Los números son contundentes. En El Salvador, hoy se produce mucho menos comida que en el pasado. Sus ciudadanos dependen, cada vez más, de lo que viene de fuera de las fronteras. Menos granos básicos, menos carne, menos leche. Incluso menos café. Pero, entre todos los productos agropecuarios, hay uno que goza de cada vez mejor salud. Es la caña de azúcar. Según los cálculos de la Asociación Azucarera de El Salvador (AAES), para el ciclo 2023-2024, se producirán 65 millones de quintales de caña, unos 7.5 millones de quintales de azúcar.
El azúcar es un cultivo con vocación exportadora. Solo un pequeño porcentaje es para el mercado local. Por ello, para tener una idea al centavo de su evolución, hay que revisar las cifras de ventas al exterior, que son precisas.
En una revisión de los datos de exportaciones de los últimos 30 años del Banco Central de Reserva (BCR), es posible comprobar que el sector ha tenido un crecimiento sostenido con los años. Si la comparación se hace por periodos de un lustro, precisamente el tiempo de la gestión de un presidente, se observa que hay un crecimiento en torno a los 9 millones de quintales entre gestión y gestión.
Por ello, la administración de Nayib Bukele es aquella en la que más se ha exportado azúcar: 57.61 millones de quintales. ¿En qué se ha basado el éxito del sector y que diferencia a este de todos los demás productos agropecuarios?
Las claves. Las diferencias.
El sector del azúcar se divide en dos partes diferenciadas. Una es la industrial, la relacionada con los ingenios, poderosas empresas centralizadas que son, a fin de cuentas, las que se encargan de extraer el producto final y venderlo al exterior. Apenas son cinco en el país.
La otra parte es la de los productores, los que siembren la caña. Son muchos más y, por tanto, no cuentan con el poder de su contraparte, con la que tienen que negociar. ¿Qué los protege de sufrir abusos de parte de los gigantes comercializadores, cuál es el escudo con el que no cuentan los demás productores agropecuarios?
Óscar Orellana es el presidente de la Asociación de Productores de Caña (PROCAÑA). Explica que, a diferencia de los granos básicos, la carne o el café, ellos cuentan con una ley, aprobada en 2001, que reglamenta su mercado.
En esencia, gracias a este cuerpo normativo, cada productor tiene la certidumbre de cuánto recibirá al final de la cosecha, pues el precio de venta se establece desde el inicio.
En el maíz, por ejemplo, quien siembra emprende un viaje parecido al de una pequeña embarcación en el océano: más adelante puede encontrarse con climas enemigos, de escasez de precipitaciones o de exceso de estas; con la elevación en los precios de los insumos; o con que, cuando ya el grano esté listo, lo que le ofrezcan en el mercado no cubra ni sus costos.
Cada ciclo, por tanto, los ingenios y los productores llegan a acuerdos. Incluso se reglamentan los precios de los insumos y otros gastos asociados a la siembra. Esto construye un mercado seguro y, por tanto, incentiva a que los actores continúen en éste.
Según Orellana, que el productor cuente con una norma que le garantice sus derechos les permite invertir para mejorar y tecnificar sus procesos, para sacarle más provecho la tierra. De esto es resultado que, en la misma extensión en la que se cultivaba en 1998 (unas 80,000 hectáreas), ahora se produzca más. En concreto, el doble.
“Es un sector ordenado por una ley. Da la certeza de que nadie va a pasar por encima de ella, que no le van a quedar debiendo después de que usted entrega su producto. Aquí, después de 14 días, usted tiene su cheque, porque los ingenios pagan cada catorcena”, dice Orellana, quien es consciente de que la de los otros productos del sector agropecuario no es la misma realidad.
“Desgraciadamente, los productores de granos básicos, porque no existe algo que reglamente, muchas veces están expuestos a los abusos de los coyotes. A veces ellos entregan su producto y no les pagan en tiempo. A veces pasan meses”, comenta Orellana, que sabe, también, que la caña cuenta con una mayor resistencia que otros cultivos a los estragos del mal clima.
Esta certidumbre, que les ha permitido evolucionar en sus procesos, también ha posibilitado que se mejore la planta. Según Mateo Rendón, coordinador de la Mesa Agropecuaria Rural e Indígena, antes, la caña era un cultivo semipermanente. Es decir, que lo que se sembraba servía para dos años.
“Con los años, los productores han sido listos y han ido mejorando la planta. Ahora podemos hablar de un cultivo permanente, porque lo que uno siembra le sirve para ocho años. En un gran salto y un gran ahorro de costos”, dice.
El azúcar también es un producto protegido en otro sentido: las importaciones están limitadas en el país. Una realidad distinta a la del resto: en el quinquenio del presidente Nayib Bukele, por ejemplo, se han comprado fuera de nuestras fronteras más maíz, carne, verduras y frijoles que en las gestiones de sus predecesores.
Para Luis Treminio, presidente de CAMPO, la introducción sin controles de producto del exterior distorsiona el mercado, en desmedro del agricultor salvadoreño: en el extranjero, tienen costos mucho menores de producción y cuentan con subsidios de sus gobiernos.
“Volvemos a insistir, aquí se ahoga al productor, que es el que de verdad arriesga, y se premia al importador y al comercializador, que lo único que necesita para su operación es tener mucho dinero”, opina.
La caña, según el dirigente gremial, tiene otra ventaja por sobre los demás cultivos: cuenta con las mejores tierras, parejas y planas. Los granos básicos, como el frijol y el maíz, se siembran, en un gran porcentaje, en laderas.
La sociedad civil
Otra de las ventajas del sector azucarero es la existencia del Consejo Salvadoreño de Agroindustria Azucarera (CONSAA), que cuenta con una importante participación de la sociedad civil en la conformación de su junta directiva.
La presidenta es la ministra de Economía y el vicepresidente, el ministro de Agricultura y Ganadería. Pero hasta allí termina la participación del gobierno, pues el resto de la junta está conformado por tres miembros de los productores y tres miembros de los ingenios. Así, con una participación equilibrada, se asegura que cada actor cuente con una voz que vele por sus intereses. El sector de los trabajadores también debería estar representado, pero eso es un asunto por revisar.
Antes de la aprobación de la ley, en 2001, el mercado no era regulado y cada ingenio pagaba lo que mejor le parecía a los productores.
“Es un trabajo en equipo entre los productores y el ingenio. Norma el desarrollo del cultivo. Impide ese montón de desigualdades”, dice Orellana, de PROCAÑA.
Incluso en su posibilidad de incidir en su mercado, la realidad de los otros productos agropecuarios es distinta. Según Luis Treminio, de CAMPO, que aglutina a decenas de miles de pequeños agricultores, la de su sector es una voz que no se escucha. Por años han insistido, a la Asamblea Legislativa y al Ejecutivo, en una normativa que tendría como vértice la creación de una reserva estratégica de granos básicos que se conformaría, en la medida de lo posible, por producto nacional.
“Esto le permitiría a las autoridades un montón de cosas, como establecer precios de referencia desde el inicio del ciclo, para que los comercializadores paguen al productor lo justo; también regular los precios del mercado, cuando se pongan demasiado caros, se saca producto de esa reserva. Todos ganamos”, dice Treminio.
Pero, año tras año y gestión tras gestión, la respuesta es el silencio.