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Hace 150 años, San Salvador fue devastado por un violento terremoto ¿Lo sabías?

Hace 150 años, San Salvador y otras localidades salvadoreñas fueron devastadas por un violento terremoto. Días antes, otros sismos habían alertado a la población, por lo que la mortandad fue mínima.

Por Carlos Cañas Dinarte | Mar 18, 2023- 05:56

Destrucción de la primera Catedral de San Salvador (1842-1873). Grabado metálico inglés cortesía del coleccionista salvadoreño Ing. Carlos Quintanilla.

Aunque las sacudidas posteriores al sismo del martes 4 de marzo de 1873 continuaron, su intensidad disminuyó con el correr de los días. Para el sábado 15 casi había desaparecido el temor de que adviniera una catástrofe de mayor envergadura y los habitantes de San Salvador habían comenzado a pernoctar en el interior de sus viviendas. Sin embargo, a las 02:00 horas del miércoles 19 de marzo de 1873, un primer gran movimiento de la tierra, acompañado de retumbos, alertó a las familias capitalinas, que seis minutos más tarde abandonaron sus viviendas a todo correr.

Este hecho impidió mayor mortandad cuando, a las 02:10 horas, sobrevinieron una fuerte detonación subterránea y un violento megasismo vertical, oscilatorio y ondulaciones en tres olas de pocos segundos entre cada una, echó por tierra a la antigua San Salvador.

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Destrucción del templo y convento de Santo Domingo, ahora predio de la tercera Catedral de San Salvador. Daguerrotipo hecho por el belga Armand Harcq. Su positivo original se conserva en el Archivo General de la Nación, Palacio Nacional, San Salvador.

Al trasmonte del cerro de San Jacinto apareció una luz rojo-violeta, emitida en ráfagas intermitentes, y comenzó a percibirse un olor sulfuroso sofocante en el ambiente. El epicentro o foco de conmoción fue ubicado por la comisión científica gubernamental -compuesta por el general belga André van Severen y el científico francés Lucien Platt-, en las alturas de Texacuangos, sobre los bordes lacustres de Ilopango, aunque otros autores señalaron al volcán extinto de Santo Tomás como el origen geológico de la catástrofe. Así fue reportado en las páginas 3 y 2 de Le Petit Moniteur Universal (París, Francia) y del Morphet Herald (Northumberland, Reino Unido), en sus respectivas ediciones del viernes 2 y sábado 3 de mayo de 1873. Otras fuentes señalaron al volcán de Izalco como el responsable del “desastre de San Salvador”, debido a que hizo otra erupción en esa misma fecha, apenas una en los más de 200 años que llevaba activo para entonces.

Un mes después del megasismo, la supuesta zona del foco de conmoción fue medida matemáticamente por otra comisión oficial salvadoreña, compuesta por el licenciado Manuel Ubico y el dos veces licenciado y doctor Juan Barberena.

El 19 de marzo era el día del san José, copatrono de la Compañía de Jesús. Tras la expulsión de los sacerdotes jesuitas del territorio nacional, en junio de 1872, el régimen liberal confiscó su residencia y estableció en ella el Cuartel Número Uno de Infantería. Tras el incendio de ese edificio y polvorín, en 1881, el gobierno del Dr. Rafael Zaldívar ordenó construir en su predio la aún conocida plaza Morazán.

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Así las cosas, no resultaba extraño que la población capitalina, que había preparado con antelación los festejos litúrgicos correspondientes en los templos de Santa Lucía y La Merced, viera en el Gran Terremoto de San José una intervención sobrehumana, desde cuyas manos se dejaba caer un castigo divino sobre una aquella masa sacrílega y secularizada por las disposiciones del gobierno liberal del mariscal González Portillo.

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Fachada destruida del templo de San Francisco, hoy predio del Mercado Ex-Cuartel. Grabado metálico español suministrado desde Madrid por la Biblioteca Nacional de España.

Según refiere el compatriota José María Huezo en sus Reminiscencias históricas (1856-1913), publicadas por el bibliófilo tecleño Miguel Ángel Gallardo en el volumen quinto de su serie Papeles históricos (1977), tras esos movimientos de tierra “el parque y las calles quedaron [llenos] de mercaderías y otros objetos amontonados, que obstruían el tránsito” por aquella ciudad desolada y humeante, en la que “no se veían más que semblantes despavoridos, polvosos y jadeantes, que de vez en cuando pasaban por las calles contemplando la horrorosa calamidad en que dejó la capital el terremoto”.

