Siete familias de la comunidad Nuevo Israel, del municipio de San Miguel, se quedaron sin hogar luego de que sus casas fueran derribadas por las fuertes corrientes a causa del desbordamiento del río Grande, durante la tormenta Julia, a inicios de octubre. Al no tener dónde irse, tomaron la calle principal y construyeron viviendas improvisadas hechas de láminas y varas.
Más de un mes ha pasado desde que la tormenta Julia tocó el país, dejó 10 muertos y más de mil personas albergadas a nivel nacional. Los estragos más grandes ocurrieron en la zona oriental.
La madrugada del 8 de octubre, Sagrario Martínez se levantó asustada luego de que su compañero de casa le avisó alarmado que el río Grande se desbordó. La lluvia fue inclemente desde la tarde del día anterior, pero ellos se confiaron.
Ella se asomó a la puerta y comprobó que su jardín ya estaba inundado y que el agua amenazaba con cubrir la vivienda. En segundos empezó a sacar a sus nietos de entre las sábanas, agarró algunas cosas y salió a ciegas en medio de la oscuridad, con el agua casi hasta la cintura y bajo la lluvia. Caminaron desde la casa hasta la calle, unos 10 metros arriba. Eran las cuatro de la mañana. Al mismo tiempo otras seis familias escapaban de las aguas con el temor de ser arrastrados por la corriente.
A Sagrario, ahora, no le quedan más que unas pocas cosas. En la champa donde vive no tienen acceso a agua potable ni electricidad.
La comunidad Nuevo Israel está situada al noroeste de San Miguel sobre la ruta que va hacia La Unión y es vecina de las colonias La Presita y Jardines del Río, zonas populares donde conviven miles de familias y que también fueron víctimas de la tormenta.
Todas ellas acostumbradas a soportar las inclemencias de la lluvia. Ellos saben que con una corta, pero fuerte tormenta, el río se pone al filo del desbordamiento.
El río vrs. la urbanización
Pero, ¿es correcto construir una vivienda cerca de la ribera de un río? La ley Forestal salvadoreña, en su Artículo 23, declara Áreas de Uso Restringido las riberas de ríos, y los propietarios de inmuebles en ellas deberán “manejar de manera sostenible la vegetación existente” que crece en las riberas.
El literal B del mismo artículo indica: “Los terrenos riberanos de ríos y quebradas en una extensión equivalente al doble de la mayor profundidad del cauce, medida en forma horizontal a partir del nivel más alto alcanzado por las aguas en ambas riberas en un período de retorno de cincuenta años”. Esto quiere decir que si una constructora o un particular quiere levantar una vivienda al lado de un río, debe dejar a la naturaleza las orillas.
Por ejemplo, si en un tramo del río su profundidad en un desbordamiento es de 20 metros, la franja verde tendrá 40 metros de ancho. Ahí no puede construir.
Si solo esa parte de la ley se respetara, muchas viviendas no se inundarían en cada invierno, con lluvias torrenciales. Esto no solo se trata de salvaguardar la vida de las personas, y sus pertenencias, sino de darle un espacio al río para que el ecosistema pueda subsistir.
Fátima Romero, bióloga de la Unidad Ecológica Salvadoreña (UNES), señala que la geomorfología de los ríos está íntimamente ligada a los fenómenos climáticos como tormentas y hasta huracanes, que, sumados al cambio climático, son mucho más frecuentes y agresivos.
El director de la carrera de Arquitectura de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”, Alex Renderos, explicó a El Diario de Hoy que hay dos tipos de asentamientos. Primero son los “asentamientos humanos que emergen por una necesidad” y que están ubicados en zonas vulnerables, que por ende no son urbanizables, como por ejemplo las riberas de los ríos y las faldas de cerros o volcanes.
El segundo son los “asentamientos formales” que cumplen con todas las características legales para considerarse apto para vivir.
En el caso del primero se puede ubicar a la comunidad Nuevo Israel, de la capital, que se instituyó hace más de 30 años y que fueron sus propios habitantes que fueron poco a poco ubicándose cerca del río y que esto responde a un factor socioeconómico. “No presentan las condiciones de habitabilidad adecuada. Estas personas no tienen condiciones económicas para acceder a una vivienda formal (y segura) y entonces se asientan en terrenos que son vulnerables”, señaló Renderos.
También aclaró que los asentamientos construidos por desarrolladores urbanísticos pueden tener todos los requerimientos legales, sin embargo, también están propensos a sufrir de desbordamientos debido construcciones río arriba o consideraciones topográficas que no fueron incluidas en el momento de su fundación y que ahora el contexto es diferente al de muchos años atrás.
