Tras salir de la ciudad de Guatemala y una vez establecido en San Pedro Sula (Cortés, Honduras) desde los primeros días de febrero de 1932, Alberto Masferrer residió bajo la protección de su amiga Graciela Bográn, quien junto con varios médicos y amigos cuidaron al escritor, periodista y diplomático salvadoreño en la quinta de habitación de esa escritora y teósofa hondureña, en los alrededores de la urbe sampedrana, donde Masferrer solía reunirse con selectas personalidades femeninas para leerles fragmentos de algunas de sus novelas inéditas, como Clara Luz.
Para esos momentos, Masferrer mantenía colaboraciones regulares en el diario El norte y en otros periódicos y revistas de Honduras. Entre ellas se encontraba Alma latina (1931-1935), la revista literario-teosófica dirigida por la propia Bográn, cuyas ediciones el salvadoreño se encargó de recomendarle a su amigo costarricense Joaquín García Monge (1881-1958) mediante una de sus misivas finales.
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En una de sus últimas delegaciones públicas, Masferrer fue escogido como representante salvadoreño ante la Conferencia del Caribe, que tuvo lugar en la capital costarricense del 20 al 27 de marzo de 1932. Sin embargo, el exilio y su creciente mal estado de salud –tratado con hongos del Japón y otras medicinas naturales- le impidieron asistir a ese cónclave regional. Pese a ello, en abril de ese año efectuó una nueva gira por varias localidades de la costa norte hondureña, con el fin de ofrecer varias conferencias, como la que disertó en Choloma el día 20, dedicada al tema de la felicidad y que obtuvo como resultado arrancar lágrimas al público.
En la tercera semana de mayo de 1932, Masferrer sufrió un ataque cerebral, que lo dejó en mal estado. Como resultado "escribo haciendo un gran esfuerzo pues aún no puedo coordinar las ideas ni pronunciar gran cosa las palabras, mis ojos están muy debilitados y mi pensamiento lo mismo […] no leo absolutamente nada y me es dificilísimo pensar, tampoco lo deseo", como se lo señaló a su hermana Teresa en una carta fechada en la ciudad sampedrana, el 17 de junio.
Para buscar reponerse, Masferrer daba paseos ocasionales en automóvil y en compañía de algunos amigos, familiares y admiradores, aunque su gravedad se manifestaba cada vez más en las crecientes lagunas mentales, decaimiento nervioso excesivo y en sus pocas ganas de articular palabras.
Tras el agravamiento, Masferrer fue internado en el hospital local de Tela, donde fue tratado por el estadounidense Dr. Robert B. Nutter, médico de la United Fruit Company, quien le diagnóstico surmenage (cansancio cerebral extremo) y le aplicó un tratamiento profesional. Obtuvo notable mejoría y fue dado de alta el 30 de julio. Poco después recayó, por lo que su esposa Rosario fue a buscarlo. Abandonaron la ciudad sampedrana el martes 23 de agosto de 1932, con rumbo a Tegucigalpa y San Salvador. Al día siguiente, la pareja estuvo en peligro, cuando el pequeño avión que los conducía tuvo que realizar un aterrizaje de emergencia en la hacienda La Carrera, en el departamento de Usulután, donde Masferrer naciera en julio de 1868.
De ese lugar, Masferrer –más afectado en su sistema nervioso por el percance sufrido- fue sacado en andas, en un artilugio improvisado con una hamaca y unos maderos, hasta llevarlo a una estación ferroviaria cercana, desde donde fue trasladado a la capital salvadoreña. En esos días finales, Masferrer fue alojado en la Quinta Gutiérrez (colonia América, barrio de San Jacinto, San Salvador) por Carlota Mejía Osorio de Gutiérrez, viuda del expresidente y general Rafael Antonio Gutiérrez.
La muerte de Masferrer circuló como rumor por San Salvador, en el último día agostino de 1932. Un día después, un joven intelectual salvadoreño lo visitaría y, a la salida del lugar, redactaría esta carta:
San Salvador, 1º. de septiembre de 1932.
Mi querido don Joaquín [García Monge]:
Malas noticias: Masferrer está en agonía. Dentro de breves instantes ya será hombre de la historia. ¡Usted comprende lo que nos dolerá este trance!
Muere pobre, negado por los semejantes que le atribuyen todas las desdichas que otros apresuraron o planearon. Muere sin poderse expresar, porque desde hace días la dolencia nerviosa lo privó de ese don que lo hizo luminoso y magnífico.
Estaba en San Pedro Sula en el destierro. Desde hace más de dos meses lo golpeó su vieja enfermedad. La señora Bográn lo asiló en su casa. Mejoró. Fue a Tela a unos baños de mar. En seguida empeoró. Su señora esposa fue a traerlo. La semana pasada se hizo el viaje por aire. Salieron por la mañana para Tegucigalpa. El viaje fue largo como para maltratar más al enfermo. Ese mismo día salieron en avión para San Salvador. El viaje fue más largo que de ordinario. El avión como que no quería llegar a San Salvador, envuelto en densa niebla. Aterrizaron forzosamente cerca del río Lempa sin dificultad. Intentaron reanudar el vuelo, pero entonces se rompió un ala. Como que el aparato se negara a traer al maestro la capital. Entonces no hubo otro recurso que quedarse allí. Una frazada amarrada en palanca sirvióle de hamaca y dos hombres lo sacaron del llano a buscar la tibieza de una pobre choza. Esa jornada fue pesada, hasta las rodillas se hundían en el lodo os cargadores y la señora del maestro. Pasó la noche en la pobre choza donde le brindaron la única cama que había.
