“Este es el momento”, declaró con vehemencia el entonces presidente Francisco Flores, enfundado en una chumpa oscura de cuero y flanqueado por su ministro de Defensa, general Juan Antonio Martínez Varela, y el director de Policía, Mauricio Menesses.
Ese 24 de julio de 2003, Flores anunció que se declararía el Estado de Excepción y se emitirían leyes para castigar a personas por la sola pertenencia a las pandillas, algo como lo que ahora está haciendo el régimen de Bukele y que en su momento también fue retomado por sus predecesores Antonio Saca, Mauricio Funes y Salvador Sánchez Cerén, sin lograr el propósito de erradicar ese flagelo.
Flores desplegó así el primer plan Mano Dura desde la colonia Dina, un sector del sur de San Salvador asediado por la pandilla 18. Para entonces, al menos 100 personas morían al mes a manos de pandilleros, que llegaban al sadismo de torturar y descuartizar a sus víctimas.
“He instruido a la Policía Nacional Civil y la Fuerza Armada a que juntos rescaten estos territorios y pongan bajo las rejas a los líderes de estas pandillas”, declaró Flores, quien sentenció que ni los menores de edad pandilleros escaparían a la represión.
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Pero el plan enfrentó la condena y cuestionamientos de organismos de derechos humanos, por excesos tales como hacer capturas masivas en barrios y colonias y por detener a personas por tener tatuajes o expresarse por señas, por lo cual hubo un caso de un sordo al que las fuerzas de seguridad apresaron por hacer lenguaje de señas.
El plan de capturas masivas se estrelló en los tribunales a la hora de “individualizar” o probar reo por reo que realmente habían cometido delitos, porque no se podía sustentar la acusación y el delito que se les atribuía finalmente, que era asociaciones ilícitas, tampoco se fundamentaba.
Al final, el plan limpió varios barrios y colonias, pero no tuvo el éxito esperado en otros y, sobre todo, en el área rural.
Al año siguiente, al llegar su sucesor, Antonio Saca, al poder, prometió un plan de Súper Mano Dura para reprimir a las pandillas, pero también una Mano Amiga para ayudar a reinsertarse en la sociedad a quienes quisieran desertar de tales grupos, además de fundar la Policía Montada para patrullar el campo.
Los salvadoreños siguieron sufriendo el flagelo de las pandillas, que dispararon los casos de extorsiones y hasta secuestros. La Policía fundó unidades élite como el Grupo de Operaciones Especiales (GOPES) para hacerles frente, pero necesitaba armas legales más drásticas.
El entonces ministro de Seguridad, René Figueroa, y el director de la Policía, Rodrigo Ávila, propusieron declarar “terroristas” a las pandillas, pero recibieron el rechazo de jueces y de organismos de derechos humanos, que alegaron que la calificación de terrorista tenía una raíz política. Diez años después, la Sala de lo Constitucional terminó haciéndolo.
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En 2007, se fundaron tribunales antimafia o contra el crimen organizado para juzgar a clicas enteras, pero esto no frenó el engrosamiento de las filas pandilleras.
Para entonces, se decía que había 30,000 pandilleros, a los que había que sumar a sus familias, otras 60,000 personas, que también colaboraban en sus crímenes de una u otra manera.
En 2009, al asumir el gobierno de Mauricio Funes, se relajan las medidas contra pandilleros y se permite trasladar al “Sirra” del Penal de Máxima Seguridad al de Gotera, con restricciones más laxas. Esa misma noche, pandilleros de las clicas de Santa Tecla desatan una serie de robos de autos, secuestros y violaciones, que costaron la vida a una ingeniera en sistemas, una licenciada en laboratorio clínico y un estudiante de medicina.
Pero lo que más golpeó a la sociedad fue el incendio de un bus con pasajeros en la colonia Jardín, en Mejicanos, obra de pandilleros de la 18, al año siguiente.
El gobierno de Funes emitió una tímida ley antimaras e intervino los penales con la Fuerza Armada.
En 2012, anunció que se convertía en “facilitador” de una “tregua” entre las pandillas que, si bien redujo las listas de homicidios, no evitó que los pandilleros siguieran matando y enterrando a sus víctimas en fosas clandestinas.
La “tregua” se vino abajo y, en 2014, a llegar Salvador Sánchez Cerén al poder, es recibido con ataques de pandilleros a delegaciones de policía, a lo cual el gobierno responde con fuego y se reporta la muerte de centenares de pandilleros en diferentes “enfrentamientos”, pero tampoco esto acabó con el flagelo de las pandillas.
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En la actualidad, funcionarios del gobierno de Bukele han sido acusados por Estados Unidos de pactar con las pandillas y, como en tiempos de Funes, se redujeron los homicidios, pero se siguen descubriendo cadáveres en fosas clandestinas y se evita extraditar a cabecillas de maras, como lo ha solicitado el gobierno estadounidense.
Como en la gestión de Flores y Saca, hoy se emplea la “mano dura” y, como durante Flores, Saca y Funes, se lanzan leyes o paquetes legislativos antimaras.
La gran pregunta ahora es: ¿funcionarán las medidas que prácticamente se están reciclando, o quedarán como “más de los mismos de siempre”?