Cuando a la mitad del martes 8 de agosto de 1882, el poeta Joaquín Méndez Bonet (1862-1943) recibió aquella comunicación cablegráfica procedente del puerto de La Libertad, lejos estaban él y los demás artistas salvadoreños de intuir los alcances que la visita de ese recién llegado tendría en todos los ámbitos de la intelectualidad local y nacional. Aquel joven bardo nicaragüense llegaba hasta puerto salvadoreño gracias al aporte económico hecho por algunos amigos y familiares suyos. Él sería uno de los 510 extranjeros que ingresarían al territorio salvadoreño tan solo por ese puerto (de un total general de 993 personas) y uno de los 165 nicaragüenses que arribarían al país en aquel año, 93 de los cuales volverían a salir del mismo por las diversas instalaciones portuarias disponibles.
Rubén Darío era entonces un “mozo flaco, larga cabellera, pretérita indumentaria y exhaustos bolsillos” (como se definió él mismo en sus memorias). Se encontraba en uno de los salones de pasajeros del muelle, punto de desembarco al que -como al arquitecto suizo-italiano Francesco A. Durini Vassalli (1856-1920)- lo había conducido, desde las 05:00 horas del día anterior, el vapor estadounidense South Carolina, de 2,400 toneladas, conducido por R. Russell y tripulado –de forma regular- por 68 hombres de mar, quienes contribuyeron para desembarcar los 2669 bultos de mercaderías conducidos en dicha oportunidad hasta ese puerto salvadoreño.
Llegado del puerto de Corinto (Nicaragua) -de donde la mayoría de versiones aseguran que salió por asuntos del corazón, aunque más parece que fue por una apremiante situación económica-, Darío se permitió invocar el favor de Méndez Bonet, a quien no conocía más que por las misivas que se intercambiaban desde tiempo atrás, a fin de buscar casa, comida y empleo en esa capital dirigida por el alcalde Dr. Daniel Palacios, urbe con pretensiones cosmopolitas que le era ajena al joven vate, pese a la condición de sitio literario centroamericano del momento que ostentaba San Salvador.
LEE TAMBIÉN: El salvadoreño que midió la velocidad de la luz
Enterado del asunto, Méndez Bonet, como secretario privado del mandatario Dr. Rafael Zaldívar (1834-1903), informó a su jefe, quien estaba sentado en la misma mesa del salón de banquetes del Palacio del Ejecutivo o Casa Blanca y no “en una hacienda”, como recordaría años más tarde el propio Rubén. Esta sede del despacho presidencial era una estructura de gran belleza arquitectónica, construida en 1866 para dar asiento posterior al Colegio Militar de El Salvador, inaugurado el jueves 15 de octubre de 1868 con motivo del natalicio de la entonces señora presidenta o primera dama de la nación, Teresa Dárdano Lozano de Dueñas (Tegucigalpa, 1835-San Salvador, 1893). Por orden de Zaldívar, firmada el 11 de septiembre de 1876, el lugar fue despojado de dicha función educativo-castrense y sometido a remodelaciones con el fin de que, desde 1877, acogiera a las oficinas del Poder Ejecutivo nacional. Dicha edificación, de madera en “estilo americano”, estaba ubicada en la manzana suroriental de la Plaza Mayor (actual plaza Libertad), donde luego, ya en el siglo XX, se levantaron las sucesivas construcciones de los cines Popular y Libertad.
Con la venia presidencial, Méndez Bonet devolvió el saludo telegráfico al joven aeda, a la vez que le expresó los deseos del Dr. Zaldívar y los suyos propios para que el poeta se trasladara a la capital salvadoreña y se hospedara en el mejor hotel, pues lo del empleo y la manutención eran temas que se resolverían pronto.
