“Me llegaron a capturar en el segundo mes de régimen de excepción, eran cinco policías que me dijeron que los acompañara al puesto que querían hacerme unas preguntas, pero solo era el inicio del infierno que viví durante siete meses.
Ya en el puesto policial me dijeron que iba a quedar detenida por extorsionista y querían que les firmara unos papeles donde decía que yo cobraba la renta. Al siguiente día, me llevaron a las bartolinas de una delegación. Ahí comenzó la humillación.
Me tomaron fotos con un grupo de muchachos y me dijeron que sería acusada de organizaciones terroristas, cosa que no es cierto, yo nunca he tenido ningún trato con los “muchachos”; eso sí, yo he estado organizada para la defensa de los derechos laborales. Quizás ese ha sido mi delito.
Ahí me metieron en una celda pequeña, en las que había unas 20 mujeres; me dijeron que tenía que bañarme y cambiarme, pero hasta ese momento mi familia aún no me había llevado nada.
Otras mujeres que estaban ahí, desde hacía dos o tres días antes que yo, me dijeron que no me afligiera, una me dio una camisa, otra un short y otra me dio unos “sapos” (zapatos tipo Crocks).
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Por la falta de espacio unas están en la “nube”, prácticamente es una camisa que sirve de hamaca y que se van colgando en diferentes niveles para poder descansar. A mí me tocó acomodarme con las que estaban sentadas en el suelo.
Yo pensé que iba a pasar varios días ahí, pero no porque ese mismo día me llevaron junto a otras capturadas para el penal de mujeres que está en Ilopango.
Al llegar el impacto fue muy grande para mí. En la bartolina usted tiene esperanza de salir, pero llegando al penal uno sabe que es difícil.
Lo primero que hicieron fue obligarme a bañarme desnuda junto a todas las mujeres que iban ingresando; de ahí pasamos por escáner y una revisión de nuestras partes íntimas para ver si no llevábamos algo adentro.
Cuando entré me quedé “ida” cuando vi el montón de mujeres tiradas en el piso de cemento, más que todo la mayoría llorando, haciendo sus necesidades en cubetas, una era para las heces y otra para los orines. A ese lugar le llamaban la galera.
En la galera dormí durante 15 días a la intemperie solo con la ropa que tenía puesta; ahí estuve bajo el agua, el sol o lo que viniera.
Algunas se quejaban de algún dolor, algunas padecían de artritis, a otras les daba calambres porque no había espacio para moverse. Ahí no se dormía, se lloraba, no había calma; ahí nos dábamos ánimos una a la otra.
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Cuando hicieron el conteo supe que solo en la galera estábamos 930, pero allá por julio se empezó a “poblar” porque entraban desde 25 a 100 mujeres por día.
A las que se declaraban “activas” y otras que eran familiares de los “muchachos” las ubicaban en otro sector.
Fuimos aumentando hasta que éramos unas 1,700 sólo (capturadas) en el régimen; después de eso hicieron un traslado para Jucuapa. Había una compañera que no quería que la trasladaran, pero un custodio le pegó con la macana.
En la galera las encargadas eran internas, algunas eran repugnantes y a veces ellas le hacían la vida a uno más difícil. Ellas decidían a quién mandaban a castigar en el calabozo (celdas de castigo).
A veces había altercados entre las mismas compañeras. Un día se llevaron a dos jóvenes al calabozo porque se pelearon por un papel higiénico. Ahí es un encierro total. Una parece que padecía problemas del corazón y no aguantó: murió.
Eso lo supimos porque la otra involucrada en la pelea salió del calabozo a los ocho días y nos relató lo que había pasado. No sabemos si le dieron razón a la familia o cómo está esa situación. Pero nunca lo volvimos a ver.
Recuerdo bien que la que murió era una muchacha morena, pero aunque se veía muy normal de la cabeza, parecía que tenía problemas mentales. Tenía unos 25 o 27 años.
Las encargadas de la galera eran mujeres que ya habían cumplido una condena ahí en el penal, pero por el régimen las habían vuelto a encerrar, por eso conocían el movimiento de todo.
