Me pregunto ¿qué pensarían José Matías Delgado y sus heroicos compañeros si despertaran de su sueño eterno y fueran transportados al centro de San Salvador?
En sus tiempos era otro el talante de las personas. Todo ha cambiado. Los ideales de la Revolución Francesa, que tanto influyeron en las ideas independentistas de América, también mudaron, y de aquella tríada: libertad, igualdad y fraternidad, parecería que solo va teniendo vigencia uno de sus elementos: la libertad.
Pero la concepción de la libertad también ha cambiado en la medida en que ha ido siendodespojada de su connatural contraparte: la responsabilidad. De tal modo que, como se trasluce en el discurso libertario moderno y en el talante de bastantes personas, de una libertad al servicio de los demás, hemos pasado a otra equivalente a autonomía, en tanto ausencia de constricciones para poder hacer, cada uno, lo que venga en gana.
La libertad –ya desligada de sus dos compañeras francesas, la igualdad y la fraternidad y de su connatural compañera clásica, la responsabilidad- se ha convertido en el concepto central de nuestras sociedades.
Sin embargo, la constatación de los problemas sociales que razonablemente parecen surgir de un ejercicio ilimitado de la libertad en la política y en la economía, así como los daños provenientes de ahogarla por medio del poder político, llevan inevitablemente a cuestionar la validez actual de la política como vehículo exclusivo para la solución desituaciones de injusticia.
Ni el socialismo, por muy aguado que se presente, ni el economicismo puro y duro, anexo a concepciones extremas del liberalismo, ni el autoritarismo, garantizan esta respuesta de la política; de ahí que sea necesaria una vía de medio para dar con la llave que abra la puerta de la solución a muchos problemas: la solidaridad.
Habiendo recorrido camino desde la emblemática caída del muro de Berlín, y después de superada la euforia de una buena parte de la población del mundo, que de pronto encontró en sus manos una libertad por estrenar, algunos han llegado a creer que las posturas que fían todo a la economía y/o el poder político, son las únicas sobre las que podría asentarse la organización de una sociedad.
Son los mismos que parecen pensar que la solidaridad es un invento de los débiles para lograr salir adelante en un mundo sumamente competitivo. Esto no es verdad. La solidaridad responde a una de las más profundas peculiaridades del ser humano: su capacidad de compasión (que en sentido literal significa “con-pasión” o sentir con el otro), que a su vez es fruto de la convivencia.
En estos días en que resuenan con más frecuencia las notas del Himno Nacional y se exaltan la Patria y la Independencia, parece oportuno reflexionar acerca del sentido último de esa libertad conquistada en 1821, y considerar cómo –si queremos “saludar a la patria orgullosos, de hijos suyos podernos llamar”- tiene poco que ver con la autonomía personal y la actitud del “sálvese quien pueda” que a veces parece regir nuestra más o menos caótica sociedad.
La Patria necesita de nuestra solidaridad como el cemento necesita el agua. Se es solidario cuando se vive para la familia, cuando se ponen al servicio de los demás los propios talentos, cuando se piensa en función del vecindario, los colegas, los amigos; cuando se es consciente de que todas nuestras actuaciones tienen influencia en nuestros conciudadanos.
Una sociedad solidaria es todo lo contrario a un conglomerado de individualidades cerradas sobre sí mismas, ligadas unas a otras únicamente por intereses económicos o políticos. Entre la omnipotencia y omnipresencia del Estado, que marchita al individuo, y la exaltación absoluta del yo, que desprecia e ignora a los demás, está la solidaridad, cuyo resultado es convertir la independencia de cada uno, a fin de cuentas, en una conciencia eficaz de interdependencia real de todos con todos.
Ingeniero/@carlosmayorare