Tras darle indicaciones al cochero de la diligencia que lo transportaba, Darío se dirigió hacia aquella capital que apenas salía del jolgorio y la alegría por sus anuales festejos patronales de la primera semana agostina. Una vez llegado al centro, se alojó en el Gran Hotel, una casa de huéspedes y restaurante abierto al público desde agosto de 1881 y que era propiedad del barítono italiano Egisto Petrilli. Ese lugar, según las propias expresiones de Darío, “era famoso por sus macarroni y su moscato espumante” y por “las bellas artistas que llegaban a cantar ópera y a recoger el pañuelo de un galante, generoso, infatigable sultán presidencial”, encarnado en la figura despótica e ilustrada de ese médico de nota y hábil político que fue el médico y cirujano Dr. Zaldívar, unido en matrimonio con la nicaragüense Sara Guerra.
Al recibirlo en su despacho, el Dr. Zaldívar le entregó al poeta una fuerte cantidad de pesos plata para su manutención. Darío, alcohólico desde los 11 años, comenzó a dilapidar aquella pequeña fortuna en el hotel y en prolijas invitaciones a su cada vez más creciente grupo de amigos bohemios.
Entre agosto y septiembre de 1882 fue cuando Darío conoció al joven intelectual migueleño Francisco Antonio Gavidia Guandique (1863-1955), quien poco tiempo después le contestaría su incendiario y ahora desaparecido discurso de ingreso a la sociedad científico-literaria La Juventud, ocasión en que ambos literatos atacaron de forma acre y burlona a los seguidores de las ideas poéticas románticas de los españoles Gaspar Núñez de Arce y Fernando Velarde. En la fecha de ese “primer grito de insurgencia literaria” dariano, de ese “boquete a la autoridad de esta escuela [velardeana,] con desenfreno que pasmó a los asistentes” y por lo cual dicho discurso nunca fue publicado, Gavidia expresó: “Rubén Darío es uno de nuestros jóvenes poetas. / Talento e inspiración son cualidades que brillan en sus buenas producciones. Añádase a este una feliz facilidad que hasta llega a perjudicarlo. La forma pulida, la versificación fácil de sus versos hace leer con gusto toda producción suya.”
En San Salvador, el cuarto gavidiano de trabajo y vivienda estaba situado en la pensión de la señora Manuela Barraza, en la casa ubicada entre los antiguos edificios de Diario nuevo (después Tribuna libre) y del almacén del catalán Jaime Pascual. La entrada enfocaba hacia la actual 1ª. calle oriente, entre las avenidas España y 2ª norte, por la zona del pasaje Morazán. Quizá fuese esa morada la que Gavidia describe en los párrafos de Cartas amorosas, una inconclusa novela juvenil, con entrada al estilo de los hermanos Goncourt y con lejano eco a las Cartas amatorias de Mirabeau: “En 18... habitaba yo en San Salvador en un cuarto situado en una de las calles que desembocan en la línea del tranvía. Cuarto como de estudiante. Por toda animación en aquel barrio, el ruido vibrante que hacían los trenes sobre los rieles a hora fija. No sabía quiénes eran mis vecinos: pulperos, costureras, empleados, estudiantes, muchachas bonitas y alegres, que vivían solas, al parecer. Yo no hablaba a nadie -ni a las muchachas bonitas- porque no llegaba a aquel cuarto sino a dormir [...]”.
TE INTERESARÁ: El capitán Nicolás de Cardona en Sonsonate (1614)
De aquella “pieza de seis varas en cuadro” salía Gavidia para estudiar francés con la educadora Augustine Charvin (Nancy, 1838-San Salvador, 1921). Esa inquietud por las lenguas permitiría que, a lo largo de sus 92 años de vida, Gavidia estudiara y conociera, con bastante soltura, otros nueve idiomas clásicos y contemporáneos de Europa, Asia y del continente americano prehispánico. Al respecto, en 1885, el propio Darío recordaba y anotaba: “En casa de Gavidia nos reuníamos en San Salvador todos los amigos de las letras. Bien recuerdo su cuarto de estudiante desarreglado, que por todo ajuar tenía pocas sillas y una mesa donde estaban revueltos tomos viejos y libros nuevos: el Eusebio, Esquilo, Petrarca, las Vidas paralelas de Plutarco y varios otros. A aquel cuarto llegábamos Enrique Martí, Manuel Mayora, Manuel Barrière, Antonio Najarro y algunos más, a charlar de literatura, a leer a José [sic: Fernando] Velarde y a Núñez de Arce (y sobre todo, a Menéndez Pelayo, de quien Gavidia es adorador), y así pasábamos largas noches. […]”.
