En la mañana del miércoles 26 de octubre de 1938, Tomás Manuel Jovel se presentó a las oficinas de registro civil de la Alcaldía Municipal de San Salvador. Iba a registrar una defunción. Entregó su cédula de identidad personal, dio los datos necesarios y firmó la boleta correspondiente. Tras cumplir con esos formalismos, se marchó del sitio. La defunción registrada era la de un adolescente de 14 años, sin parentesco con el señor Jovel.
Apenas unas horas antes, en una de las salas del Hospital Rosales, el doctor Andrés Goens Rosales libró una corta e intensa batalla contra la muerte, para arrebatarle a ese joven estudiante del Liceo Salvadoreño mediante sus profundos conocimientos de medicina y cirugía, que lo llevaron a ser jefe de la delegación salvadoreña en el Primer Congreso Sanitario de Centro América y Panamá (Guatemala, 17-20.noviembre.1937), Director General de Salubridad del régimen martinista y una eminencia regional en el combate de la tuberculosis. Pese a su amplia experiencia, ese galeno no logró su objetivo. Por el tiempo transcurrido sin atención especializada, la peritonitis aguda ganó y aquel corazón bisoño cesó sus latidos a las 23:00 horas del martes 25.
Lee también: Un fabulista llamado Salarrué
Como si se tratara de la trama de la novela El señor de La Burbuja (San Salvador, 1927), de Salarrué, el padre de aquel menor se había negado a que lo revisaran los médicos y decidió tratarlo él mismo en su residencia, con dosis de agua dentro de botellas azules puestas al sol. Ya antes, ese mismo progenitor había hecho poner papel celofán rojo en los faroles de la capital para combatir una endemia de sarampión. Esas “aguas azules”, “celofanes rojos” y otras acciones formaban parte de las ideas teosóficas del general de brigada Maximiliano Hernández Martínez (1882-1966), Presidente de la República (dic.1931-mayo.1944), padre del fallecido Julio Eduardo Martínez Monteagudo y colega de Salarrué en la Logia Teosófica Teotl.
Julio Eduardo nació en el barrio capitalino de San Miguelito, a las 08:00 horas del lunes 30 de marzo de 1925. Fue uno de los ocho hijos e hijas que procrearon Hernández Martínez y su pareja Concepción “Concha” Monteagudo Aguilar (¿1895-1975?), hija del médico cubano Dr. José de Jesús Monteagudo Barraza (1830-San Salvador, 23.agto.1911) y de Matilde de las Nieves Aguilar. El brigadier acudió en persona a la alcaldía a ofrecer los datos natales de aquel “hijo ilegítimo”, que fue legalizado el 23 de abril de 1928 mediante el matrimonio civil de sus padres. En el registro civil fue hecha una nueva partida natal el 22 de mayo de 1935.
A partir de las 16:00 horas del miércoles 26, bajo un intenso aguacero, el cortejo fúnebre abandonó la Casa Presidencial, en el barrio de San Jacinto. En las calles y avenidas que recorrió, escoltado por cadetes de la Escuela Militar, miles de personas y estudiantes esperaban al féretro con coronas y ramos de flores. El brigadier y su esposa iban en primera fila, bajo paraguas. Frente a la iglesia de La Merced, monseñor Luis Chávez y González dirigió un responso. Después, el masivo acto concluyó con la inhumación de los restos de Julio Eduardo en la Sección de Hombres Ilustres del cementerio capitalino. En su homenaje, la Asamblea Legislativa suspendió su sesión de ese día, al igual que lo hicieron todas las oficinas públicas, colegios, escuelas y las funciones de cine y radio.
Para honrar la memoria de su vástago desaparecido, el brigadier y presidente bautizó con su nombre a un centro recreativo para niños y adolescentes en el puerto de La Libertad. Además de ese balneario, donó un terreno de su propiedad para dar impulso a la fundación de la Escuela Municipal “Eduardo Martínez Monteagudo”, dirigida por la profesora Isaura Pleités. Ese plantel fue edificado por Alberto Hernández Ramos a un costo de 13,675 colones y fue inaugurado a las 09:00 horas del viernes 15 de septiembre de 1939 en la colonia América, en el barrio capitalino de San Jacinto, una zona residencial para militares inaugurada el 12 de octubre de 1931. Salarrué, su esposa Zélie Lardé Arthés y sus hijas llegaron a vivir a la casa 36-bis de esa colonia.
