Extenuada, deshidratada y hambrienta. Así fue recogida aquella mujer salvadoreña. Llevaba horas desorientada, bajo el sol, hasta que alcanzó a llegar al borde de la Ruta Estatal 85, cerca de la pequeña localidad de Ajo, en el estado de Arizona. Las autoridades policiales que la encontraron la llevaron a un lugar seguro y la interrogaron. Eso hizo saltar las alarmas. Era el viernes 4 de julio de 1980.
Podría interesarle: Murieron sofocados por el calor y falta de agua: Jefe de Bomberos describió el calvario que le costó la vida a 50 inmigrantes
Un día antes, en la misma carretera, otros oficiales encontraron a otro hombre deshidratado. Tenía 54 años, era originario del municipio de Puerto Peñasco-Sonoyta, en el estado mexicano de Sonora, y respondía al nombre de Mateo Preciado Navarro. No dijo nada a los policías. Su silencio le costó la vida a muchas personas en las arenas del desierto.
Alguaciles locales y agentes de la Patrulla Fronteriza, Servicio de Aduanas, Departamento Estatal de Seguridad Pública y otras agencias se lanzaron a recorrer los 1,338 kilómetros cuadrados del cercano Organ Pipe Cactus National Monument, una reserva de vida silvestre establecida por el gobierno federal estadounidense desde el 13 de abril de 1937, en plena prohibición de la Ley Seca. En algún lugar de esas 135,000 hectáreas de ambiente desértico había un grupo de unos 45 hombres y mujeres originarios de El Salvador. La temperatura ambiente era de unos 45 grados Celsius, mientras que la del suelo de aquella parte del estado de Arizona podía alcanzar hasta los 65 grados en la misma escala.
A pie, a caballo, en vehículos todo terreno, helicópteros y aviones, las autoridades coordinadas comenzaron a encontrar sobrevivientes y varios cuerpos, desnudos y calcinados, bajo los esporádicos cactus y matorrales.
El grupo tenía pasaportes salvadoreños y mexicanos, con visas para desplazarse por México. Llegaron hasta la localidad sonorense de San Luís Río Colorado, donde fueron alojados en una casa por el equipo de “coyotes”, encabezado por el salvadoreño Carlos Rivera y su ayudante, Elías Núñez Guardado, de 26 años, originario de Chalatenango. El grupo pagó, en promedio, 1,200 dólares por persona para que se les llevara hacia destinos finales en Los Angeles y San Francisco, en el estado de California. Tanto los “coyotes” como los “polleros” mexicanos que los ayudaban, integrantes de la banda Los Muñecos, les prometieron que ingresarían por avión a territorio estadounidense.
Mientras esperaban en una casa asignada, Rivera y sus auxiliares le notificaron al grupo que el viaje por vía aérea quedaba descartado. Por eso, el jueves 3 de julio de 1980, tres camionetas llevaron a 36 personas y sus pesadas maletas hacia el interior de aquel parque nacional en Arizona. Apenas llevaban 20 galones de agua potable para todos. Quince personas decidieron quedarse en aquel pueblo mexicano y no aventurarse más.
La mayor parte del grupo procedía de Armenia (Sonsonate) y Santa Ana, en el departamento del mismo nombre. Tres de las víctimas eran hermanas. Su padre vivía en Canadá y fue su madre, establecida de forma legal en California, quien envió el dinero necesario para que fueran llevadas por un “coyote” y se reunieran con ella. Una de esas hermanas poseía visa estadounidense vigente, pero no quiso dejar solas a las otras dos y se adentró en el desierto.
A 32 kilómetros del punto de ingreso, las camionetas fueron abandonadas por el recalentamiento en sus motores. Se hizo imprescindible caminar entre aquella naturaleza salvaje. El calor imperante era infernal. El grupo pronto agotó los 20 galones de agua potable y empezó a beber lociones, perfumes y hasta sus propios orines. También sacó cremas y pomadas de sus pesadas maletas y se las comió. Empezaron a tener alucinaciones y espejismos. Cundió el pánico. Muchos se desnudaron y se pegaron a los cactus, cuyas espinas se les clavaron en pies y espaldas. Otros sacaron espejos para hacer señales y fuego, con la esperanza de que alguna aeronave pudiera verlos y rescatarlos.
Cuatro de las mujeres comenzaron a pedir que las mataran. No quedó claro nunca si su deseo fue cumplido por el equipo de traficantes de personas. La descomposición de sus cadáveres impidió saberlo. Otras dijeron que sus maridos habían desaparecido en el desierto, que las habían violado, que los “coyotes” robaron pertenencias y a un niño de 13 meses y que también dejaron abandonado a otro menor de 2.5 años. Todo resultó ser producto de delirios al borde de la muerte bajo la inclemente radiación solar.
Varias de aquellas víctimas dejaron entre aquellas arenas ardientes sus zapatos de tacones altos, medias de seda, vestidos de fiesta, joyas y miles de dólares en efectivo. Como muchas personas en aquel momento, pensaban que viajar “con clase” era garantía para no ser sospechosos y detenidos por las autoridades fronterizas de los Estados Unidos de América. Así se visualizaba entonces el “sueño americano”, lejos de un país en guerra, sumido en una espiral de violencia extrema y en una crisis económica creciente. El Diario de Hoy le dedicó uno de sus editoriales a esa espantosa tragedia y a sus causas.
