El martes 8 de octubre de 1935 y a solicitud del Poder Ejecutivo encabezado por el brigadier Maximiliano Hernández Martínez, la Asamblea Legislativa decretó el Estado de sitio en el territorio nacional. Esa institución fundamental de la República estaba controlada en su totalidad por los diputados del Partido Nacional Pro-Patria y constituía la base legal de la dictadura martinista iniciada en diciembre de 1931, tras el golpe militar contra el presidente Ing. Arturo Araujo. El control del país por parte del partido oficialista era absoluto. El candidato a alcalde de Mejicanos estaba muy seguro de ello cuando sostuvo que “si hubiera que votar 40 veces, 40 veces saldría electo por el pueblo”, frase que, palabras más, palabras menos, también compartía el candidato edilicio de la entonces Villa Delgado.
El lunes 7, en el aeropuerto de Ilopango había comenzado un tumulto que amenazaba con expandirse. Eso puso en alerta al gobierno salvadoreño, que en 1934 había sido reconocido por el gobierno estadounidense tras violar los Tratados de Washington de 1923 y haber asumido el poder desde el 1 de marzo de 1935, con la inauguración del Estadio Nacional de la Flor Blanca y la inauguración de los III Juegos Deportivos Centroamericanos y del Caribe.
Aquel tumulto inquietante estuvo encabezado por decenas de estudiantes de la Universidad de El Salvador. Llegaron a la terminal aérea -por entonces, un par de pistas engramadas y unos cuantos edificios provisionales para control del tráfico regional e internacional de los aviones de PanAm y TACA- para recoger a una pareja de intelectuales que ofrecerían una serie de conferencias y recitales en el tercer edificio histórico del Alma Mater, construido en 1879 a 200 metros al norte de su segunda sede oficial, entre el Palacio Nacional y la Catedral de San Salvador. Una semana antes, a ese mismo aeropuerto había llegado el actor estadounidense Clark Gable, quien cenó, bailó y durmió en la capital salvadoreña antes de seguir su tránsito hacia Argentina.
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Aquella pareja estaba formada por los poetas españoles Rafael Alberti Merello (1902-1999) y María Teresa León Goyri (1903-1988). El matrimonio volvía de una larga estancia en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), militaba en el Socorro Rojo Internacional (SRI, del que Agustín Farabundo Martí había sido agente en El Salvador) y realizaba una gira político-literario-informativa por el continente americano en procura de recursos para apoyar a los mineros huelguistas de Asturias, un conflicto abierto en medio de la Segunda República Española.
Iniciado su viaje por barco y avión en el puerto de Cherburgo, tras recalar en Nueva York y permanecer durante algún tiempo en territorio mexicano, la pareja emprendió ruta hacia Centroamérica. Al llegar a Ilopango, no se les permitió cruzar las oficinas de Migración y ser recibidos por la delegación estudiantil universitaria que los esperaba. Al contrario, fueron retenidos y entregados al destacamento militar de la terminal, encabezado por el piloto aviador y capitán Juan Munés Mateu (Santa Ana, 15.abril.1908-San Salvador, 18.febrero.1968), descendiente de catalanes y uno de los pioneros de la aviación salvadoreña. En un maltrecho cuarto de una de aquellas barracas permanecieron encerrados durante una tarde y una noche.
Alberti recordará esa experiencia con duras palabras: “no creí jamás que hubiera en ningún sitio del mundo algo tan carcelario y triste como el cuartel de Ilopango de El Salvador”, como lo dejó escrito en las notas de su poemario-libro de viajes 13 Bandas y 48 Estrellas (Madrid, Imprenta de Manuel Altolaguirre, 20 de mayo de 1936, 39 págs., con sobrecubierta en papel cebolla), donde el poeta analiza la presencia continental de la influencia política y militar estadounidense.
A ese texto, Alberti añadiría: “En la continuación de nuestro viaje, ya de regreso hacia Europa, teníamos que dar unos recitales y conferencias en la Universidad de El Salvador. Sorpresa. Ante una multitud de estudiantes y profesores, descendimos del avión, siendo conducidos por unos pobres soldados descalzos al cuartel de Ilopango, de donde nos llevaron, después de dos días, al aeropuerto para ir a Guatemala” (La arboleda perdida, segunda parte, libro III, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2003, pág. 72).
Por su parte, María Teresa León recordaría en su propio libro de memorias: “Pasamos casi sin dormir la noche del cuartel de Ilopango […] La poesía de Rafael iba agriándose. Más tarde nos han dicho que El Salvador es un país cultivado, pobladísimo, precioso, en manos de la Bananera, de los especuladores norteamericanos, de los grandes latifundistas, pero hermoso como un rincón oculto y olvidado del cuerpo de la tierra. Para nosotros será una noche nada más. Al día siguiente nos condujeron al avión y alzamos vuelo sobre los volcanes nevados (sic) con un regusto amargo en la boca” (Memoria de la melancolía, edición de Gregorio Torres Nebrera, Madrid, Editorial Castalia, 1999, pág. 249).
Atrapado entre aquellos muros, para “impedir que nuestros ojos vieran y relataran luego, la verdadera realidad salvadoreña”, Alberti escribió un soneto que, por su contenido político, augura los versos futuros del Canto General, de Pablo Neruda, y Las historias prohibidas del Pulgarcito, de Roque Dalton. En el vate español se producía una profunda revisión de la estética y de la historia americana, con su visión de poesía del exilio en la que visitaba una tierra telúrica en sus movimientos terrestres y sociales, pero adentrada también en una corriente antimperialista y antifascista que unificaba a los pueblos bajo la bandera de lucha del SRI y los hermanaba con los mineros asturianos y otros cónclaves revolucionarios europeos:
El Salvador
Mensaje a Maximiliano Martínez, Presidente
de la República de El Salvador
Presidente: amarillo te verán, te veremos.