Cuando los custodios no querían escuchar bulla o cuando andaban de mal humor nos tiraban gas lacrimógeno.
Muchas mujeres se desmayaban y aunque gritáramos: ¡emergencia! no pasaba nada. El custodio si quiere llega ante los gritos o si quiere no llega. Había mujeres discapacitadas, de la tercera edad que caían. Era tremendo y sin medicamento, porque no había nada.
Me sentía muy impotente porque no podía hacer nada para ayudarlas; yo decía en mi mente: “si hay infierno, es esto”.
Para defecar y orinar ponían unas cubetas y cuando se iban llenando se iban a tirar como a un tragante y solo se echaba agua para volver a usarla. Es lo más antihigiénico que he visto en mi vida.
Para bañarnos al principio nos daban tres “guacaladas” pequeñas de agua, no había más y con la misma lavaba su calzón para no andarlo “tostado”.
Nos daban el tiempo contado para bañarnos y si nos pasábamos nos castigaban. Para que nos pudiéramos bañar todas, a veces, las rondas comenzaban a las dos de la mañana.
Vi castigos severos. Mujeres que eran colgadas de una mano con las esposas en la tela ciclón por 24 horas y quedaban a penas en puntillas. La mano se les ponía totalmente morada.
Vi a una muchacha que colgaron, estaba embarazada y tuvo una hemorragia. La custodia fue bien ingrata, le tiró agua helada de la pila. Es bien doloroso ver esa realidad.
Después de la primera audiencia me trasladaron para el sector B, ahí estuve cuatro meses. Fue duro cuando me encerraron en esa celda. Varias compañeras lloraban, yo cerraba los ojos para no verlas.
Ahí una duerme junto a la otra, no se pueden ni mover. A mí me tocó dormir en una colchoneta en el suelo. Una compañera se cayó del catre y golpeó a una que estaba abajo, le afectó la columna.
Las condiciones no eran mejores de cuando estábamos en la galera y la única diferencia es que no dormíamos a la intemperie, pero el hacinamiento era terrible. Ahí ya teníamos acceso a servicios sanitarios, había una pila y un lavadero.
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Era difícil, pero mantenía la esperanza pensando en mis hijos, cerraba los ojos y los imaginaba a ellos y pensaba que yo tenía que salir en algún momento porque no he cometido delito. Yo nunca me separé de Dios y le pedí día a día que cuidara de los míos afuera.
Yo imaginaba que iba a salir y los iba a abrazar, eso me daba fuerza para seguir adelante.
Allá por junio o julio, no recuerdo muy bien porque uno va perdiendo la noción del tiempo, la iglesia católica llegó por primera vez. Creo que fue un jueves en la tarde. Hicieron una misa y nos dieron un pan y fresco.
Uno ahí busca la paz de Dios, busca un alivio. Yo me alegré y esa misa me dio esperanza de que un día íbamos a salir ahí. Ellos nos llevaron algunos libros.
Esa misa trajo cambios, como a los tres días llegó la iglesia cristiana, llegó una hermana a predicar y luego comenzaron los programas.
La que quería hacer ejercicio, la que quería leer podía hacerlo y otras ayudaban en la cocina. Las mismas reclusas condenadas nos daban aliento a las otras que estábamos ahí por el régimen de excepción.
Pero un encierro mata, porque mata, pero mata a pausas.
Pasamos de vernos solo las caras a hacer otras cosas y por lo menos ya nos dormíamos cansadas y sentíamos más corta la noche.
También llegó una donación de medicamentos, no sé si fue la iglesia o si fue otra institución, pero le empezaron a dar medicina a las que llevábamos a la clínica.
Luego nos trasladaron al penal de Apanteos y ahí las cosas mejoraron un poco para nosotras, aunque estábamos hacinadas, pero teníamos agua.
Pasé en encierro durante siete meses hasta que me hicieron una audiencia especial y me dejaron medidas sustitutivas; además me alargaron el proceso de investigación para un año”.