Cuando el autobús se dirigía por el Bulevar José Luis Bustamante y Rivero y Alameda Juan Pablo II, adelante del Correo, los pasajeros del vehículo pensaron que acababan de atravesar un bache de extraordinarias dimensiones, un poco más grande de los que actualmente abundan en esta capital. Eran las 11:48 de la mañana de ese soleado viernes 10 de octubre de 1986.
La confusión creció más cuando se especulaba que el vehículo había atropellado a alguien y los cambistas de dólares, al igual que vendedores ambulantes y gente que se encontraba en las paradas de buses de las cercanías de la central postal, corrían de un lado a otro y un viento fuerte invadía el área.
Sin embargo, fue enorme el asombro de todos cuando simultáneamente el Palacio de los Deportes pareció cobrar vida y querer incorporarse como un gigante, a la vez que se escuchaban retumbos y un ruido extraño, parecido al de un cohete de feria que sube “chiflando”.
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Así lo relataba a EL DIARIO DE HOY una de las personas que viajaban en un autobús de la ruta 44, cuyo motorista no dio crédito a las suposiciones de los pasajeros sobre un atentado o ataque terrorista y decidió introducirse en el centro de San Salvador.
Hay que comprender que en el autobús no estaban abordando nuevos pasajeros, por lo que no existía comunicación entre las personas del exterior y quienes iban dentro de la unidad. Ninguno de los pasajeros sabía exactamente lo que ocurría afuera, sólo podían suponer cosas.
A medida que el autobús ingresaba al centro, los pasajeros especulaban mayormente con la idea de que se trataba de un enorme atentado guerrillero -como estallidos de granadas en las calles, que eran comunes entonces-, que hacía que casas antiguas cayeran y edificios de construcción en apariencia fuerte se hundieran, amenazaran con desplomarse o quedaran inclinados o agrietados.
Asimismo, de los establecimientos comerciales salían heridos o golpeados dependientes y compradores; en las aceras, los vidrios de los aparadores yacían hechos pedazos, escombros obstruían el paso y los cables del tendido eléctrico caían sobre el pavimento.
En un negocio, a un señor le cayeron encima varios botes de pintura y quedó sangrante y pintado de amarillo; de un comedor salía una mujer con un cortadura en el brazo y requirió de un torniquete para que cesara la hemorragia; otro hombre tenía herida la cabeza.
Algunas personas corrían despavoridas, ansiosas de abordar un autobús o un automóvil de alquiler y llegar rápido a casa para saber del estado de los familiares.
Empero, no todo San Salvador estaba destruido. Muchos edificios de construcción reciente permanecían, si no intactos, en pie y sólo habían sufrido daños menores tales como el deterioro de puertas, aparadores, de los productos que se encontraban en estantes o los empleados habían caído al piso por la fuerza del temblor y estaban levemente golpeados o eran presa de los nervios.
El autobús se dirigió a la 1a. Calle Poniente, donde al igual que en otras arterias, un congestionamiento vehicular que comenzaba en las proximidades del hospital Rosales impacientaba más a quienes querían llegar rápido a sus hogares…
Quince minutos más tarde (12:12 p.m.) otro sismo sacudió la capital y la gente corrió a ponerse a salvo en calles anchas, lejos de edificios o añejas construcciones o estrechos tramos como el del antiguo edificio del Banco Central de Reserva.
Los pasajeros se agolpaban en las puertas de los autobuses para salir, ya que a ambos lados de las calles había edificios que amenazaban con desplomarse y caer sobre los vehículos: muchos hombres y mujeres lloraban, rezaban salmos, el Padrenuestro y suplicaban al Altísimo que no ocurriera una desgracia mayor.
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El autobús de la ruta 44, que había tomado ya la Calle Arce, iba repleto de personas, algunas de las cuales estaban a punto de sufrir crisis nerviosas, otras pedían calma a las demás o se consolaban mutuamente.
Entretanto, los semáforos dejaron de funcionar. Por momentos, los agentes de tránsito y soldados que se encargaron de dirigir el tráfico se veían impotentes para realizar tal labor, pero no desistieron y evitaron que debido al pánico hubiera choques múltiples.
Si bien el primer temblor fue muy violento, las réplicas (cada 10 o 15 minutos) terminaron de derrumbar el populoso edificio Rubén Darío en la calle del mismo nombre y propiciaron el hundimiento del Gran Hotel San Salvador atrás de la Catedral y del edificio Dueñas, frente a la Plaza Barrios y los bancos Hipotecario y de Crédito Popular.
Entre el pánico y la incertidumbre que provocaban réplicas cada vez más violentas, como si un monstruo gigantesco aplastara y trepidara las calles de San Salvador, la gente luchaba hasta con las uñas para rascar los escombros y sacar a los sobrevivientes de las estructuras colapsadas.
Los internos de los hospital Rosales y centros asistenciales vecinos en su huida corrieron dos cuadras abajo o en dirección al parque Cuscatlán.
En el centro de San Salvador, una brisa suave soplaba, limpiando el ambiente de la nube de polvo que se abatió sobre la ciudad, en medio de edificios, locales comerciales, bancos y oficinas públicas.
En los barrios viejos y la periferia capitalina sur otro tanto ocurría ante el desplome de muchos mesones y casas de construcción antigua o deficiente. Esa tarde y noche parecieron una eternidad…
“Extraña manera de cobrar consciencia de la magnitud de una catástrofe como la que ha golpeado a San Salvador, desde un autobús; imagino que algo igual es lo que ocurre cuando en lugar de mirar las tragedias del mundo a través de una ventanilla de autobús, las vemos sentados frente a la pantalla de un televisor”, reflexioné conmigo mismo.