Por la tardes, la ancha y fresca Plaza de San Pedro era atravesada por un sencillo sacerdote enfundado en su sotana negra y solideo púrpura, que se confundía entre decenas de vistantes del Vaticano que estaban lejos de imaginar que un día se convertiría en Papa.
Ese clérigo silencioso, con pinta de intelectual, de origen alemán, era un profundo teólogo y el máximo defensor de la ortodoxia católica, amigo personal del entonces Papa Juan Pablo II. Bajo su cargo estaba la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, una nueva versión del otrora temido Santo Oficio o Santa Inquisición.
El Salvador, con sus años de guerra y su incipiente pacificación, no era ajeno a monseñor Joseph Ratzinger ni llegó saber del país porque un embajador u otro representante gubernamental le contara. Por eso no le fue extraño que otro sacerdote muy joven se le acercara a conversar y hasta le pidiera hacerse una foto juntos. Se trataba del padre Jorge Rivas, de la Diócesis de Santa Ana, quien estaba estudiando entonces en la Universidad de la Santa Cruz en Roma.
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“En mis años de estudio en Roma, tuve la oportunidad de ver muchas veces al entonces cardenal Ratzinger. En algunas ocasiones pude saludarle al encontrarlo, caminando y rezando en la Plaza de San Pedro; y no sólo eso, sino inclusive hacernos alguna fotografía juntos, que he considerado siempre un gran honor y privilegio”, recuerda el sacerdote salvadoreño para El Diario de Hoy.
Pese a ser el guardián de la ortodoxia católica, monseñor Ratzinger era accesible como cualquier cura de pueblo que cruzaba la alegre y concurrida plaza central de su parroquia, como ocurre en Ataco o Tejutepeque.
El padre Jorge recuerda “con gran emoción” haber concelebrado en la misa de los funerales de San Juan Pablo II, presidida precisamente por el cardenal Ratzinger, ese triste 8 de abril de 2005.
“Su homilía de esa ocasión, como comentaron luego muchos eclesiásticos, fue como una premonición que debía ser él quien sucediera al Papa polaco”, rememoró el sacerdote salvadoreño.
Pocos días antes, el cardenal hondureño y también papable, monseñor Oscar Andrés Maradiaga, había dicho en entrevista con El Diario de Hoy y otro medio que los cardenales ya tenían una idea de quién podía ser el ideal para llevar la Barca de Pedro, pero no adelantó más.
Por eso el padre Jorge recuerda con emoción haber sido testigo presencial de la “fumata bianca”, es decir, el humo blanco que ese final de la tarde del 19 de abril de ese año salía de la sala del Cónclave cardenalicio y anunciaba un nuevo Sucesor de Pedro ante medio millón de almas reunidas en la Plaza de San Pedro y la Vía de la Conciliación. “Escuchar el sonar de las campanas y las palabras: ‘Habemus Papam’ fue una especial gracia de Dios para mí. El nuevo Pontífice era el Cardenal Joseph Ratzinger, que tomó el nombre de Benedicto XVI”, el mismo que sacerdote que encontraba en la Plaza de San Pedro y que para muchos pasaba inadvertido, rememora el prelado.
“El Papa Emérito, que recientemente nos ha dejado, fue un hombre que supo conjugar su vasta sabiduría con su gran humildad. Las palabras que pronunció al presentarse al mundo como Vicario de Cristo: ‘Un humilde servidor en la viña del Señor’ las vivió siempre: antes de ser Papa, durante los años que permaneció como Romano Pontífice, como también en los años posteriores a su renuncia”, destacó el padre Jorge.
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Se hablaba mucho entonces que Benedicto XVI era un “papa de transición”, pero no de grandes cambios, sino que afianzara la ortodoxia o buen ejercicio de la fe como lo hizo su antecesor.
La religiosa salvadoreña sor Margarita Alvarado, entonces superiora generalicia de la congregación Oblatas al Divino Amor, declaró en esa ocasión a El Diario de Hoy que el multitudinario acompañamiento entonces a quien decidió llamarse Benedicto XVI “era una señal de una Iglesia viva”.
El nombre de El Salvador, que ya le era muy familiar, también sonó en los oídos del nuevo Papa por la visita del entonces presidente Antonio Saca, quien lo invitó a visitar el país centroamericano al no más terminar la ceremonia de investidura pontifical en el Vaticano.
Posteriormente recibió en grupo o por separado a los obispos de El Salvador, a quienes expresó que “el incremento de la violencia es consecuencia inmediata de otras lacras sociales más profundas, como la pobreza, la falta de educación, la progresiva pérdida de aquellos valores que han forjado desde siempre el alma salvadoreña y la disgregación familiar”.
Pero reflexiono que, “frente a la pobreza de tantas personas, se siente como una necesidad ineludible la de mejorar las estructuras y condiciones económicas que permitan a todos llevar una vida digna. Pero no se ha de olvidar que el hombre no es un simple producto de las condiciones materiales o sociales en que vive. Necesita más, aspira a más de lo que la ciencia o cualquier iniciativa humana puede dar”.
Para el padre Jorge Rivas, no cabe duda de que Benedicto XVI será elevado a los altares y que seguramente será declarado también, Doctor de la Iglesia. “Gracias Santo Padre, Benedicto XVI”, finalizó.
Mientras tanto, el nombre de El Salvador seguirá colándose en los más altos y en los más ínfimos recovecos eclesiales, como en esa primera misa papa de Ratzinger en que sor Magdalena Muñoz, de San Pedro Perulapán, alzaba el Pabellón Nacional en medio de una colmada Plaza de San Pedro, esperando que el nuevo Papa sintiera que este pequeño país siempre está presente…