A Iris Velásquez casi le da un ataque cuando, en octubre del año pasado, fue al mercado del vecino municipio de Santiago de María, en Usulután. La coliflor, que había estado comprando a 75 centavos de dólar, hoy valía $2.50. Había triplicado su valor. Pasó lo mismo con los tomates: antes a 10 por un $1, ahora solo le ofrecían 4 por la misma cantidad.
Ella no sabía que eso era el resultado de una crisis que no era ni siquiera de El Salvador. Era una consecuencia del convulso momento político que vivía Guatemala, donde multitudinarias protestas cerraron las calles de ese país, imposibilitando que circularan hacia El Salvador los camiones con la verdura importada.
Los precios ya bajaron respecto a esos días. Pero para alguien como Iris, que vive en el rural cantón Llano Grande de Jucuapa, Usulután, que un alimento suba su valor tiene un fuerte impacto en su vida.
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Su esposo gana $160 al mes como conductor en la ruta 14 que viaja desde Santiago de María a El Triunfo, en Usulután. El gasto en comida, calcula Iris, es de unos $120 al mes. Su esposo también es agricultor. No tiene tierras propias, por lo que alquila para sembrar. El año pasado, las sequías y la tormenta Pilar les dejaron solo 8 quintales de maíz y en torno a 50 libras de frijoles. Esto les debe durar al menos hasta que vuelvan a cosechar.
“A veces nos alcanza para el año. A veces no. Entonces tenemos que comprar. Le fiamos a un señor que vende aquí cerca”, dice.
En 2023, El Salvador fue el país de Centroamérica en el que los alimentos subieron su precio con más velocidad a pesar de contar con una economía dolarizada, en el que la moneda no pierde rápidamente su valor. Por eso, un caso como el de Iris no es exclusivo de la zona rural. O de una sola clase social en el país.
A continuación presentamos cinco historias de salvadoreños en diversas condiciones, que se han visto afectados por el aumento en el costo de la vida o en el cambio en sus circunstancias.
Al borde de la pobreza
En El Salvador, se está a la pérdida de un empleo de distancia de bordear la pobreza. María tenía un buen trabajo. Al menos hasta 2019. Era ejecutiva en un banco. Entonces tenía una vida holgada: a los ingresos de su empleo se sumaban las ayudas de sus abuelos y sus tías.
Tras divorciarse, llevó con soltura la crianza y educación de su hijo, a quien pudo pagarle una buena academia de cocina. Incluso, dice, pudo darse el lujo de que ingresara en un centro de enseñanza para aprender el deporte que le gustaba.
Pero todo cambió ese 2019, cuando, a los 52 años, la despidieron de su empleo. Sus abuelos y tías, que también representaban una ayuda, murieron. El mundo se le vino abajo. Pero no hubo tiempo para lamentarse. Había que buscar una salida. Entonces vino la pandemia de 2020 y encontró la oportunidad de montar un negocio de venta de cajas de cerveza por pedido a domicilio.
La ayudó a levantarse y a sobrevivir. Ahora tiene una tienda en la exclusiva colonia en la que pudo comprar una vivienda cuando las cosas iban bien. Además de productos como gaseosa y boquitas, vende tortillas y pupusas.
Pero, por lejos, no está percibiendo los ingresos que tenía antes de 2019: con todas las ventas, en un mes bueno puede ganar el 40 % de su antiguo sueldo. Y con el costo de la vida un 25 % más alto. Ahora, vive en el día a día.
“No sé cómo van a estar dentro de un mes las cosas. Ahora pienso y repienso para hacer un gasto. Mejor no me pongo a inventar y gasto lo justo. Antes me podía comer un buen pedazo de carne. Ahora, mejor verduras, unos rellenos, de vez en cuando pollo”, dice.
Las cosas, debido al costo de la vida, no están mejorando. Debió despedir a una de las dos empleadas que le ayudaba a hacer tortillas y pupusas para mantener el negocio a flote.
Cuando ya no alcanza ni para comprar huevos
Celina tiene 43 años. Hace 15, perdió un trabajo formal cuando la empresa en la que estaba hizo un recorte de personal por la llegada de Mauricio Funes al poder. Desde entonces, no consiguió un nuevo empleo, a pesar de intentarlo. Celina vive en Panchimalco, un pintoresco pueblo cerca de la capital, San Salvador, aquel que se contempla desde la recientemente engalanada Puerta del Diablo.
Ayer le pagaron 20 dólares de 15 bordados que realizó. Parte de estos los destinó a comprar la comida para su mamá y ella. Cuidan cada centavo. Por eso hacen sus tortillas de maicillo, cuya libra cuesta 5 centavos menos que la de maíz.
“A nosotros nos gustan, tiene buen sabor”, aclara. También pudo comprar algunos macarrones y salsas. Para economizar, ella y su madre comen solo dos veces al día, a las 10 de la mañana y a las 3 de la tarde.
