La vivienda de los hermanos González Gutiérrez, construida alrededor de 1930, aún conserva su fachada de lámina troquelada, madera y bahareque, aunque esta parece que está siendo aplastada, como dentro de una prensa de banco, por las dos edificaciones vecinas más contemporáneas.
"La gente siempre piensa que acá no vive nadie", cuenta Marta Alicia González, una de los dos únicos habitantes de la casa ubicada en la 4ª calle Oriente en el barrio San Esteban.
Ella tiene 74 años, y su hermano José Raúl Gutiérrez, el otro habitante, tiene 72. Ellos viven en este vulnerable inmueble desde que nacieron; se criaron y ahora sobreviven.
La vivienda fue construida por sus padres, en un terreno propio, en los años 30 del siglo pasado, nueva era una casa bonita, no muy ostentosa, pero estaba en un vívido barrio de aquel entonces, lleno de casas hechas de la misma forma como la de los Gutiérrez, que por sus materiales y diseños constituían lo más vanguardista y moderno para la época.
Luego empezaron a acontecer una serie de desgracias, algunas propiciadas por el paso del tiempo, que fueron marcando el destino de la familia. Por ejemplo, Marta Alicia, la única mujer de cuatro hermanos que nacieron en ese hogar, recuerda que el techo de teja se desplomó en el terremoto del 2001 por que nunca había recibido mantenimiento adecuado.
Su hermano José Raúl trato solito de volver a levantar la estructura hecha con una unas vigas gruesas de madera densa de árboles que ahora son escasos, pero por lo complicado del trabajo para una sola persona y la escasez de recursos económicos para pagar a personas expertas en construcción, quedó desde entonces varada la reparación.
Lo que queda de esta vivienda es considerado patrimonio cultural y por eso no han podido demoler algo que ya parece insalvable. Tras la triste fachada se esconde un muro de bloques de concreto que sostiene un techo en mal estado.
La agonía de la casa
Todo empezó a desmoronarse desde el fallecimiento de tres de los hermanos mayores. Uno murió por una hernia que no recibió atención médica, a otro lo mató el alcoholismo y el último murió por su edad y un largo listado de complicaciones en su salud. Ellos aportaban el dinero que sostenía vivas las paredes de la casa. Sin ellos, y con lo poco que ganaba Marta y José, empezaron a dejar que la casa fuera muriendo también poco a poco.
El terremoto del 2001 dio un duro golpe al inmueble, pero el peor sucedió siete años después cuando murió la anciana madre, la matriarca, que aún vivía junto a sus dos hijos restantes, y eso fue otro impacto más trágico que el sismo. Marta nunca se recuperó bien de esa pérdida porque su mamá era su mejor compañía y la única persona a la que le podía confesar cualquier cosa.
"Cuando mi madre se fue, sentí que en esta casa ya nada fue igual. Dejó un gran vacío en mí, y junto a mi hermano no teníamos ninguna fuente de ingresos. Tocó empezar a hacer mandados y pedir en la calle". Los rostros de Marta y José lucen siempre cansados. José contribuye a la economía del hogar haciendo mandados para comercios del barrio. Son trabajitos que los comerciantes dan a José más bien por caridad que por necesidad. Le dan entre 50 centavos a un dólar por cada tarea, como por ejemplo ir a comprar algún material. De esa forma logra reunir seis dólares en un día.
Por otra parte, Marta en sus mañanas hace trabajo de hogar. Llena como puede tres cubetas de agua para limpiar los pocos espacios transitables de la casa, los demás están llenos de escombros y cosas inservibles. Mezcla el agua con lejía para eliminar el olor de sus gatos. El servicio de agua de ANDA no se lo han cortado, pero acumulan una mora considerable de años.
El piso de la casa es de cemento y con partes de tierra desnuda, que cuando llueve se convierte en un lodo resbaladizo. Por lo bajo que está el techo, los hermanos deben agacharse para no golpearse con las pocas vigas de madera que sostienen las láminas y tejas que quedan y que parecen que se van derrumbarse en cualquier momento sobre sus cabezas.
A las 11 de la mañana Marta sale y camina alrededor de un kilómetro y medio hasta un supermercado de la Calle Rubén Darío, se sienta en las gradas de la entrada y se pone a mendigar. "De cora en cora o de dólar en dólar, hago mis diez a doce dólares en el día" cuenta la anciana y con ese dinero compra latas de sardinas, frijoles, azúcar tortillas, queso, lejía, detergente, jabón, comida para sus varios gatos y un dólar de candelas, ya que en la casa no tiene electricidad desde hace mucho tiempo. "¡Aunque sea para comer sacamos!"
En la calle Rubén Darío se mantiene hasta las 8 de la noche y luego se va a casa, donde su hermano la espera para que puedan cenar. A esa hora ya tienen encendidas dos candelas para poder diferenciar los objetos de la oscuridad. Los colchones donde duermen están deteriorados, el techo no protege bien de la humedad de la lluvia y con cada invierno se van pudriendo cada vez más y se ven incómodos para descansar. Los hermanos nunca tuvieron un trabajo formal y no reciben ninguna pensión ni ayuda económica de otro familiar. "La pobreza y la aflicción nos enferma", lamenta Marta.
El único trabajo remunerado que tuvo Marta en su vida fue de vendedora durante la época de la guerra civil; distribuía por tiendas de zonas populosas pastas para hacer refrescos naturales tradicionales, como tamarindo y horchata. El mismo conflicto armado generó que la empresa para la que trabajaba quebrara y despidiera a sus trabajadores.
Desde entonces, Marta vendió de todo de forma ambulante en la calle Rubén Darío. Tenía cierto éxito con ganchos de alambra para ropa, pero todo se acabó cuando en 2022 la alcaldía de San Salvador empezó a desalojar todos los comercios informales y ambulantes de esa vía. "No me animo a comprar mercancía y hacer venta porque vienen los del CAM, le quitan a uno y no lo recupera ya. Es inversión perdida. Mejor me quedo así".
Marta desconoce su estado de salud actual. Solo sabe que tiene miopía en los ojos en un nivel avanzado, puesto que asegura que solo ve todo borroso. También le aqueja un dolor de rodillas cuando pasa mucho tiempo parada o camina largas distancias, como la que hace todos los días cuando va a pedir limosna a la Calle Darío. Los hermanos de la tercera edad esperan ayuda de gente altruista que pueda apoyarles económicamente, que les ayuden a reconectar la energía eléctrica o restaurar el techo, que se niega a desplomarse por completo, para no sufrir más la lluvia.