Doce mil, quince mil hombres desenterrados,
de pie los esqueletos, rígidos, fusilados,
te colgarán la vida. Mejor: te colgaremos.
Quién es el salvador de El Salvador sabremos.
Sabrán. Y por los pueblos y por los despoblados,
que tú volviste rojos ríos desamarrados,
rojas banderas altas sembrarán, sembraremos.
Y -péndulo difunto, campana delatora-
sonarás, marcarás por el alba la hora
cuando de pie la muerte levantando a los vivos,
descuajó, descuajaron con humo, sangre y fuego,
gruesas capas de sombras, enterrado aire ciego,
que eran tierras, sus tierras, sus campos, sus cultivos.
(Cuartel de Ilopango. Madrugada).
Los poemas y notas explicativas de la parte centroamericana del periplo fueron retomados del poemario de Alberti y reproducidos por el intelectual costarricense Joaquín García Monge en los números 5, 7 y 9 de su revista Repertorio Americano. Semanario de cultura hispánica (San José, Costa Rica). El soneto al mandatario salvadoreño figura en el no. 9 del tomo XXXII, año XVIII, no. 769, sábado 5 de septiembre de 1936, pág. 137.
Los Alberti-León vieron frustrados casi todos sus intentos de entrar a las diferentes repúblicas centroamericanas. Hasta Costa Rica les negó ingreso. Por extraño que parezca, quien sí les permitió entrada y llegó a ofrecerles refugio en su exilio transitorio fue el dictador nicaragüense Anastasio Somoza, responsable un año antes de la desaparición del general Augusto C. Sandino y gobernante de una tierra de poetas encabezada por Rubén Darío. Su nombre y los de Sandino, Farabundo y Hernández Martínez quedaron registrados para la historia poética mundial en aquellas 39 páginas redactadas por Alberti:
(Aterrizando
Nicaragua desde el cielo
Los yanquis, por los caminos.
Martí se fue a las Segovias
con el general Sandino.
Managua desde las nubes
Sangre por los levantados
pueblos de San Salvador.
Martí cayó fusilado.
Managua desde Managua
Se fueron ya los marinos.
Los yanquis firman la paz
pero matando a Sandino).
Aunque el régimen martinista indicaba en público que no tenía interés en trabajar por lograr la unión centroamericana, en la práctica se vinculaba con los demás gobiernos del área. De esa forma, apoyaba al régimen guatemalteco de Ubico mediante información para desarticular a sus opositores y hasta llegó a expatriar al periodista salvadoreño Joaquín “Quino Caso” Castro Canizález, abandonado en una isla del golfo de Fonseca, en castigo por criticar a la figura presidencial del vecino país. Además, el 5 de diciembre de 1935, la Cancillería salvadoreña escribió a sus entidades homólogas regionales para advertirles de los peligros crecientes del comunismo y de la necesidad de ejercer una política común de defensa y control migratorio para evitar la llegada de agentes extranjeros perniciosos como los poetas españoles Alberti y León.
En la parte interna, el régimen martinista realizaba intensos trabajos para asegurar reformas profundas a la Constitución de 1886, así como a otras leyes constitutivas y al Código Penal Militar. Todas eran acciones encaminadas a consolidar la dictadura y su mecanismo de control social de orejas y soplones, para así frenar los movimientos civiles y militares que cada vez se daban más seguido entre la sociedad y ejército nacionales. Todo asomo de oposición, dentro o fuera del territorio nacional, sería atacado de forma directa, por vías judiciales, diplomáticas o, incluso, mediante fuego, sangre, encarcelamientos y exilios.
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La censura de la prensa fue también otro de los mecanismos más utilizados por la dictadura martinista. Fue el caso aplicado a Poetas de actualidad. Trece Bandas y Cuarenta Ocho Estrellas, de Alberti, una reseña del poemario escrita por el valenciano Bernardo Clariana (1912-1962), traductor latinista y poeta de la Generación del 36. Mutilado en su parte dedicada al viaje de los Alberti-León por la región centroamericana, el artículo fue publicado por el intelectual nicaragüense Alberto Guerra Trigueros en su diario Patria (San Salvador, año VIII, no. 2457, miércoles 12 de agosto de 1936, pág. 3). Ese medio impreso, su director y su esposa Margoth Turcios fueron sujetos de constante vigilancia policial, corrección interesada de contenidos y asfixia publicitaria y editorial por parte del régimen dictatorial. El poeta Clariana también sería víctima del fascismo.
Caída la Segunda República en 1939 con el triunfo militar del bando nacionalista encabezado por el general Francisco Franco Bahamonde, se marchó a Francia, Cuba, República Dominicana y acabaría sus días en un barrio de Nueva York.
Exiliados en Buenos Aires (Argentina) tras el fin de la guerra civil española, los Alberti-León tendrían ocasión de interactuar en las siguientes décadas con algunos intelectuales salvadoreños. En especial, con el caricaturista Toño Salazar y con el editor, escritor y abogado Ricardo Trigueros de León. Pero esos vínculos de amistad y complicidad artística se merecen un texto aparte.