Virginia Altagracia Melara, de 66 años, debió abandonar su casa y enseres domésticos tras ser amenazada por un “grupo de cipotes”, miembros de pandillas.
Esa noche, que ella recuerda con tristeza, ocurrió hace poco más de dos años y la llevó a vivir en las duras condiciones que enfrentan los habitantes de la zona alta de la lotificación El Cimarrón, en La Libertad.
Refugiarse en El Cimarrón no es fácil, significa librar la falta de energía eléctrica, agua potable y calles; esas últimas solo existentes en los primeros metros de la entrada al lugar, luego son caminos y veredas, que el invierno empeora.
“Eran unos 10 hombres los que llegaron en la noche, dijeron que debíamos dejar la casa… y nos tuvimos que ir. Buscando dónde vivir llegamos hasta aquí”, dice Virginia.
A ella le siguió su grupo familiar, de al menos cinco personas, entre ellas dos bisnietas menores de edad.
En El Cimarrón, la casa de Virginia fue alzada en gran parte con madera y lámina.
“Teníamos 30 años de haber pagado la casa donde vivíamos, hoy nos toca estar aquí. Allá teníamos agua, luz… habíamos luchado por años”, expresa la mujer, de piel morena y cabello cano.
Además, Virginia comenta que tras escapar, la antigua casa familiar fue saqueada y robadas la mayoría de sus pertenencias.
“La refri por grande no se la pudieron llevar, no la lograron sacar de la casa, la dejaron por la puerta, quizás se enojaron porque la arruinaron toda”, dijo.
Lo que vive Virginia no es un caso aislado. Entre enero de 2021 y febrero de 2022, un total de 1,123 mujeres adultas fueron víctimas del desplazamiento forzado, de acuerdo con cifras de Cristosal y el Servicio Social Pasionista (SSPAS).
De estos casos, 870 fueron atendidos por Cristosal y 253 por SSPAS.
Según el estudio realizado por ambas organizaciones defensoras de derechos humanos, las mujeres adultas son el porcentaje más alto de víctimas de este hecho de violencia con un 56 % en Cristosal y 62.8 % en SSPAS. Le siguen las niñas y adolescentes con 31.5 % en Cristosal y 37.2 % en SSPAS.
La causa que predomina es la violencia provocada por las pandillas o grupos cercanos.
“Por la falta de agua y luz nos costó venirnos para acá, pero se llegó el momento y la necesidad”, dice Virginia sobre su decisión.
Tareas escolares a oscuras
Las bisnietas de Virginia son tímidas pero siempre la acompañan en su andar por las veredas de El Cimarrón, con sus miradas que reflejan incertidumbre e inocencia.
La menor que estudia debe hacer hacer sus deberes de la escuela temprano, mientras aún hay luz del sol. Las tareas son hechas con base en la información de libros, ya que la computadora que le proporcionó el Gobierno permanece guardada. No hay forma de usarla sin electricidad.
Al caer la noche, esta familia solo se alumbra con lámparas de mano, y el uso de estas debe ser limitado para alargar la duración de las baterías.
En la propiedad hay más de una decenas de depósitos utilizados para acarrear agua o captar la misma cuando llueve.
Tres perros de porte mediano son los guardianes del lote de Virginia.
Pocas familia para la energía
En la zona donde vive Virginia hay un estimado de 60 personas (15 familias), y ninguna cuenta con el servicio de energía eléctrica.
Las tareas diarias se vuelven más complicadas por eso, pues ni almacenar alimentos en refrigeradora es posible, ni usar licuadora o planchar.
Algunos habitantes recurren a vecinos que de manera simbólica les cobran $0.25 por cargar un teléfono; al mes, el pago puede llegar a $12.
En la zona también hay peligros propios o naturales del sector, pues allí abundan diferentes clases de serpientes y alacranes, que en la noche buscan resguardo en el interior de las viviendas.
Para estar a salvo, algunos habitantes como Reina de la Paz Navarrete, se auxilian con pequeños paneles solares, y a esos les conectan focos. De esa forma solventan un poco la necesidad de iluminación.
Los residentes han gestionado con la compañía que proporciona el servicio de energía eléctrica en la lotificación; “vino la inspección de la compañía, dijeron que se necesitaban postes y un transformador, pero de ahí ya no dijeron nada”, comentó Suyapa de Faustino.
También han buscado apoyo municipal, pero siguen a la espera de respuesta.
La expectativa es tan grande en el lugar que la curiosidad vence a algunos de los habitantes, y cuando ven que desconocidos captan imágenes se acercan a preguntar si “son de la alcaldía”.
La quebrada de invierno
A falta de agua para beber y los oficios, los habitantes de El Cimarrón se deben abastecer de pozos y en invierno aprovechan la quebrada que recorre la orilla de la calle principal para lavar la ropa.
Es media mañana de jueves, y Vanessa Rivera sale de su casa a ver si no había alguien lavando en el pequeño afluente; tuvo suerte, el lavadero (una piedra plana) está vacío.
“Tenemos 12 años de vivir acá y nunca hemos tenido el servicio de agua. En verano toca caminar hacia el río con el huacal lleno de ropa, a veces tocan hasta tres viajes por semana”, cuenta Vanessa.
En la jornada de ese día, a la joven mujer la acompaña Byron, su hijo, quien chapotea con una camisa en su intento de ayudar a su mamá.
“Nos turnamos con los vecinos para poder lavar, allí estamos viendo que no haya nadie…, hasta que se desocupa ya se logra”, explica Vanessa.
De sus idas al río relata algunas caídas que ha sufrido, la “entrada al lugar es difícil y más aún al ir cargando los huacales con ropa”.
Las calles de la zona son otra necesidad que les urge resolver, el invierno agrieta la superficie de tierra.
Hace algunas semanas una constructora les llegó a esparcir piedra pequeña en la vía, pero esa solo fue solución de momento para esta sufrida comunidad de El Cimarrón.