En medio de un terreno donde se cosecha milpa, se observa la silueta de tres personas trabajando en la construcción de un pozo. Ellos comenzaron desde temprano, para terminar pronto la obra y poder cobrar lo antes posible al cliente.
Al mediodía, hacen una pausa para almorzar. Aquiles, el padre de los otros dos hombres que le acompañan, comienza a llorar al ver la comida: son huevos revueltos, crema y pan francés. Es mucho más de lo que probablemente pueden comer sus otros tres hijos, que están detenidos en el penal La Esperanza, conocido como Mariona. Los dos hijos que están trabajando junto a Aquiles también estuvieron presos en la misma cárcel, pero fueron liberados hace dos meses.
Los liberados salieron de prisión bajo medidas dictadas por el juez, por lo que cada 15 días deben ir a firmar al Centro Judicial Isidro Menéndez, en San Salvador, para demostrar que no andan prófugos. Para proteger su identidad, llamaremos en esta nota a los hermanos como Chepe y Antonio, ya que temen ser reconocidos y volver a prisión, por dar su testimonio.
La familia Rivera siempre ha sido muy unida. La comunidad los conoce porque realizan los trabajos como jornaleros, albañiles y otros oficios, siempre juntos.
Ellos llegaron hace 12 años desde Zacatecoluca al municipio de Santa Clara, San Vicente, huyendo del acoso continuo de pandilleros, quienes exigían a los hermanos que se unieran a ellos.
Mercedes, esposa de Aquiles, comenta que su hijo Chepe llegó varias veces bastante golpeado tras negarse a colaborar con la pandilla. Incluso llegaron a amenazarlo con asesinarlo. Pero lo que obligó a la familia a migrar y abandonar su hogar, fue el asesinato de un nieto de Aquiles, quien tiene otros tres hijos con su primera pareja. Ese nieto fue desmembrado tras decir no a unirse a la mara. “Antes que nos hicieran algo más, mejor nos fuimos de allá”, comenta Aquiles.
La familia decidió mudarse a un terreno de la madre de Aquiles, en un cantón de San Vicente, pero no esperaban el rechazo de los pobladores del lugar.
Por ser forasteros, comenzaron a ser hostigados y denunciados de cualquier acto delictivo que ocurriera en la zona, por lo que la Policía Nacional Civil comenzó a perseguirlos. Los hijos de Aquiles fueron maltratados física y psicológicamente durante años por agentes.
Chepe cuenta que, en una ocasión, un agente le tiró piedras cuando se dirigía a trabajar a una milpa. “¡Vamos a hacer un pozo clandestino y ahí los vamos a enterrar a vos y a tus hermanos!”, fueron las palabras que un policía le gritó a Chepe en esa ocasión. Desde entonces, nunca se sintieron seguros.
El régimen y las capturas
El régimen de excepción comenzó a finales de marzo de 2022 y pronto la familia empezó a ser blanco de la policía local. El mayor de los cinco hermanos fue el primero en ser capturado. Un mes después, detuvieron a Chepe y Antonio.
Ambos comentan que antes de sus arrestos, ya habían sido registrados por policías, pero estos les dijeron que no tenían de qué preocuparse, ya que ellos son conocidos por ser trabajadores. Pero esas palabras no tuvieron efecto.
“Yo miraba cómo los mareros se llevaban a algunos a la esquina y los golpeaban hasta casi matarlos”, narra Chepe.
Un agente de la PNC, el mismo que había capturado al hermano mayor un mes antes, se acercó a los hermanos cuando estos regresaban de trabajar en el repello de las paredes de una casa. El policía les dijo que venía a llevarse a Antonio, alegando que este tenía una orden de captura.
Chepe protestó e inmediatamente le pidieron sus documentos. El agente hizo una llamada por el radio para verificar el número de DUI. “Ese no tiene nada, pero vos llévatelo”, comenta Chepe que escuchó decir de una voz al otro lado del radio. Lo esposaron y se lo llevaron junto a su hermano, porque también tenía una supuesta orden de captura.
Llegaron a la delegación de San Vicente, aún con la ropa de trabajo llena de restos de mezcla de cemento. Dos agentes los reconocieron en el lugar y pidieron al policía que los había llevado que los dejara libres, porque ellos no son pandilleros. El agente ignoró el pedido.
Los dos hermanos estuvieron encarcelados unos días en un módulo de la delegación junto a otras personas, entre ellos pandilleros, quienes al reconocer que los hermanos no eran de los suyos, amenazaron con vapulearlos.
Los policías, al ver que en el grupo había “civiles” y pandilleros, decidieron partir el grupo en dos, para evitar alguna tragedia. “Yo miraba cómo los mareros se llevaban a algunos a la esquina y los golpeaban hasta casi matarlos”, narra Chepe.
¡Bienvenidos al infierno!
Chepe y Antonio fueron trasladados en buses repletos al penal La Esperanza. Al entrar, les ordenaron que debían descender del bus con las manos en la nuca, bajar la cabeza, caminar agachados y correr lo más rápido posible. “¡Bienvenidos al infierno, hijos de puta!”, narra Antonio que les gritó un custodio.