A juicio del médico migueleño Dr. David Joaquín Guzmán Martorell (1853-1927), formado como científico en La Sorbona del segundo imperio napoleónico, “la dirección de estos terremotos es de Oriente a Occidente, y han seguido invariablemente la línea de Ilopango, Soyapango y San Salvador, hasta concluir en una zona un poco más allá de Nejapa, Apopa, Tonacatepeque, San Martín y otros puntos. / Casi todas las poblaciones alrededor de la capital (más de 20) en un radio de más de 7 leguas, y un circuito de más de 40, han sufrido pérdidas considerables. (…) / Casi todos los movimientos han sido perpendiculares, combinados con otros en sentido horizontal. / La propagación del movimiento se ha hecho sentir más vivamente del lado del Sur, en donde Ios terrenos son menos quebrados y menos elásticos, siguiendo el rumbo de la cadena volcánica y poniendo en mayor actividad al Izala (sic: Izalco), que ha arrojado fuego por dos nuevos cráteres. / Los movimientos que siguieron al gran temblor del 19 de marzo último fueron más de 60, casi todos perpendiculares. (…) / Desde nuestra infancia estamos acostumbrados a la estabilidad del suelo. Sobreviene un temblor, y entonces se pierde la confianza de lo que nos habían enseñado los sentidos: se sigue un desorden en el equilibrio de la atmósfera, cuya base es el suelo. Se mueve toda una columna de aire que reposa sobre esta base. Los fenómenos biológicos cambian; las fuerzas atmosféricas y eléctricas están fuera de su normal equilibrio. La respiración se entrecorta; los pulmones no encuentran la misma cantidad de aire respirable, y se ocasiona entonces una cierta ansiedad, aumentada por la sureccitación (sic: ¿sobrexcitación?) nerviosa, que nos arroja en un caos de fuerzas mutuas que se destruyen. / (…) Todo en estos trópicos es ardiente, movible y extraño.” Esos y otros conceptos los vertió el naturalista en una misiva, dirigida el 10 de abril desde “las ruinas de San Salvador” a su “compatriota”, el periodista argentino Héctor Florencio Varela (1832-1891), director y redactor del semanario ilustrado parisino El Americano (1872-1874), quien la publicó en las páginas 136-137 del no. 9, año II, aparecido el 19 de mayo de 1873.

Fuera del relato epistolar hecho por el Dr. Guzmán Martorell en esa carta, la destrucción material de San Salvador fue registrada por la magia de los daguerrotipos del belga Armand Harcq -director de su propia Academia de Bellas Artes- y por la pluma artística de William Robert Kennedy (1838-1916, futuro almirante de la Armada y Sir del Imperio Británico), quien por entonces era el capitán de la fragata inglesa H. M. S. Reindeer, fondeada en el puerto de La Unión y que, tras conocerse la noticia del suceso telúrico, fue destacada al muelle de La Libertad, al que llegó dos días más tarde, casi al mismo tiempo que el vapor estadounidense de correo Winchester.

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Capitán de navío William Robert Kennedy. Imagen cortesía de la Biblioteca Británica, Londres.

Los dos capitanes de los barcos y algunos de sus hombres desembarcaron y se dirigieron en una carreta alquilada hacia San Salvador y Santa Tecla, en trayectos pesados y donde se encontraban con caravanas de supervivientes de la tragedia y con escenas de la destrucción progresiva dejada por el fenómeno natural. El mariscal de campo y presidente liberal Santiago González Portillo agradeció la disposición y ayuda del capitán Kennedy y su tripulación mediante una carta, el 23 de marzo, traducida y publicada por el Hampshire Telegraph el miércoles 30 de abril.

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Mariscal de campo y presidente salvadoreño Santiago González Portillo. Óleo de colección privada, San Salvador.

Gracias a los dibujos y grabados de Kennedy, en los siguientes tres meses varios periódicos y revistas de Estados Unidos y Europa difundieron a sus comunidades lectoras la gravedad de los daños causados por la naturaleza en diversos puntos de San Salvador, que exhibía grietas en el suelo de hasta 10 metros de ancho y 500 metros de largo, sus edificios públicos y privados destruidos por completo o semiderruidos, su acueducto colonial vencido, sus iglesias demolidas, sus calles repletas de escombros, sus aguas negras pestilentes esparcidas por doquier, sus acueductos y puentes inservibles y los cadáveres del cementerio expuestos, porque las tumbas fueron abiertas por las fuerzas telúricas.

