Mayo de 1980. Tropas del Ejército se desplegaron por el centro de San Salvador y catearon las principales ventas de discos de vinil para decomisar la música folclórica andina que consideraban “subversiva”.
Lo más insólito fue que los militares -lo violentos y corruptos, no los sensatos y progresistas-, bajo las órdenes de la tercera Junta golpista que se decía “revolucionaria” pero de corte fascistoide, alegaron que querían frenar los mensajes subliminales o directrices secretas del “comunismo internacional” que había en la música, aunque entre lo decomisado iba mucha música andina de quena, charango y bombo que eran eminentemente instrumental.
Decenas de soldados de verde olivo provistos con fusiles G3, comandados por oficiales cachuchudos de ceño fruncido, entraron a las tiendas de discos y cogieron los “long plays” que creían que tenían “consignas de izquierda” o “mensajes en clave”, sin siquiera escuchar si realmente eran “subversivos”. ¿Mensajes en clave en música instrumental de quena?, se preguntaba la gente…
El decomiso comenzó en la 4ª. Avenida Norte, en el Mercado de Discos y Discohits, siguiendo con Discolito, la Casa Rivas, Kismet y otros establecimientos de la zona del parque Morazán, el Hula-Hula y el antiguo Telégrafo, ahora la agencia de una telefónica.
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Fue así como en ese “valiente” golpe a la cultura arrasaron con la música de Víctor Jara, Mercedes Sosa, Silvio Rodríguez y otros cantantes que ahora se escuchan con normalidad, pero también la salsa de Rubén Blades, por canciones como “Tiburón” y “Plástico” que cuestionaban al sistema y a la juventud superficial y alienada de entonces.
La paranoia verde olivo
No contentos con eso comenzaron a detener en el centro de San Salvador y en las colonias a los jóvenes que usaban pantalones verde olivo ajustados, con varias bolsas y cómodos que estaban de moda, conocidos popularmente como “comandos”, así como los tradicionales vaqueros “jeans”.
Luego cerraron sin ningún miramiento ni sustento legal el periódico El Independiente, que era un muy crítico hacia la Junta de facto y sus funcionarios. Un incendio consumió las instalaciones del periódico La Crónica del Pueblo y las antenas de la radio YSAX, la Voz Panamericana, la radio de San Romero, fueron dinamitadas en varias ocasiones.
Esas mismas calles habían sido escenario de la represión de los cuerpos de seguridad contra militantes de organizaciones populares como el BPR, el FAPU, las LP-28 y otras. Fresco estaba todavía en la mente de los capitalinos el asesinato de San Romero y el desparpajo que se produjo en su entierro por disparos hechos por desconocidos en medio de la plaza Barrios colmada de fieles.
Ocurrencias por decreto
La proscripción de la música latinoamericana fue otra de las ocurrencias hechas decreto por la junta de gobierno integrada por civiles y militares que llegó al poder tras el golpe de Estado contra el general Carlos Humberto Romero en 1979 efectuado por militares jóvenes que posteriormente fueron marginados por la Junta.
De hecho, a poco de haber tomado posesión la junta, ese mismo octubre la Policía de Hacienda disolvió a tiros un desfile bufo que organizaron la Asociación General de Estudiantes Universitarios (AGEUS) y otras agrupaciones en el Centro de San Salvador.
La junta, que ejercía como poder ejecutivo y legislativo a la vez, gobernaba por decreto, es decir, lo que se les ocurría lo hacían ley y se cumplía, como lo hicieron decretando la Reforma Agraria y la estatización de la banca y del comercio exterior entre febrero y marzo de 1980. De un plumazo, los ejecutivos y el personal de los bancos pasaron a ser empleados públicos y a portarse como tales, sin trabajar sábados y domingos.
Hasta mayo de 1980, las expresiones culturales de protesta o del folklore latinoamericano se habían sobrepuesto a la represión, aunque el régimen de Romero había logrado que se cerrara el espacio “¿Qué pasa en el mundo?” en la YSAX, con Guillermo Cuéllar y grupos como Yolocamba Itá, así como la música de Carlos Mejía Godoy, Los Guaraguao, Joan Manuel Serrat y Mercedes Sosa.
