulta evidente que el concepto de graves hechos de violencia, tal como se utiliza en los Acuerdos de Paz, no se da en un vacío normativo y que, por lo tanto, éste debe analizarse en función de determinados principios de ley pertinentes”.
“Al definir las normas jurídicas aplicables a esta labor”, continúa diciendo la Comisión, “cabe señalar que durante el conflicto salvadoreño, ambas partes tenían la obligación de acatar una serie de normas del derecho internacional, entre ellas las estipuladas en el derecho internacional de los derechos humanos o en el derecho internacional humanitario, o bien en ambos. Por otro lado, a lo largo del período que nos ocupa [enero de 1980 – julio de 1991], el Estado salvadoreño estaba en la obligación de adecuar su derecho interno a sus obligaciones conforme al derecho internacional”.
En relación con el derecho internacional humanitario, se trataba del artículo 3 común a los Convenios de Ginebra relativo a conflictos que no revisten un carácter internacional. Ese artículo estipula que: “En caso de conflicto armado que no sea de índole internacional y que surja en el territorio de una de las Altas Partes Contratantes cada una de las Partes en conflicto tendrá la obligación de aplicar, como mínimo, las siguientes disposiciones”:
1) “Las personas que no participen directamente en las hostilidades, incluidos los miembros de las fuerzas armadas que hayan depuesto las armas y las personas puestas fuera de combate por enfermedad, herida, detención o por cualquier otra causa, serán, en todas las circunstancias, tratadas con humanidad, sin distinción alguna de índole desfavorable basada en la raza, el color, la religión o la creencia, el sexo, el nacimiento o la fortuna, o cualquier otro criterio análogo. A este respecto, se prohíben, en cualquier tiempo y lugar, por lo que atañe a las personas arriba mencionadas”:
a) “los atentados contra la vida y la integridad corporal, especialmente el homicidio en todas sus formas, las mutilaciones, los tratos crueles, la tortura y los suplicios;
b) “la toma de rehenes”;
c) “los atentados contra la dignidad personal, especialmente los tratos humillantes y degradantes”;
d) “las condenas dictadas y las ejecuciones sin previo juicio ante un tribunal legítimamente constituido, con garantías judiciales reconocidas como indispensables por los pueblos civilizados”.
2) “Los heridos y los enfermos serán recogidos y asistidos. Un organismo humanitario imparcial, tal como el Comité Internacional de la Cruz Roja, podrá ofrecer sus servicios a las Partes en conflicto…”.
En lo que concierne el derecho internacional de los derechos humanos, instrumentos como el Pacto de Derechos Civiles y Políticos de 1966, y la Convención Americana sobre Derechos Humanos de 1969, que El Salvador había ratificado el 30 de noviembre de 1979 y el 23 de junio de 1978, respectivamente, permiten la suspensión de ciertos derechos “en situaciones excepcionales que pongan en peligro la vida de la Nación y cuya existencia haya sido proclamada oficialmente” (Pacto), o “en caso de guerra, de peligro público o de otra emergencia que amenace la independencia o seguridad del Estado” (Convención Americana), pero también estipulan que hay derechos que no pueden suspenderse bajo ninguna circunstancia; lo que algunos especialistas han llamado el “núcleo duro” de los derechos humanos.
De acuerdo con el Pacto, no puede suspenderse el derecho a la vida; la prohibición de torturas y penas crueles, inhumanas o degradantes; la prohibición de la esclavitud y la servidumbre; la prohibición de encarcelamiento por no cumplir una obligación contractual; la prohibición de ser condenado por actos u omisiones que en el momento de cometerse no fueran delictivos según el derecho nacional o internacional; el reconocimiento de la personalidad jurídica; y la libertad de pensamiento, de conciencia y religión.
Por su parte, la Convención Americana es clara en que no puede suspenderse el derecho a la vida; el derecho al reconocimiento de la personalidad jurídica; el derecho a la integridad personal; la prohibición de la esclavitud y la servidumbre; el principio de legalidad y de retroactividad; la libertad de conciencia y religión; la protección de la familia; el derecho al nombre; los derechos del niño; el derecho a la nacionalidad; los derechos políticos; ni las garantías judiciales para la protección de estos derechos.
Exembajador de El Salvador y exrepresentante del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). También fue jurado del premio literario Le Prix des Ambassadeurs en París, Francia.