Hablemos hoy de algo muy concreto, tal vez no tan trascendente, pero sintomático para lo que vive el país. Siempre hablamos de los temas grandes y escandalosos, que ocupan la atención de la gente, de las redes sociales, de los medios: la manera como se está rompiendo la constitucionalidad; el régimen de excepción permanente; la corrupción gubernamental; la pérdida de confianza en la justicia...
Pero hoy hablo de un asunto que demuestra cómo el avance de la autocracia está llegando a los escalones más cotidianos de la vida del país. Resulta que ahora es en Casa Presidencial donde se van a decidir las excepciones a la legislación que protege el patrimonio histórico y cultural de la nación. Es ahí donde, según una reciente reforma a la ley, se establece una oficina llamada Dirección de Trámites de Construcción, que puede quitarle la protección a cualquier edificio o monumento que por ley está protegido. El poder centralizado de la presidencia alcanza un grado casi total –y ciertamente absurdo.
Esta reforma permite que cualquier parte del patrimonio cultural de la nación puede ser alterada, modificada o incluso botada, con tal que Casa Presidencial lo ordene.
Están retrospectivamente legitimando la barbaridad que hicieron con el Palacio Nacional, cuando lo adaptaron a los planes del presidente en su segunda entronización el 1 de junio de este año. Ya no tendrán que operar ilegalmente, como lo hicieron antes, cuando se les ocurrió botar manzanas enteras del Centro Histórico, porque el presidente quería una plaza nueva o un centro cinematográfico moderno. Con esta reforma, centralizando los permisos en Casa Presidencial, podrán hacer lo que quieren con su proyecto de “revitalización” del centro, que no es otra cosa que desplazar -y es necesario expropiar- a los dueños legítimos a favor de la nueva mafia inmobiliaria alrededor de la familia presidencial.
Sin que nos hayamos dado cuenta, y ciertamente sin debates y consultas previas, el poder de la presidencia se extiende a todos los ámbitos, incluso los administrativos y técnicos. El futuro de nuestro patrimonio será decidido en CAPRES, según los gustos e intereses de su inquilino. Si a él se le ocurre que el monumento a la Constitución, nuestra querida Chulona, debe ser sustituido por una estatua de don Armando Bukele Kattán, puede hacerlo. De todos modos, la señora Constitución ya no está de moda en la Nueva República. Si quiere cerrar el MUNA, el Museo Nacional de Antropología Dr. David J. Guzmán, para incorporarlo al complejo de Casa Presidencial, como ya se rumorea, lo puede hacer. De todos modos, la arqueología, que es la razón de ser de este museo, ya está clausurada por el Ministerio de Cultura, y el MUNA sirve de sala de té del gobierno.
El poder presidencial sobre la futura cara del país, de sus ciudades y hasta de sus playas se consolida con el nombramiento de Luis Rodríguez (el oportunista por excelencia que inmediatamente se puso a las órdenes del presidente, luego de haber jurado que “con Bukele jamás”) como jefe de la OPAMSS, que controla los permisos de construcción ya no sólo en el Gran San Salvador, sino en la franja costera de La Libertad.
Además, todos los proyectos de construción en los municipios están centralizados en la Dirección de Obras Municipales en el MOP.
El camino está despejado para cualquier megaproyecto que al presidente se le ocurra para transformar el país de acuerdo con sus intereses, sus gustos y su insaciable egomanía. Es una característica de todos los dictadores. Hitler, Stalin, Mussolini y Franco cambiaron la cara de sus ciudades con arquitectura monumental que ahora parece abominable e inhumana. Nuestro gobernante impone su obsesión con las luces Led, y su primer monumento es la Biblioteca Nacional convertida en parque de atracciones.
Ojalá que por lo menos los pueblos históricos del interior -como Suchitoto, Ataco, Alegría, La Palma, Comasagua, Izalco, Nahuizalco, Panchimalco, para sólo nombrar los más famosos- logren mantener el control local sobre su patrimonio cultural.
Saludos,
Paolo Lüers