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Sin mayores fundamentos y como parte de una enorme desinformación, en la prensa extranjera se expandieron cifras no verificadas entre 500 y 800 muertos y entre 7 y 60 millones de dólares en daños. El cónsul salvadoreño en Londres se vio obligado a escribir a la redacción del diario The Times para indicar que la mortandad del terremoto del 19 apenas había sido de diez personas, una cifra bastante improbable, pero digna de toda aquella tergiversación informativa que no pudo ser derrotada ni por la carta que el propio presidente salvadoreño le dirigió al Alcalde Mayor de Londres, Sir Sydney Waterloow (1822-1906).

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Estado ruinoso de la Legación de Estados Unidos en San Salvador. Grabado metálico español suministrado desde Madrid por la Biblioteca Nacional de España.

En el centro de la capital salvadoreña, la devastación sembrada en el interior de la farmacia del Lic. José Belisario Navarro (padre de la futura doctora Antonia Navarro Huezo, primera graduada universitaria de Centroamérica y primera ingeniera de Iberoamérica) produjo la caída de una lámpara y el consecuente incendio de productos químicos que amenazó con sembrar más destrucción en aquella ciudad repleta de personas con ataques de ansiedad y pánico, como bien señaló el capitán Kennedy en su libro testimonial Sporting Adventures in the Pacific (1876), derivado de una carta que escribió el 3 de abril de 1873 a bordo de la Raindeer, para enumerar los edificios destruidos que presenció durante su visita a San Salvador.

El primer Palacio Nacional, la primera Catedral, el Colegio Seminario Tridentino, el Hotel del Parque, varias firmas comerciales inglesas, el Hospital General, las prisiones, almacenes y muchas edificaciones privadas y públicas yacían por los suelos o tenían daños de diversas consideraciones.

Entre la subida de casi un metro en el nivel del lago de Ilopango (notas publicadas en Europa dijeron que lo que se había elevado a esa altura era la tierra), gritos agónicos, nubes de polvo, grandes cantidades de escombros, incendios y confesiones públicas individuales –hay que recordar que las gentes, presas del pánico, gritaban sus pecados postradas de hinojos en las calles, para así no morir inconfesas-, San Salvador se adentraba en la catástrofe. Lo poco que aún quedaba en pie sucumbió ante la fuerza de una réplica telúrica, que sobrevino a las 05:00 horas de aquella madrugada funesta.

Sentido hasta en la localidad hondureña de Gracias, este megasismo -de probable origen en la falla de subducción- también causó graves estragos en otras poblaciones nacionales como San Jacinto, San Marcos, Santo Tomás, Santiago Texacuangos, Olocuilta, Mejicanos, Ayutuxtepeque, San Sebastián, Aculhuaca, Cuscatancingo, Apopa, Soyapango, Tonacatepeque, San Martín y Santa Tecla.

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Tienda de campaña del mariscal Santiago González Portillo en la Plaza de Armas de San Salvador. Grabado metálico inglés cortesía del coleccionista salvadoreño Ing. Carlos Quintanilla.

El mariscal González Portillo se negó a trasladar la ciudad capital hacia Nueva San Salvador o Santa Tecla (como es su nombre oficial desde el primer día de 2004), aunque sí envió a su familia a dicha localidad, la que en pocos días vio crecer su población de 1,500 hasta más de 15,000 personas, incremento debido a los damnificados desplazados. Así lo reportó el medio francés Le Bien Public de París, el viernes 2 de mayo de 1873, pág. 3.

Acampado con su gabinete en tiendas en la Plaza de Armas (después parque Dueñas y ahora plaza Libertad), aquel gobernante liberal giró decretos tendientes a controlar el orden público mediante la orden de capturar y fusilar de inmediato a potenciales saqueadores, reconstruir la ciudad con materiales constructivos importados desde California  y también para usar los restos de edificaciones para sepultar bajo esos escombros a las personas fallecidas en una amplia fosa común abierta en el Zanjón de las hermanas Zurita, donde se alza una reconocida plazuela en la actualidad.

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