Quisiera decirles que el 16 de enero de 1992 yo celebré los Acuerdos de Paz con euforia. Pero no. Durante los últimos años he tratado de recordar qué hice ese día. Recuerdo que hubo asueto, recuerdo haber visto la firma en la televisión, recuerdo en la tarde haber ido a tomarme un café con mis amigos y que hubo fuegos artificiales. Y el 17 de enero de 1992 fui a trabajar como cualquier día. Y , como todos los días, mi compañero de desayuno era mi padre
Me encantaría, ahora que se ha vuelto moda acusar a alguien de terenga o arenazi, poder decir que en treinta años tan siquiera cuidé urnas. Bueno, ni eso, por más que me lo pidieran. No le hallaba la lógica al despertarme a las 3 a.m. para estar sentada en una Junta Receptora de Votos. Ser derecha estaba terminantemente prohibido en casa. La izquierda eran para mi “los malos” de mi niñez. El veintiúnico partido de centroizquierda (CDU), por el que votaba vez tras vez por conciencia sin que nunca llegara a nada, no me necesitaba. Ni cuando sortearon por DUI me tocó. Totalmente apolítica, me dediqué a estudiar educación y, como hobby, política, lo que me ganó dar una clase de gobierno en una escuela bilingüe, donde convencí a muchos de mis alumnos de las ventajas del socialismo europeo.
Así que aquí tienen a esta “niña bien”, que da clases en escuelas privadas y que lee, y que en una universidad salvadoreña, donde van personas de todos los trasfondos y todas las clases sociales (mi padre se aseguraba que mi educación fuera “democrática”) empezó a conocer gente que no pensaba como ella. Y empezó a oír historias. Primero de la guerra: de mi amigo el guerrillero que estuvo en las montañas, de mi amiga cuya familia eran intelectuales de izquierda y a quien sacaron medio dormida de la cama y cuando se dio cuenta estaba en Hungría de refugiada. De repente, la niña bien perdió un trabajo, porque su hermana era parte de las dos marchas blancas y se enfrentó a la cruda realidad de los hospitales nacionales. Y de repente, llámenle Dios o la vida, estoy oyendo historias del otro lado, de los “malos”: de los niños masacrados en El Mozote, de la sangre que hizo que el Sumpul se volviera rojo…
Entonces empecé a contar estas historias en mis círculos de amigos, mayormente de derecha, donde ya de por sí era rara por ser apolítica, y literalmente hubo gente que me de dejó de invitar a sus reuniones.
Un día alguien abiertamente me dijo que me callara, que “así nunca iba a encontrar novio” (la erró). Pero, debajo de esas explosiones de cólera, tambén había historias de dolor. La familia del Sr. Embajador Archibald Gardner, que nunca encontró su cuerpo. Las familias de los japoneses de INSINCA. La tragedia de la familia Poma -ninguna cantidad de dinero vale la vida de un familiar, a menos que no se tenga sentido de familia.
Al final, todo se resumió para mí en una clase de Justicia Restaurativa donde, entre el selecto grupo de alumnos con sus trajes bien puestos, uno explotó cuando el catedrático abrió la boca y gritó “que no quería oír hablar de eso porque a su hermano lo había matado la guerrilla”. Inmediatamente, otro trajeado saltó vociferando que “él tampoco porque la derecha había matado a su párroco”. Esto 27 años después, en un salón de clase, entre adultos. Así de abiertas están las heridas, aún. Pero lo increíble fue que ambos hablaron en el receso. Y de entonces en adelante se notó un aprecio real. Imagínense que ocurriría si esto fuera lo normal, no la excepción a la regla.
Cuando le conté el incidente a un amigo mío, me dijo: “Carmen, sabés, el problema de El Salvador es que la objetividad es tan grande como la distancia de la uña al dedo y la tolerancia aún menos”. ¡Cuánta razón tiene! Y si no me creen, fíjense en algo tan común y corriente cómo un accidente de tránsito: en el 90% de los casos es porque uno de los dos no quiso ceder la vía. Lo lógico sería, a estas alturas, hablar. Contar la verdad. Sanar las vidas de los que aún lloran parientes. Total, mucha gente de esa generación está muriendo. Yo no entiendo por qué no queremos enfrentar nuestra historia, buscar la verdad y la justicia restaurativa.
Este 16 de enero de 2023, treinta y un años después de los Acuerdos de Paz, es doloroso ver que, a pesar que tuvimos todas las herramientas para que este país siguiera esa ruta de “la paz a la dicha suprema”, no ocurrió. Puedo hacerles análisis de un montón de aciertos y desaciertos de cada gobierno en el poder desde 1989, puedo hablar de casos que quedaron impunes como el de Katya Miranda. Leyendo mis diarios viejos (los escritos por mí, no los rotativos) veo cómo la violencia que debió haber dejado de existir en el país, nunca dejó de existir. Y a cada cosa que diga, alguien siempre va a tener la culpa menos…
…menos nosotros. ¿Se han fijado?
Porque construir la paz SÍ es responsabilidad de un gobierno, pero lo es también del ciudadano. Si algún día llegamos a poder contar la historia del conflicto armado de una manera objetiva y reconocer los pecados de ambos lados, quizás, entonces, los Acuerdos de Paz tengan sentido. Pero, por el momento, no estamos listos. Y, probablemente, ni yo, ni muchos que buscan justicia para sus seres amados, vean al país listo.
La historia tiene una manera de hacer justicia al correr de los años. Esperemos que, en algún momento, para los miles y miles de víctimas la haya y ellos la vean, no sus descendientes. Esperemos que algún día podamos decir:
“De la paz, en la dicha suprema,
siempre noble, soñó El Salvador.
Fue obtenerla su eterno problema.
Conservarla es su gloria mayor…”
Educadora.