No es el único empleado de Centros Penales que Chepe recuerda, otros se encargaron de propinarle golpes de macana en distintas partes de su cuerpo, como una bienvenida a los nuevos. “A algunos los golpeaban en la cabeza hasta reventársela, a mí me pegaron en el abdomen y las costillas”, rememora.
En las celdas, donde cabían 30 personas, había más de 100. Los hermanos no compartieron celda, pero estuvieron en unas que no estaban muy alejadas la una de la otra, por lo que se veían cada vez que salían por registro de la celda o algunos sábados, cuando les daban 15 minutos de recreo fuera de las celdas abarrotadas. “Hermano, comé lo que te den, tenés que vivir”, recuerda Chepe que le decía su hermano Antonio.
La falta de comida fue la peor tortura que recibieron. A veces esta olía mal por descompuesta y las raciones eran pequeñas. Recibían dos tiempos de comida: desayuno y cena. Les entregaban un recipiente plástico con frijoles o macarrones y tres tortillas bastante delgadas, eso lo debían compartir entre cuatro personas. Todo el tiempo estaban hambrientos.
Se salía muy poco de las celdas. Además de los recreos semanales, iban a las salas de teleaudiencias o al cuarto de las pruebas de polígrafo. Esos momentos se aprovechaban para pasar hurgando en los basureros por restos de comida que tiraban los custodios y llevarlos para compartir con los demás reos.
A la cárcel llegaban investigadores de la PNC a hacer interrogatorios. Después de varias visitas, y comprobar que los detenidos no eran pandilleros, estos policías llevaban pan dulce para regalar, un gesto humano por el que los hermanos están profundamente agradecidos. “¡Esos días eran una gran bendición! Para uno acá afuera, un pan dulce no es la gran cosa, pero allá adentro era un gran regalo”, comenta Antonio.
El encargado de hacerle el polígrafo, según comenta Chepe, fue una buena persona con él y su hermano, ya que siempre les daba ánimos y les decía que pronto saldrían del penal.
“Te aseguro que pronto vas a estar con tu familia” recuerda que decía el investigador. Un día de esas sesiones de polígrafo, mientras hacía su turno, escuchó que alguien lo llamaba; era su hermano mayor, que había sido detenido un mes antes, pero había estado en el penal de Izalco y de ahí trasladado a Mariona.
Su hermano mayor comenzó a llorar sin control, preguntaba si no habían detenido a su papá. Chepe le pidió que se calmara; si los custodios lo veían llorando, lo podían golpear. Se reunieron en otras ocasiones durante los recesos de 15 minutos.
Durante el tiempo de encarcelamiento vieron morir a otros reos que estaban enfermos y no tenían las medicinas que necesitaban. Cuando estaban graves, los sacaban del penal y ya nunca regresaban. Antonio vio morir a un hombre al caer desde lo más alto de las repisas donde dormían apiñadas tres personas. El hombre se desangraba en el suelo y los custodios no llegaron a pesar de los gritos de auxilio de los demás reos.
“Llamen y griten auxilio solo cuando alguien esté muerto, de otra forma no voy a venir”, recuerda Antonio que dijo un custodio.
Libertad a medias
Antonio fue liberado después de cuatro meses en Mariona. La madre de Antonio recibió una llamada diciéndole que llegara a las bartolinas de San Vicente, ya que ahí dejarían en libertad a su hijo.
Antonio y otros hombres fueron transportados en bus hasta las bartolinas, pero de San Salvador. Al no tener a nadie que lo esperara en la calle, la familia de otro liberado lo llevó a casa. Antonio creó varias amistades en prisión, algo que era muy necesario para encontrar apoyo y hacer más llevadera la estadía.
Los padres de Antonio quedaron impactados al verlo tan delgado y sin cabello. “No reconocí a mi propio hijo hasta que lo escuché decir ‘¡mamá!’ ”, recuerda Mercedes, que luego lo abrazó, lo tomaba del rostro y lo besaba. Antonio recuerda justo eso, que su madre lo abrazaba, lo tomaba del rostro y lo besaba sin parar.
Chepe también quedó libre a los quince días. En esa ocasión, Mercedes sí se encontraba afuera de las bartolinas de San Salvador, pero tuvo que acampar uno días porque no sabía el día exacto que saldría del penal su hijo.
Al llegar a casa, se encontró con la triste noticia que también sus otros dos hermanos también habían sido capturados.
Actualmente, el hermano mayor ya casi cumple un año en preso, y los otros dos hermanos ocho meses. Para la familia es una preocupación incesante que no los deja dormir, ya que conocen en carne propia cuáles son las condiciones del encarcelamiento. Temen que se encuentren muy mal de salud o que hayan muerto y no les han avisado.
Ante este temor, Mercedes y alrededor de otras 100 personas llegaron el 23 de febrero a la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, a exigir al Estado que les de alguna prueba de vida de sus seres queridos. Hasta el momento, no han recibido respuesta.
Antonio y Chepe intentan continuar con su vida. Trabajan con su padre haciendo de todo. Incluso han sido empleados por el Fovial para obras en carreteras. A Antonio lo pararon unos policías y le preguntaron por qué estaba libre. Les presentó documentos que demuestran que no tiene antecedentes penales después de salir de Mariona. Los policías le dijeron que anduviera con cuidado, porque, si recibían alguna denuncia, se lo volverían a llevar.