Te puede interesar: Edmundo Barbero y el Teatro de Bellas Artes: 70 años
A las 10:00 horas del lunes 22 de junio de 1942, en el interior de la Escuela Municipal “Eduardo Martínez Monteagudo” fue inaugurada la Biblioteca Escolar “Salarrué”, con un discurso de estilo a cargo del poeta Serafín Quiteño. El lunes 17 de agosto, en un espacio de 2 por 3 metros, Salarrué concluyó una pintura mural al fresco –la primera que hubo en el país en el siglo XX-, titulada El espantapájaro. El artista plástico no cobró por realizar ese trabajo, sino que sólo pidió que se le suministraran los materiales necesarios para llevarlo a cabo. No quedó registro documental de qué persona o entidad le proporcionó dichos materiales pictóricos. La Revista del Ministerio de Instrucción Pública (San Salvador, volumen I, nos. 3-4, julio-diciembre de 1942, pág. 84) publicó una pequeña y anónima fotografía en blanco y negro de ese mural, con un breve texto adjunto. Otra publicación al respecto fue hecha por El Diario de Hoy en la tercera página de su edición correspondiente al martes 18 de agosto de 1942. En una breve publicación a cinco columnas al inicio de esa página, el redactor anónimo definió al trabajo de Salarrué como “bello cuadro mural”.
El largo régimen dictatorial de Hernández Martínez concluyó el 9 de mayo de 1944 con la salida del gobernante, tras el intento de derrocamiento militar del domingo 2 de abril y la posterior huelga de brazos caídos, que tuvo su punto culminante con el vil asesinato del adolescente José Wright Alcaine, abatido por las balas de un policía en las cercanías del parque Bolívar.
Casi un año después y desde San Salvador, el 13 de marzo de 1945 Salarrué le dirigió una carta redactada a máquina a su “Estimado (mejor admirado) Paco”, como llamaba al escultor costarricense Francisco Zúñiga (San José, 27.dic.1912-Ciudad de México, 09.agto.1998), residente desde varios años atrás en la capital mexicana: “Tengo el propósito de ir a méxico (sic) para pintar un fresco en algún rincón humilde; con el objeto de aprender bien la albañilería del fresco. Aquí pinté el primer fresco que se ha hecho en San Salvador en una escuela Municipal (sic). No está mal como mural, pero deja mucho que desear como fresco. Allí va la foto.”
En el reverso de esa imagen en blanco y negro, Salarrué escribió a mano que su idea central en aquel mural era “pintar al antiguo sistema docente de tormento y espanto. El niño moderno (vestido de pájaro) ataca y destruye al espantapájaros (,) cuya alma se ve espantada allí en el espacio. Los papeles, pues, se han trocado. El niño lleva un palo aguzado y la niña una antorcha. Arriba (,) ramas de ‘guarumo’ y pájaros pardos”. En esos momentos, el mundo atravesaba por la Segunda Guerra Mundial, por lo que no resultaba nada extraña la invocación de la violencia como forma válida de transformación de las sociedades y de renovación del mundo conocido.
En febrero de 2007, copias digitales de esa carta, fotos y otros materiales de Salarrué fueron remitidos por Ariel Zúñiga (hijo del escultor y director de la Fundación Zúñiga Laborde A. C.) al pintor Roberto Galicia –entonces director ejecutivo del Museo de Arte de El Salvador (MARTE, colonia San Benito, San Salvador)-, quien entregó reproducciones al autor de este texto para efectos de registro biográfico en su expediente dedicado a Salarrué.
Como bien lo ha señalado el académico salvadoreño Dr. Rafael Lara Martínez (Del silencio y del olvido…, San Salvador, Fundación AccesArte, 2013, págs. 87-88), la figura del espantapájaros atacado aparece también en otros textos de la narrativa salarruereana, como El cuento de Sentado en el Zacate, Panduro Carburo y Titikaka, incluido en Cuentos de cipotes (1945 y 1961) y El espantajo (Trasmallo, 1956), que evoca la matanza etnocampesina desarrollada en enero de 1932 en el occidente, norte y centro de la república salvadoreña.
En la actualidad no es posible conocer qué colores asignó Salarrué a cada uno de los trazos y figuras de ese mural al fresco. Lo que sí resulta evidente es que en ese trabajo plástico patentizó muchas de sus ideas pedagógicas, que daban importancia extrema a la dimensión lúdica del juego como parte del desarrollo educativo infantil, con énfasis en los grados más elementales. Eso lo dejó manifiesto en sus ensayos redactados en defensa de sus Cuentos de cipotes y de su concepto de la escuela-circo, vertido en su artículo La diversión de la enseñanza (conferencia imaginaria en una asamblea de maestros y estudiantes de primaria), publicado en el diario capitalino Patria, donde planteaba que cada docente salvadoreño debía ser actor o actriz acrobático y cómico, con la doble función de divertir y enseñar, innovar y transformar a cada estudiante-espectador-participante.
Tras la salida del Poder Ejecutivo del brigadier Hernández Martínez, el nombre de su hijo fallecido permaneció en aquel centro escolar, hasta que fue removido y sustituido en febrero de 1946, durante el régimen presidencial de su exministro y general Salvador Castaneda Castro. No ha sido posible saber si fue entonces cuando el mural de Salarrué fue destruido o si continuó en aquella pared escolar durante algunos años más.