Han pasado ya cuatro meses desde que el tirano de Moscú, Vladimir Putin, ordenó una invasión con total intensidad en contra de su país vecino, Ucrania.
La madrugada del 24 de febrero del presente año, pobladores de diferentes rincones del país del este europeo empezaron a reportar los sonidos de bombas que confirmaban lo que venían sospechando: que Rusia estaba próxima a invadirlos.
En las semanas anteriores, centenares de tanques y tropas rusas se apostaron alrededor de la frontera que comparten con Ucrania. Al mismo tiempo, las flotas del gigante eurasiático se colocaron en posición amenazante ante la costa sur ucraniana. Y esa fatídica madrugada del 24 de febrero, abrieron fuego.
Cuatro meses después, el balance es totalmente devastador. Si bien los rusos no han logrado su objetivo principal, que era deshacerse del gobierno de Kiev, sí han llevado muerte, destrucción, zozobra y caos a su país vecino.
Hasta el 23 de junio, se registraba en Ucrania miles de muertos. Entre ellos, al menos 4,662 civiles caídos a manos de la metralla rusa, según cifras oficiales de la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH).
Otra cifra espeluznante es la de 320 niños que han muerto desde el inicio de la agresión.
Asimismo, ACNUDH registra 5,803 heridos y de estos, 479 son niños.
Gran parte del territorio ucraniano ha sido destrozado y traído a ruinas por los incesantes bombardeos y la artillería de Rusia.
Ciudades otrora prósperas y vibrantes, como la portuaria Mariúpol, se han reducido a escombros mientras los rusos pretenden justificar con mentiras y teorías de conspiración sin ningún valor su cobarde agresión.
Tomará años, si no décadas, reconstruir a Ucrania y devolverla al menos a su esplendor de los días antes de la invasión. Faltará muchísimo dinero, voluntad política y trabajo en conjunto con aliados locales e internacionales reconstruir esas ciudades llenas de plazas, cafés, bibliotecas y restaurantes que nada tenían que envidiarle a otras metrópolis europeas.
Todo por el capricho de poder de Vladimir Putin, el tirano que sueña con revivir las viejas glorias del Imperio Ruso de antaño.
El mismo, sin embargo, a quien el traje de estadista, de líder fuerte le ha quedado muy grande. Ese que ahora está limitándose a reprimir, el atajo que tienen decenas de gobernantes a quienes la creatividad, el ingenio o la integridad no les alcanza para desarrollar sus planes sin derramar sangre y silenciar críticos.
Para esta invasión, Putin se ha auxiliado de un poderoso aparato de propaganda capaz de convencer a miles, acaso millones de personas de que esta es una guerra de liberación y no una vulgar invasión.
El absurdo argumento es el de la “desnazificación” de Ucrania, un sinsentido que se derrumba tan pronto se constata que el mismo líder ucraniano, Volodimir Zelenski, es un hombre judío, cuyos antepasados perecieron en el Holocausto.
Zelenski, por otra parte, ha demostrado ser un líder completamente a la altura de las circunstancias. A diferencia del paranoico Putin, que gobierna encerrado tras grandes murallas, el presidente ucraniano cambió los trajes por el verde olivo militar y suele vérsele recorriendo el país, las ciudades más golpeadas, acuerpado por algunos de sus generales.
El presidente de Ucrania ha representado efectivamente el valor y la resistencia de sus compatriotas. Si bien el enemigo es titánico --se dice que el ruso es el segundo ejército más fuerte del mundo-- en ningún momento ha sido opción rendirse.
Como dijo a este medio Mykhailo Lavrovski, un voluntario ucraniano de la resistencia territorial, “Zelenski no está interesado en detener la guerra, sino en ganarla”.
Esto, pues ceder a las presiones rusas sería el camino fácil. Pero eso implicaría perder grandes partes de su territorio, o a Ucrania completa.
Además, sería equivalente a rendirse en el afán de volverse un país moderno, democrático, que se aproxima a Occidente.
Cuatro meses después de los primeros bombardeos, la muerte sigue achacando a los ucranianos. Pero siguen resistiendo. Y esa guerra que los rusos pensaban ganar en tres días se les sigue escapando de las manos.