Seis décadas después, Méndez Bonet rememoraría que “Rubén Darío, Francisco Gavidia y yo nos pasábamos los libros y otras publicaciones llegadas a nuestras manos, en la más fraternal camaradería. Recuerdo, a propósito, que así ocurrió con Les châtiments, de Víctor Hugo, cuya tendencia política, forma enteramente desconocida en nuestras tradiciones literarias, enardeció el cerebro de Gavidia”.
Fruto de la escucha atenta de los versos franceses leídos por la señorita Charvin, así como de la personal lectura gavidiana de aquel “rayo fulminado sobre un usurpador” -al decir de él mismo en La nueva generación literaria del Salvador-, fue el descubrimiento (¿noviembre de 1882?) de la “flexibilidad graciosa” y de la “entonación natural y elástica” del verso alejandrino francés, desconocidas en la poética castellana, aún apegada al irrestricto acento rítmico en la sexta sílaba y a los dos isostiquios de siete sílabas. Entusiasta, Gavidia -aún no aquejado por los conatos de reblandecimiento, surmenage o derrame cerebral que lo atormentaron entre 1884 y 1885- usó el metro por él descubierto en poemas propios, originados en traducciones de textos franceses como Stella, El idilio de la selva, La siesta del caimán, Los leones y La investigación de lo bueno.
El inquieto joven migueleño participó su hallazgo a sus principales amigos poetas, pero casi todos ellos lo tomaron como agua que cae durante la estación lluviosa. Sin embargo, Darío no cerró su mente ante esa fuente innovadora de la poesía española. Esos nuevos acentos rítmicos y la libre aplicación de la pausa o cesura en el verso le permitirían escribir muchos poemas –en especial, sonetos- mediante el uso de combinaciones hasta ese entonces inéditas en la historia de la poesía castellana.
A nivel mundial, Gavidia destaca por haber sido el orientador del nicaragüense en la renovación consciente y modernista de la poesía hispanoamericana. Desde luego, eso no solo implicaba el descubrimiento de la sonoridad del verso francés y su adaptabilidad a la lengua castellana. También implicaba emplear la tendencia política crítica de Víctor Hugo vertida por medio de los poemas. Además, entrañaba asumir la disciplina intelectual para aprehender la realidad de forma innovadora y proponerla, transmutada, mediante la literatura, en versos o en prosas. A ese “movimiento” literario el propio Gavidia lo denominó Escuela de San Salvador. Sus primeras manifestaciones darianas en suelo salvadoreño fueron publicadas por Francisco Castañeda (Zacatecoluca, 1856-San Salvador, 1924), ocultas en la sección de anuncios del diario capitalino El comercio, ante la abierta protesta epistolar del entonces fogoso Gavidia.
De manera tardía, el nicaragüense -en su Vida de Rubén Darío escrita por él mismo (1915), después titulada Autobiografía- anotó un tributo de reconocimiento a su amigo y mentor salvadoreño, cuando expresó que Gavidia “quizá sea uno de los más sólidos humanistas y seguramente de los primeros poetas con que hoy cuenta la América Española. Fue con Gavidia, la primera vez que estuve en aquella tierra salvadoreña, con quien penetré, en iniciación ferviente, en la armoniosa floresta de Víctor Hugo; y de la lectura mutua de los alejandrinos del gran francés, que Gavidia, el primero seguramente, ensayara en castellano a la manera francesa, surgió en mí la idea de renovación métrica, que debía ampliar y realizar más tarde”.