El 5 de noviembre, la dra. María Isabel Rodríguez cumplió 101 años. No muchas personas llegan a esa edad; y menos podrán presumir de haber tenido una vida tan llena de esfuerzos, logros y satisfacciones como ella. María Isabel corrió la vida de manera diferente, a veces arrancando con desventaja y luchando contra los prejuicios, y aun así terminó ganando. Nació en una familia humilde; estudió en escuelas e institutos públicos. Decidió estudiar medicina cuando esa carrera era un espacio dominado por los hombres. Fue diputada, cuando ese cargo significaba calidad, prestigio y servicio público. Salió del país a especializarse en cardiología e incursionar ventajosamente en la investigación científica. Fue decana de la Facultad de Medicina y cuando fue forzada a dejar la universidad trabajó en el extranjero en importantes instituciones internacionales dedicadas a la salud y la educación.
Volvió al país en la posguerra. Perfectamente pudo retirarse, pero se reincorporó a la Universidad, primero como asesora del decanato de medicina y luego como rectora por dos periodos consecutivos. En esos ocho años, la Universidad reverdeció. Apostó por una visionaria reforma académica que fue bloqueada por sectores retrógrados y anclados en el pasado. Los efectos de ese boicot se ven hoy día en la Universidad.
Parecía que no había más que hacer. Poco tiempo después estaba asesorando al gobierno de Ignacio Luda da Silva en la creación de la “Universidad Federal de Integración Latinoamericana” creada en Foz de Iguazú, Estado de Paraná. Estuve ahí en 2016 y conocí a un profesor que atendía a María Isabel cuando llegaba. “Esa señora era incansable”, me dijo; “es incansable”, corregí. Más tarde, la dra. Rodríguez asumió el Ministerio de Salud y dedicó toda se energía a impulsar una reforma de salud, que en su momento fue ejemplo de política pública. No me extenderé más en su vida; de ella podría escribirse un libro y se quedaría corto.
Hoy día, María Isabel vive retirada. Conserva su lucidez y admirable inteligencia y se mantiene atenta a lo que pasa en el mundo y en el país. Son tiempos oscuros; lo sabrá ella que ha vivido épocas mucho mejores. Conversar con ella es una experiencia estimulante. Sin proponérselo enseña tanto y, sobre todo, infunde un optimismo y un amor a la vida realmente contagiosos. Una persona como ella no se deja obnubilar por el éxito. Aprendió a ver los logros como pasos necesarios para enfrentar los retos por venir; ya fuera que los buscara o que simplemente aparecieran. Pero también entendió que los fracasos no son definitivos, que siempre dejan alguna lección y que pueden superarse a posteriori.
Cuando la visito, siempre trato que me cuente de su vida, y lo hace gustosa. La última vez contaba sobre la visita del presidente del Instituto Mexicano de Cardiología a El Salvador. En esa ocasión, un profesor la puso a discutir un caso clínico; lo hizo muy bien. Cuando terminó, el visitante le pregunto: “Doctora, ¿dónde estudió cardiología?”. Ella le respondió que era estudiante y que aún no se había graduado. “Señorita, cuando se gradúe, tiene seguro un espacio en el Instituto”, terció el médico. Años después fue a especializarse ahí.
Pero tarde o temprano, la plática deriva hacia sus dos grandes amores: el país y la Universidad, y para ella, la Universidad, es la UES. Y la cosa se complica; no hay mucho positivo que decir. Por el contrario, en algunos temas, pareciera que vamos marcha atrás. Pero ella quiere saber, quiere discutir, y encontrar explicaciones. Quizá esa sea una de sus mayores virtudes. “No entendimos las razones de los que se oponían a la reforma”, me dijo después de una larga plática sobre el conflicto universitario por el préstamo del BID. Me dejó pensando porque alguna vez los había descalificado tajantemente. Ella tenía un proyecto académico que aquellos no entendían, ni les interesaba. No había forma de tener una discusión constructiva. Cuando le pedí que se explicara añadió que, de algún modo, los opositores representaban pensamientos e intereses dominantes en la Universidad.
Ideas parecidas debió tener en mente en 2007, cuando dejaba la rectoría: “Pensé que me incorporaba a una Universidad que estaba clara de que la lucha por su desarrollo científico y tecnológico del más alto nivel era una obligación para contribuir al desarrollo del país”. Yo diría que la Universidad no estaba lista para ella. Quizá tampoco el país, como lo muestra el estado actual de la salud pública. Y no obstante, María Isabel no pierde las esperanzas. Si algo he aprendido en la vida es que nada es permanente, suele decir.
Este país debiera conocer más sobre esta mujer extraordinaria. Reconocer sus aportes, su entrega apasionada a los otros. Por algo será que la salud y la educación han sido sus dos grandes pasiones. Esos campos de trabajo demandan algo más que conocimiento, requieren empatía. “La diferencia entre salud y educación es que la primera duele, por desgracia la segunda no” decía en otra ocasión. Ella debiera ser ejemplo y motivo de inspiración para los jóvenes, especialmente para las mujeres y todos aquellos nacidos en cuna humilde. Yo solo quiero celebrar su vida tan larga y fructífera y agradecer el privilegio de disfrutar de su amistad, y de esas pláticas tan amenas y gratificantes.
Por: Carlos Gregorio López Bernal
Historiador, Universidad de El Salvador