Leer: Migrante muere colgada de un muro en la frontera de EEUU
Al presenciar aquellas escenas de miedo y dolor, uno de los “polleros” mexicanos decidió separarse y salvar su vida. Lo logró, pero se quedó callado ante la tragedia que dejaba a sus espaldas. Él era el guía de aquella expedición malograda. Se trataba de Preciado Navarro, el que logró llegar a pie hasta la Ruta 85 y fue rescatado por las autoridades locales el jueves 3 de julio. Su testimonio a tiempo pudo haber salvado algunas vidas aquel mismo día.
Para el domingo 5 de julio, las autoridades habían casi completado la búsqueda del grupo de emigrantes. Habían recuperado trece cadáveres, nueve mujeres y cuatro hombres (uno de ellos era el del “coyote” Carlos Rivera). Ninguno de los cadáveres fue repatriado. Tras las autopsias y las explicaciones en ruedas de prensa, fueron sepultados.
Las autoridades también retuvieron en custodia a catorce supervivientes deshidratados y heridos de diversa consideración. Eran trece salvadoreños (cuatro mujeres y ocho hombres) y el mexicano Preciado Navarro. Uno de los salvadoreños era Elías Núñez Guardado, colaborador del “coyote” principal. A todas esas personas las internaron en el New Cornelia Hospital y en la estación de Policía de Piña County. Además, les fijaron fianzas entre 2,000 y 2,500 dólares, con la obligación de presentarse ante un juez de inmigración en Tucson. Varias organizaciones de derechos civiles se movilizaron para impedir sus deportaciones hacia El Salvador. Así se constituyó el Movimiento Santuario, que se vería involucrado en otras actividades de asilo y refugio a lo largo de esa década tan aflictiva para la región centroamericana.
El Ministerio de Relaciones Exteriores de la Junta Revolucionaria de Gobierno, encabezado entonces por el abogado democristiano Dr. Fidel Chávez Mena, le ordenó al cónsul general en Los Angeles que se trasladara hasta Ajo y le diera seguimiento al caso. El funcionario cumplió con su cometido, pero el caso pronto pasó al olvido mediático y burocrático en aquel El Salvador tan repleto de dificultades y de miles de compatriotas que, a diario, abandonaban el territorio nacional en busca de mejores niveles de vida. De hecho, el Estado salvadoreño no se presentó como parte ofendida en el juicio seguido contra los traficantes de personas.
Las autoridades federales estadounidenses acusaron a Preciado Navarro y a Elías Núñez. Les atribuyeron el cargo de tráfico de personas y les fijaron fianzas de 50,000 dólares a cada uno. Otras fianzas individuales de 25,000 dólares fueron establecidas para los hermanos salvadoreños Silvano y Cecilio Rodríguez Macías, así como para los también hermanos mexicanos Rodolfo y José Martínez Torres, todos acusados de colaborar en aquel acto contra las leyes estadounidenses de inmigración. Las trece muertes no fueron catalogadas como homicidios. En Sonora, la policía mexicana arrestó a Doroteo y Cornelio Preciado Rosas, hijos de Preciado Navarro, y los acusó de formar parte de la banda Los Muñecos. No volvió a saberse más de sus juicios, por lo que es asumible que fueron puestos en libertad. Del resto del grupo de emigrantes que se quedó en San Luis Río Colorado no se supo su destino. ¿Siguieron hacia Estados Unidos o decidieron regresar a El Salvador?
El 21 de octubre de 1980, en su corte de Tucson (Arizona), el juez federal condenó a Preciado Navarro y a Núñez Guardado a cinco años de prisión. El 3 de noviembre, el mexicano Santos Elías Flores, otro de los acusados de la Tragedia de Arizona, fue condenado a purgar siete años de reclusión en una institución penitenciaria de los Estados Unidos de América. Así se selló la parte legal de esa espantosa situación. El 17 de marzo de 1981, una disposición del Estado de Sonora ordenó que a Preciado Navarro y a otras decenas de campesinos se les privara de sus derechos agrarios en el ejido Chamizal, en el municipio de Puerto Peñasco. El motivo alegado fue que había abandonado sus cultivos durante más de dos años, tiempo invertido en dedicarse al tráfico ilegal de personas y en cumplir su pena en suelo extranjero.
TAMBIÉN: Caravana Centroamericana busca a familiares migrantes en México
El 24 de mayo de 2001, un grupo de 25 inmigrantes irregulares entró en Estados Unidos desde México. La situación pronto se salió del control de los “polleros”. Cuando las autoridades dieron con ellos, 14 habían muerto y 11 lograron salvarse, entre ellos los dos traficantes de personas. Se encontraban en el área interior del Refugio Nacional de Vida Silvestre Agua Prieta, a 80 kilómetros al este de donde 21 años antes falleciera aquel conjunto de hombres y mujeres procedentes de la República de El Salvador. Una vez más, la tragedia sembró luto y dolor entre las arenas y cactus del desierto de Arizona.
Hasta la fecha, ninguna placa u otro tipo de memorial recuerda y homenajea a esas víctimas salvadoreñas en el Organ Pipe Cactus National Monument. De hecho, como ha ocurrido con otros miles de compatriotas fallecidos en sus rutas hacia territorio estadounidense, pesadas losas de silencio y olvido yacen sobre sus recuerdos, por no decir sobre sus cuerpos abandonados en terrenos agrestes, en morgues o en tumbas sin nombre de diversos cementerios a lo largo de la zona fronteriza entre México y Estados Unidos. El estado transnacional de El Salvador necesita más memoria de su migración, en especial de aquella que, desde hace varias décadas y por diversos motivos, se ha visto forzada a abandonar el país en momentos difíciles de nuestra historia.