En un día normal, la dieta consiste, por ejemplo, en un breve pedazo de aguacate, frijoles, dos tortillas y café para el desayuno. Para el almuerzo, frijoles y macarrones.
Los huevos dejaron de ser parte habitual de su dieta. Antes podía adquirir 7 con un $1. Ahora le dan solo 4. Y ni hablar de la carne o el pollo. Ni siquiera las pupusas.
“Siento que la vida se ha encarecido más en los últimos años. Antes yo podía comprar alguna cartera nueva. Ahora todo se va en la comida”, dice Celina, quien también se dedica a vender ropa usada. Gracias a esta actividad, junto a los bordados a domicilio que realiza, logra reunir unos $60 al mes. Eso lo destina casi todo en pagar comida.
Dice que le cuesta bordar por problemas en la vista. No puede adquirir unos lentes porque no ha podido reunir los $15 que le piden en una fundación.
Celina no cuenta con agua potable en su casa, al menos de la provista por ANDA. Debe abastecerse del servicio que un médico local da al caserío, llevando agua desde un nacimiento. En esta comunidad hay unas 230 viviendas. Por eso, comenta Celina, tienen el servicio tres días a la semana y solo por un par de horas en la noche.
Carolina también vive en Panchimalco, cerca del casco urbano. Tiene 30 años y tres hijos. Uno en camino. Por su embarazo, decidió dejar un trabajo que tenía en un comedor en el centro de San Salvador, por el que le pagaban $10 al día. Como Celina, incluso los huevos han dejado de ser parte habitual de su dieta. Deben conformase con frijoles y queso.
“Si compramos una libra de pollo, nos dura para un tiempo. En cambio una libra de frijoles abunda más”, comenta. Dice que todo se ha encarecido de un par de años para acá, y pone como ejemplo que no hace mucho podía adquirir una botella de aceite por 75 centavos de dólar. Ahora no encuentra una por menos de $2.
La madre de Carolina echa tortillas, en una actividad que deja poco. Ella lo explica: se gastan $7 en el maíz, más $3 en la leña, más $1.25 en el molino. Cuando venden todo eso, obtienen un poco más de $12. No hay margen de ganancia.
“Pero, dice ella, al menos hacemos las tortillas que ocupamos para comer de allí. Y eso siempre lo comemos”, asegura.
Carolina dice que, en lugares como Panchimalco, no hay muchas oportunidades para trabajar. Ella, por ejemplo, aparte del trabajo en el comedor en San Salvador, estuvo como empleada doméstica. Quiere que eso cambie para sus hijos.
“Nosotros no pudimos estudiar porque éramos muchos. Pero mis hijos sí lo van a hacer. Al menos para eso lo voy a dar todo”, sentencia.
La siempre difícil vida en el campo
José Araujo es un agricultor en el cantón Llano Grande de Jucuapa, Usulután. Tiene una pequeña parcela en la que siembra todos los años.
En 2023, debió compartirla con su hermano, que no encontró un terreno. Por ello, pudo sembrar apenas tres tareas, lo que equivale a unos 1300 metros cuadrados.
“Yo saqué poquito, como un medio (unas 33 libras) saqué”, dice. Como en el caso de tantos otros, los productos ricos en proteína han salido de su dieta diaria.
Los puede consumir de vez en cuando. Por ejemplo, cuando una de sus gallinas da huevos o cuando deciden sacrificar a una. Incluso las verduras se han convertido en una cuesta hacia arriba, con el aumento de precios. Eso aunque vayan a buscarlas hasta la muy comercial Santiago de María, ubicada a unos kilómetros.
José Araujo, además de trabajar su propia tierra, se emplea como jornalero en todo tipo de actividades en las cercanía. En los tiempos de siembra, alquila su tiempo y su esfuerzo a otros que tienen la posibilidad de contratarlo. Unos $10, cuando hay trabajo, es lo que puede sacar.
No muy lejos de allí vive Iris Velásquez. Ahora ha podido hacer algo diferente, que rompa con la monotonía de una dieta basada en frijoles, macacarrones y queso. Encargó unas flores de izote, con las que hizo unos rellenos. Los va a utilizar para su familia y para compartirlo con los hombres que ahora reparan la desgastada madera de su hogar.
Iris solo puede comer pollo o pescado de vez en cuando, cuando llega su cuñado, quien trabaja para la Iglesia Católica en Santiago de María. Cuando puede visitarlos, también los apoya con alimentos.
Iris es ama de casa, pero también ha logrado montar un negocio de venta de sorbetes, que le permite costear lo que usan sus tres hijos para su educación. Espera que los precios en los alimentos no sigan subiendo.
“Cuando la comida se pone más cara, uno sufre, porque no puede dejar de comer”, dice Iris.