Como los programas volvían, la respuesta eran las bombas a las antenas de la radio o capturas de personas que era delatadas en los vecindarios por oír las homilías de San Romero, los editoriales de la YSAX o la música folklórica. Llegó a ser pecado andar oyendo música con una grabadora de casetes al hombro o tener discos de música folklórica latinoamericana en las casas, que eran constantemente cateadas por las tropas en los barrios y colonias de San Salvador y el interior.
Era delito tener música de Nueva Trova o protesta, así como poesía de Roque Dalton o Ernesto Cardenal, ser radioaficionado de Banda Ciudadana (CB) o escuchar clandestinamente las radios Venceremos o Farabundo Martí en FM.
En octubre de 1979, las instalaciones de La Prensa Gráfica y El Diario de Hoy fueron dinamitadas.
La inseguridad era tal que no había día de Dios que no se encontraran cuerpos torturados o degollados en las calles y en El Playón, mientras decenas de madres recorrían cuerpos de socorro y morgues buscando a sus hijos.
Miles de salvadoreños comenzaron a irse ilegalmente hacia los Estados Unidos. Cientos de personas se aglomeraban frente a las oficinas de Migración, entonces en la 13ª. Calle Poniente, cerca del Mercado de San Miguelito, en espera de que les dieran el pasaporte para poder salir del país. Comenzó una campaña con la canción del español José Luis Perales, “no hay que marcharse lejos para ver el sol brillar… tu país con sus virtudes y sus defectos…”, para disuadir el éxodo, pues hasta entonces la ida de salvadoreños al Norte no era masiva. Demasiado tarde… Tres millones se fueron desde entonces.
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Sólo en 1984, por la presión ciudadana, se permitió a las radios transmitir música de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés y otros exponentes de la Nueva Trova cubana, pero sólo la “música vivencial” (poética), no la revolucionaria.
Daniel Rucks abrió en la Radio Femenina un programa dominical llamado Latinoamericanto, con música de la Nueva Trova, de Mercedes Sosa, Los Guaraguao y otros, pero debió clausurarlo después de la ofensiva de 1989.
En abril de 1988, el gobierno de Duarte permitió que se celebrara frente a la Catedral el Primer Festival Un canto por la paz, con soberanía e independencia en El Salvador, que reunió a íconos de la música latinoamericana como el Quinteto Tiempo, Adrián Goizueta, Tiago de Mello, Amparo Ochoa y otros, así como grupos locales tales como Cutumay Camones y Güinama.
Ese mismo año vino Alberto Cortez, cantó en la Universidad Nacional y expresó que ese era el mismo deseo del catalán Joan Manuel Serrat, quien no podía venir.
La censura total volvió a entronizarse en los años siguientes, sobre todo tras la ofensiva de noviembre de 1989 hasta firmarse los acuerdos de paz en enero de 1992.
El último decomiso de música fue en 1990, en un estudio en el edificio Colón, frente al parque Barrios. Cuatro décadas después se gobierna por decretos emanados por el Ejecutivo que la Asamblea aprueba ipso facto, se criminaliza el uso de tatuajes, la elaboración de grafitis en paredes y se amenaza a los periodistas hasta con 15 años de cárcel por difundir notas que se crea que contienen mensajes de pandillas, generando censura y autocensura. Hay redadas indiscriminadas y caen justos con pecadores. Las madres andan de comisaría en comisaría buscando a sus hijos, tienen que preparar o presentar hasta 18 documentos para gestionar su libertad.
Lo mismo sucede en los Estados totalitarios, en los cuales se criminaliza todo. Como dice el cantautor cubano Carlos Varela en su composición Memorias, “estoy sentado en el contén del barrio, como hace un siglo atrás. A veces me pasan en la radio, a veces nada más... Y cuando los discos de los Beatles no se podían tener, los chicos descubrieron que sus padres los escuchaban también...”.