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Los últimos guardianes del agua y la tierra en San Isidro

San Isidro es una de las localidades donde se autorizó la exploración minera hace unos años, también fue uno de los municipios que más resistencia presentó con la llegada de las empresas extractivas. A pesar del miedo, hoy en día sus habitantes guardan la esperanza de organizarse en defensa de sus recursos naturales.

Por Miguel Lemus | Ene 02, 2025- 06:00

Un grupo de jóvenes juega fútbol en el parque central de San Isidro, frente a la casa de la cultura de la localidad nombrada Marcelo Rivera, considerado un mártir de la lucha contra la minería. | Fotos EDH / Miguel Lemus

El casco urbano de San Isidro, Cabañas, está rodeado por varios cerros; la parte alta de estos comienza a iluminarse con la luz dorada del sol mañanero. Las montañas parecen observar al pueblo, lo rodean desde cualquiera de los cuatro puntos cardinales, además evocan la lucha en contra de la explotación minera de hace unos años. Estas colinas testificaron en silencio la resistencia de sus habitantes, mientras eran perforadas por grandes tubos de hierro para determinar el nivel de concentración del oro que resguardan.

En ese tiempo sus habitantes cerraban calles, enviaban cartas con cientos de firmas, se capacitaban para conocer los procesos mineros y, producto de esa resistencia, algunos caían asesinados, víctimas de algún verdugo a sueldo que con muerte trataba de callar su defensa del agua y la tierra.

La resistencia de hace más de una década se ilustra en el parque central de la localidad. El sol da viveza a los colores de un mural en el que predominan los amarillos y rojos. Es una especie de cadena formada por siluetas de niños que parecen jugar tomados de las manos. A un extremo de la obra está pintado el rostro sereno de Monseñor Romero y al otro el de Marcelo Rivera, uno de los personajes más reconocidos de la localidad, considerado un mártir de la lucha contra la minería. Al centro, los une una frase que se lee con un tono intermitente de guitarra, "Los que mueren por la vida no pueden llamarse muertos", un fragmento de una canción del cantautor venezolano Alí Primera.

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Carolina es la primera persona en transitar por el parque recién salido el sol, lleva una bolsa con productos para el aseo del hogar, su cabello aún húmedo denota la prisa con la que intenta llegar a su destino. Se sienta en una grada de la casa de la cultura de San Isidro a esperar su transporte, mientras evita a toda costa darle la espalda a la pintura del rostro de Marcelo.

"Cómo nos hace falta en estos días este muchacho, si no hubiera sido por él y por todos los que nos educaron y abrieron los ojos, desde hace años ya hubieran envenenado el agua y la tierra", comenta, mientras baja el volumen de sus palabras, aun a sabiendas de que alrededor nadie le escucha.

Marcelo Rivera fue secuestrado, torturado y posteriormente asesinado en julio de 2009. Luego de 15 años, la autoría intelectual del asesinato no ha sido esclarecida por el Ministerio Público salvadoreño. Meses después, otros habitantes de la zona de interés minero serían asesinados y otros amenazados constantemente por su labor en defensa de los territorios.

Las personas adultas mayores y la niñez son quienes sufrirían más el impacto de la minería. Foto EDH / Miguel Lemus

Poco a poco el característico olor al desayuno combinado con el humo de leña llama a los pobladores. Las puertas de la iglesia aún no se abren, unos empleados municipales remozan el palacio municipal de la localidad, todo esto entre la mirada de los cerros y la luz perezosa del sol.

Independientemente de la hora, el municipio tiene una baja afluencia de habitantes en las calles y, por lo tanto, la comunicación es casi nula. No como hace unos años, cuando había un movimiento de resistencia. Todo empezó porque se corrió la voz que unos de los ríos de la localidad se había secado; para constatarlo, varios habitantes caminaron varios kilómetros por las riberas hasta llegar a un sector con alto movimiento de vehículos pesados y muchos trabajadores. Ahí se dieron cuenta que se desarrollaba una exploración minera en el lugar.

También encontraron portones de mallas metálicas que cercaban algunas montañas y a lo lejos observaron cómo unos grandes tubos perforaban la tierra. En la mayoría de elevaciones del valle se extraían las pruebas y eran llevadas a una especie de resguardo en un sector conocido como El Dorado.

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Francisco Pineda es una de las personas más reconocidas en torno a la resistencia minera en San Isidro y una de las voces autorizadas, ya que en 2011 ganó el Premio Goldman de ambientalismo a nivel mundial. Es el conductor designado y dirige una especie de visita guiada que inicia señalando el Cerro El Caballo. Explica que "son 30 manzanas que se tenían previstas para depósito de colas", es decir, un sector destinado a los desechos de la explotación minera.

Más adelante, Francisco conduce un todo-terreno por el cantón Llano de la Hacienda, se detiene en una casa que pertenece a Patricia Pineda, una mujer de estatura mediana y constante sonrisa; ella ha residido toda una la vida en esta localidad. Cuando se desplaza por su patio, gallinas, patos, perros, gatos y cabras parecen sincronizarse con sus pasos. Le acompañan, expectantes de los nuevos visitantes en su pequeño terreno.

Al recordar el proceso de exploración minera, Patricia lo cataloga como "traumático" para el municipio por las muertes producto de la oposición al proyecto. "Mi mayor preocupación es el agua, ya que nos abastecemos por medio de pozos", dice, y además conoce perfectamente que los procesos mineros tienen incidencia directa en los mantos acuíferos superficiales y subterráneos.

En una de las calles aledañas de la localidad, este periódico conversó con alguien que por razones de seguridad se le identificará con el nombre de "Marta". Su función actual dentro del municipio le permite conocer la preocupación de las personas de cara a la explotación minera en la zona, además formó parte activa del movimiento de resistencia durante la exploración.

"Estuvimos siempre en la lucha para que no explotaran porque teníamos el conocimiento de los químicos que se usan para desprender el oro de la tierra, no son amigables con el ambiente, y estábamos conscientes que esos productos contaminarían el agua y los terrenos de este sector, nosotros sabemos y estamos preocupados, porque si se trabajan las minas no hay forma posible que no exista contaminación", comenta.

Dos niños juegan frente al mural en honor a Marcelo Rivera, en la localidad de San Isidro Cabañas. Foto EDH / Miguel Lemus

Marta recalca que la minería representa una amenaza no solo para la comunidad, también está en peligro todo el país, por la corta extensión del territorio.

"Las comunidades, en la medida que vayan sintiendo que la minería va a afectar todos los recursos que tenemos, creería que van a seguir la lucha pacifica, en el sentido de hacer ver que va a resultar una afectación directa a toda la población", sostiene y opina que, en la medida que las personas vayan sintiendo miedo, van a reaccionar.

"Al final los gobiernos deben entender que no por tener un pedazo de oro podemos ceder ante la amenaza de sufrir enfermedades, la tierra va a quedar vulnerable y deforestada", finaliza, al tiempo que presta atención a un grupo de cinco tucanes que se apoderan de la copa de un árbol de mango; parecen secundar sus palabras y ser evidencia irrefutable de la resistencia de la naturaleza en la zona.

Mientras Marta concluye su declaración, varios jóvenes caminan con teléfonos celulares en mano, otro grupo se desplaza rebotando una gastada pelota de fútbol y un adolescente acelera su motocicleta levantando polvo al pasar. Su cara de incomodidad es la mejor ilustración a sus palabras de desesperanza. "Nosotros éramos jóvenes cuando nos organizamos para defender la tierra, ahora a los jóvenes les interesan otras cosas, pero sobre todo, tienen miedo".

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