Los días 15 y 16 de noviembre, en la paradisiaca isla de Bali, en Indonesia, los líderes de las principales potencias mundiales se reunieron en ocasión de la cumbre del G-20.
En esta, personas de la talla de Joe Biden y Xi Jinping sostuvieron eventos bilaterales en medio de una estirada cordialidad. Además, otras naciones aprovecharon para reafirmar sus compromisos entre ellos y luego, los jefes de Gobierno degustaron bocadillos y disfrutaron espectáculos típicos de Bali.
El resultado principal parece ser un compromiso de cooperación global. Además, un signo de calma momentánea después de que Biden y Xi sostuvieran un encuentro en el que parecieron limar un poco de sus asperezas que amenazan la estabilidad de todo el planeta. Desde los medios de comunicación, y a 17,200 kilómetros de la isla Indonesia, se percibió algo de alivio.
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Mismo alivio que claudica al momento de recordar el telón de fondo de esta reunión.
Al mismo tiempo que los hombres y mujeres más poderosos del mundo se daban apretones de mano y posaban para la prensa internacional, Rusia llevó a cabo su bombardeo más intenso sobre Kiev y otras localidades ucranianas en más de un mes.
Mientras unos pocos disfrutaban el calor tropical de la isla, miles en Ucrania veían sus hogares reducidos a escombros o se preparaban para apagones por el ataque ruso a plantas de energía eléctrica. El mundo está pasando un caótico momento al tiempo que en salones galantes se brinda por la paz.
Ucrania y muchos rincones más
La guerra en Ucrania ha sobrepasado su noveno mes. Las tropas rusas, que auguraban una campaña mucho más corta y un triunfo acelerado sobre el país vecino, han tenido que retroceder de importantes ciudades, pero siguen golpeando el territorio ucraniano y sumiendo cada vez más a un país completo en el caos, la destrucción y la muerte.
Esta guerra golpea al mundo entero. El suministro de alimentos, fertilizantes, petróleo y otros bienes básicos se ha disminuido de manera dramática con esta guerra, lo que ha provocado una descontrolada inflación en muchos rincones del mundo. En Ucrania, la guerra deja ruina. En gran parte del mundo, hambre y pobreza.
Pero no es solo ahí que el mundo está presenciando caos y desesperanza. Basta dar una breve revista al globo para encontrarnos con enormes conflictos. Como las tensiones entre una China cada vez más agresiva y un Taiwán que seguramente intenta malabarear apoyos internacionales para prevenir una catástrofe.
Como un Brasil, la cuarta democracia más grande del mundo, donde el presidente Jair Bolsonaro se ha sumado a una petición judicial para revertir el resultado de las elecciones que perdió contra el izquierdista Luis Inácio “Lula” da Silva. Siguiendo el ejemplo de Donald Trump, el mandatario se niega a reconocer el resultado de una elección limpia y legítima. Y en un país muy polarizado, esto puede llevar a cerca del 49% de los ciudadanos a la desconfianza en los procesos electorales y un repudio a la democracia misma.
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Como un Irán donde hay condenas a muerte por salir a protestar contra la brutalidad policial y la misoginia. Como un Triángulo Norte cuyos ciudadanos huyen en masa de la pobreza, la violencia, los abusos de poder y la vulnerabilidad ambiental.
El gran evento del G-20 se celebró con un sombrío telón de fondo: un mundo ardiendo en la inestabilidad, el conflicto y el prospecto de una dolorosa crisis económica en ciernes.
Las democracias en crisis
No es solo la guerra la que tiene al mundo arrodillado. En demasiados rincones del mundo hay un peligroso giro hacia el autoritarismo.
Pseudolíderes estridentes se aprovechan de las grandes frustraciones para consolidar sus poderes y abusar de ellos, en beneficio propio y detrimento de sus críticos.
Las típicas herramientas de la democracia, como las elecciones o los procesos de reformas constitucionales, están siendo secuestradas e instrumentalizadas para destruir la misma democracia y garantizar continuismo e impunidad.
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Las voces críticas están siendo silenciadas. En algunos lugares, a punta de persecución, acoso, exilio forzado y politización de la justicia. En otros, con balas.
Algunos países que parecían tener una institucionalidad consolidada, como Estados Unidos, se han enfrentado a intentos graves por socavar instituciones tan elementales como las mismas elecciones.
Y el sueño de sociedades que nunca más vivieran los grises días de las dictaduras se esfuma. Hasta en sitios como Hungría, que ya vivió el yugo de la dominación en carne propia, están volviendo a coquetear con el absolutismo y la intolerancia.
El sueño que no se cumplió
En el verano de 1989, el académico Francis Fukuyama publicó en la revista especializada The National Interest su famoso y polémico ensayo “¿El fin de la historia?”, en el que plantea una atrevida hipótesis: que el inminente colapso de la Unión Soviética llevaría al indiscutible fin de la batalla de las ideas.
De esta última, emergería una sola triunfadora, apuntó Fukuyama: la democracia liberal.
Este texto se inscribe en una ola de predicciones hechas en la antesala de la caída de la Unión Soviética y del fin de la Guerra Fría, que enfrentó indirectamente (aunque se aproximó a un choque directo) al bando soviético con los Estados Unidos y sus aliados occidentales.
Su texto coincide con una el optimismo de ver crecer una ola de democratización y la promesa de la transformación de las tensiones entre países en apuestas por el globalismo, el comercio y la cooperación. Al triunfar la democracia, triunfaría la paz. Al menos ese era el zeitgeist —el espíritu de la época— de los noventas.
Pero el mundo demostraría ser mucho más complicado.
Aquellas democracias nacientes enfrentaron sus problemas de frustración, corrupción y malos gobiernos. Entre el hambre y la desesperanza, resurgieron aprendices de caudillos, algunos populistas y bonachones, otros sanguinarios.
La aparente calma daría paso a una nueva ola de conflictos. Esta vez, no exclusivamente entre actores estatales. El fantasma del terrorismo y la consolidación de grandes carteles de la droga han puesto de rodillas a más de un Estado. Y los rivales ya no están en palacios de gobierno, sino en organizaciones no tradicionales, en ocasiones escondidos en cuevas remotas.
Tensiones raciales y religiosas siguen enfrentando a países completos. En tres décadas el mundo ha contado numerosos genocidios.
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La promesa de comercio y prosperidad alcanzó a algunos. Otros tantos siguen viendo, desde las ventanas de la miseria, una vida a la que no alcanzan siquiera a soñar.
El mundo idílico y el fin de la historia marcaron más bien, en demasiados lugares, un reinicio de los peores ciclos de la humanidad: los de autoritarismo, guerra, hambre y destrucción.
El G-20
Mientras las personas más poderosas estrechaban sus manos y posaban con medias sonrisas, millones alrededor del mundo siguen esperando soluciones a problemas con los que han convivido por décadas.
El mundo está en caos, las democracias por los suelos y múltiples ciudades en llamas. Pero nada de eso termina de abordarse en el ajedrez global, uno en el que en ocasiones suele privar el choque de intereses y no la búsqueda de la paz.
Lejos de haber finalizado la historia, inicia para muchos –en Kiev, en Managua, en Caracas, en Pyongyang, en Kiev, en Teherán, en Brasilia– otro ciclo de autoritarismo, martirio y luto aparentemente interminable.