Un día de tantos la Divinidad creadora se manifestó al espantajo de cañas para preguntarle su nombre y qué había hecho con la llave maravillosa del reino, que alguna vez le entregara. “Sueño. Ese es mi nombre” –respondió el espantajo a Dios. “Cuidando los umbrales de tu divino sueño y el de los labriegos, me convertí en otro sueño imposible, Majestad. Déjame decirte que he dejado entrar a todos los que llegaron, buscando el olvidado paraíso de tu Creación. Creí que -con el sólo hecho de haber llegado- merecían entrar. En todos ellos vi el mismo resplandeciente mirar de su anhelo.”
“Ciertamente todos volvían a su olvidado edén –le aclaró la Deidad. Lo ocurrido es que se habían extraviado en la noche de la vida, perdiendo por un tiempo la felicidad. Aún tú -imagen del maizal- debes perder cada año el paraíso para de nuevo volverlo a encontrar en la planicie, cuando el amor vuelva a ti por el seco sendero.”
Tal cual lo dijera el Adivino de las estrellas, cada año el fantasma en llamas de las llanuras volvía a perder y a reencontrar la dicha de amar. Y cuando se incendiaba en las quemas ya no quedaba quien cuidara las puertas de luz, hasta que los labriegos volvieran a levantarlo al medio del campo. Hasta entonces volvían a ser posibles los anhelos. Hasta que la llave dorada del celador abría las puertas de aquel distante y anhelado edén. Hacia donde todos vamos, a veces preguntando a la divinidad o al mismo viento del destino en las llanuras. (XXXVI) De: “La Vida es Cuento” © C. Balaguer