Al día siguiente, en la misma hamaca, fue llevado a la estación de San Marcos Lempa a tomar el tren ordinario de pasajeros. El temporal se había comido los terraplenes y la línea estaba obstruida. Había que regresar para dar paso a un tren de trabajo. Esperar y esperar. Por fin llegaron a la capital con tres horas de retraso.
Pasó cinco días sin poder expresarse, teniendo intactas sus facultades. Pocos de sus discípulos, dos o tres, lo vieron, le hablaron. Los conoció, les sonrió, quiso hablarles, pero la enfermedad le había quitado la memoria de las palabras. El viejo león, vencido, lloró, lloró. Prometeo estaba encadenado.
Hoy tarde, a un lado su madre, a otro su esposa, su hermano, un amigo, sólo uno, vigilaban su respiración acelerada. La fiebre lo hacía sudar copiosamente. El enfermo en el delirio, en la desesperación, movía los brazos; como que quería despojarse de las ropas mojadas. Así lo dejé, aún no ha muerto; pero de seguro cuando Ud. lea esta carta, Masferrer, el visionario, será hombre de la historia.
Quizá el Repertorio le hará su homenaje. Por eso le mando algunos recortes de Patria. ¡Ah, don Joaquín!, se nos muere Masferrer, y no nos parece que sea cierto. Yo también le doy a Ud. el pésame. Un abrazo.
Alfonso Rochac
Pero Masferrer no murió en esa jornada descrita por el entonces bachiller y masferreriano convencido Rochac Zaldaña en esa carta que, titulada Los últimos días de Masferrer, fue publicada en La pájara pinta (San Salvador, año 3, no. 26, febrero de 1968, pág. 7).
Mientras se encontraba en estado agónico, fue visitado por los sacerdotes Diego Rodríguez y Francisco Moreno. Llevaban la expresa misión de hacerlo abjurar de toda palabra, idea o escrito por el que Masferrer hubiera podido ofender o irrespetar a la religión católica. Como estaba incapacitado para hablar, los prelados buscaron que las personas presentes les firmaran un documento en que se comprometían como testigos de la abjuración. Eso causó la indignación de Teresa Masferrer de Miranda y de otros amigos de Masferrer, además de que fue el origen de sendas cartas escritas por el mentor Francisco Morán y por Salarrué, publicadas en noviembre, en la capital costarricense, por la revista Repertorio americano.
Masferrer trascendió a las 21:45 horas del domingo 4 de septiembre de 1932. En su lecho final, su rostro fue dibujado por el artista plástico José Mejía Vides (1903-1993), en una serie de bocetos al carboncillo. Una de esas versiones pasó a manos de Salarrué, quien la prestó para que fuera reproducida en el Boletín de la Biblioteca Nacional, en una edición aparecida unas semanas después. El otro fue apareció en el número conmemorativo del primer aniversario del deceso de Masferrer, realizado por la revista teosófico-literaria Cypactly (San Salvador, año III, no. 39, 31 de agosto de 1933). La última expresión de Masferrer también fue registrada en una mascarilla mortuoria de yeso, que pasó a ser propiedad de su hermana Nela Mónico y de la que existe una fotografía, pues en la actualidad se ignora su paradero.
El lunes 5, el vespertino capitalino El día orló sus páginas con líneas negras, en homenaje póstumo al que fuera su primer director y colaborador. Por parte del gobierno, el Diario Oficial fue el órgano encargado de presentar sus condolencias.
Bajo una pertinaz lluvia y con la compañía de decenas de adeptos y familiares (aunque sin la asistencia de altos personeros del gobierno ni con declaratoria de luto oficial), su cortejo mortuorio recorrió las principales calles y avenidas de San Salvador. Su sepelio tuvo lugar en la tarde del lunes 5, en la sección baja del Cementerio General de San Salvador, al pie de donde desde mediados del siglo XIX se alzan los monumentos de mármol y demás homenajes mortuorios para exmandatarios, generales, funcionarios, empresarios y otros elementos de la sociedad salvadoreña, agrupados todos en la Sección de Hombres Ilustres de ese camposanto.
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A la entrada del cementerio, su féretro fue colocado sobre una peana, para que las personas asistentes escucharan los discursos de estilo. Al momento de hacer uso de la palabra, la emoción hizo enmudecer al escritor y químico Dr. Julio Enrique Ávila Villafañe, por lo que las palabras de rigor fueron pronunciadas por el escritor y periodista salvadoreño Gilberto González y Contreras, al igual que por el periodista y químico Dr. Adolfo Pérez Menéndez. A la orilla del sepulcro, nuevas disertaciones fueron ofrecidas por los escritores y abogados Raúl Andino y Miguel Ángel Espino.
En medio de aquellos elogios y bajo el rumor de la lluvia, un agobiado Masferrer bajaba a su tumba mundana, pero en realidad sólo iba al reencuentro con Helios, el gran cochero del Sol, el dador de la vida. Aquella tarde se cerraba el ciclo del cuerpo, pero apenas iniciaba su paso por la historia y la cultura salvadoreñas.