La bióloga de la UNES indicó que el desbordamiento es algo normal ya que por naturaleza los ríos siempre cuentan con zonas específicas para hacerlo y en muchas ocasiones estos espacios no son tomados en cuenta por los habitantes, ni por quienes construyen grandes urbanizaciones.
Ambos expertos recomiendan que debe existir un orden donde tanto el afluente como las personas puedan vivir; luego de la orilla debe de existir un bosque de galería, que son árboles y otras especies vegetales más pequeñas que sirven de barrera para las casas y de filtro natural del agua. Además, estos bosques brindan grandes servicios ambientales porque son un hábitat para una gran variedad de seres vivientes nativos.
“Hace 24 años (cuando ocurrió el huracán Mitch) no había tanto desgaste en el suelo y las condiciones de drenaje también eran diferentes. Ahora la deforestación aumentó y es por el incremento de las construcciones de infraestructura gris que también aceleró el riesgo de la erosión (…) La construcción debe de tener una planificación territorial que viene desde el gobierno, y que se cumplan las políticas públicas”, dijo Romero.
El abogado especialista en temas ambientales de la UNES, Luis Rodríguez, concuerda con Romero y acota que cuando alguien desee construir cerca de un caudal tiene que contar con permisos ambientales más rigurosos y sobre todo darle un seguimiento tras la intervención.
“La ley Forestal no se está cumpliendo adecuadamente y debería actualizarse, pero ni siquiera lo que actualmente contiene se cumple. Sin duda es necesario un mecanismo de protección (para los ríos y bosques)”, comentó Rodríguez.
Manejo de cuencas hidrográficas
El río Grande de San Miguel tiene una cuenca de 2,350 kilómetros cuadrados y es la cuenca más extensa de El Salvador después del Lempa. Su parte más alta está en la cordillera montañosa en el norte de San Miguel y Morazán.
Una cuenca de un río es todo el territorio que se drena naturalmente hacia un solo cauce, es decir, que toda el agua que cae en ese territorio durante una tormenta, inevitablemente irá a parar a un solo río. La velocidad y cantidad de agua que baja desde las montañas, donde generalmente las lluvias son más frecuentes e intensas, depende de la cobertura boscosa y de las prácticas agrícolas utilizadas.
Sin vegetación, el agua no encuentra forma de penetrar en la tierra y de frenarse. Estudios a nivel nacional sobre el manejo adecuado cuencas para proteger la tierra, el agua y de paso prevenir inundaciones, hay varios.
Por ejemplo, en 2017, bajo el gobierno de Salvador Sánchez Cerén, el Ministerio de Agricultura presentó un estudio apoyado por la Organización de la Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) llamado Estrategia Nacional de Manejo de Cuencas Hidrográficas de El Salvador”, el cual pretendía ejecutar acciones para la transición hacia la sustentabilidad y resiliencia ante los efectos del cambio climático.
Peligro en las riberas
El estudio plantea una serie de herramientas para mejorar sanar las cuencas de manera gradual con la participación articulada de instituciones del gobierno central, gobiernos locales y comunidades. Estos planes quedaron solo en papel pero las proyecciones científicas sobre los efectos del cambio climático nos alertan que cada vez lloverá más y con mayor violencia.
Al preguntarle por qué vive cerca de un río dice con un tono de resignación: “Cuando compra (una casa) uno no sabe los peligros que tienen los terrenos. Vivimos cerca del río porque no tenemos dónde ir. Tenemos que mantenernos donde estamos porque si existiera otra casa o un terreno fuera del peligro (alejado de la ribera) ya nos hubiéramos ido”. A estas las une el paso serpenteante del río, que con cada temporal siempre amenaza con dejarlas abnegadas.
Los habitantes se atreven a decir que la tormenta Julia fue la más agresiva y que ni el huracán Mitch en 1998 fue tan destructivo. Las ocho familias viven cerca de una curvatura del río y la distancia de las casas hasta la ribera es de unos diez metros, separada por árboles frondosos. “En verano es un sueño. Es lindo. En invierno esto cambia”, dice José García, habitante del lugar.
A unos cuantos pasos de la casa de Sagrario está la vivienda de Iván Velásquez, de 30 años, que luego de dos semanas desde la inundación limpió los escombros junto con su esposa y sus hijos. Son paredes enteras que tumbó el agua y los restos quedaron diseminados por doquier. Más parece que fue un terremoto y no la corriente que dejó la destrucción. De su casa sólo quedó en pie el cuarto, un pozo contaminado y una pila llena de lodo.
“La tormenta no la esperábamos. Fue un atentado que no nos dio lugar a sacar nada, se perdió todo. Nunca pensamos que se iba a caer toda la casa”, explicó mientras recorría lo que quedaba en pie. Esta fue la casa que le heredó su papá y que se construyó hace más de 30 años; durante este tiempo ha tenido que salir huyendo del agua al menos ocho veces.