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Centenario de la masacre de mujeres en San Salvador

El día de Navidad de 1922, en las calles de San Salvador ocurrió uno de los más sangrientos actos de la historia política de las mujeres salvadoreñas.

Por Carlos Cañas Dinarte | Dic 04, 2022- 05:56

Decenas de personas que participaban en la manifestación corren sobre la calle del templo capitalino del Calvario. Tarjeta postal monocromática cedida por el Museo de la Palabra y la Imagen (MUPI), San Salvador.

Enero de 1922. En El Salvador de hace un siglo, la llegada del nuevo año marcaba el fin de los humos de la última Asamblea y Constitución federales, surgidas con ocasión del primer centenario de la independencia del Reino de Guatemala.

Como la Constitución regional proclamada en Tegucigalpa no entró en vigor por falta de interés legislativo y la ausencia de los soportes de Guatemala y Costa Rica, el viernes 3 de febrero, el presidente salvadoreño Jorge Meléndez Ramírez le solicitó a la Asamblea Legislativa que el país retomara su soberanía. La bancada oficialista, por mayoría de votos, cumplió con el deseo del gobernante y emitió el decreto correspondiente.

Las cosas no marchaban bien en el país. El gobierno tenía serios problemas de liquidez y la situación era inestable. Cualquier acción haría estallar el polvorín social. Así ocurrió el lunes 22 de mayo, cuando el abogado Dr. Oliverio Cromwell Valle instigó a la insurrección de oficiales y tropa del Sexto Regimiento de Infantería y se autoproclamó Presidente de la República. Aquel acto culminó con diversos tiroteos y una cantidad no determinada de muertos y heridos. La llamada “dinastía Meléndez-Quiñónez”, en el Poder Ejecutivo desde hacía nueve años, se libró así de esa asonada en su contra.

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Entierro de algunas de las víctimas de la represión policial contra la manifestación. Fotografía cortesía del coleccionista Lic. Jorge de Sojo Figuerola, San Salvador.

En la madrugada del 12 de junio, las lluvias torrenciales provocaron cientos de fallecidos y amplio destrucción material en los barrios del sur de San Salvador. Un mes después, el gobierno endeudó al país con banqueros de Nueva York con un préstamo de un millón de dólares. Esa deuda acarrearía verdaderos episodios de intervención extranjera en las arcas nacionales, antes de poder ser saldada más de cuatro décadas después.

Como parte de su presencia en el istmo, el gobierno estadounidense convocó al presidente Meléndez Ramírez, al nicaragüense Diego Manuel Chamorro y al general hondureño Rafael López Gutiérrez a una conferencia de mandatarios en la nave de guerra Tacoma, anclada en el golfo de Fonseca. Aunque la intención del encuentro fue pacificar la región, los regímenes de Costa Rica y Guatemala no se sumaron y prefirieron continuar fieles a los Pactos de Washington de 1907.

Si en septiembre de 1921 se había conseguido el derecho al voto consignado en la última Constitución Federal, la participación política de las mujeres salvadoreñas ya llevaba casi tres décadas de esfuerzos, hitos, retrocesos y presencias en el escenario nacional. Al no ser ratificada esa Carta Magna regional, el 5 de julio de 1922, un grupo de mujeres nacionales decidió dar un paso más en la lucha por los derechos femeninos y fundó la Confraternidad de Señoras de la República de El Salvador, de clara intención sufragista.

El jueves 12 de octubre, la Asamblea Legislativa salvadoreña convocó a elecciones presidenciales para el segundo domingo de enero de 1923. Por el oficialismo, el Partido Nacional Democrático postuló al médico Dr. Alfonso Quiñónez Molina, vicepresidente del país y cuñado del expresidente Carlos Meléndez Ramírez y de su hermano Jorge. Por el bando opositor, el electo fue el reconocido abogado viroleño Dr. Miguel Tomás Molina, líder del Partido Constitucional, formado el domingo 12 de noviembre. En las siguientes dos semanas, ya operaban clubes territoriales de ambos partidos y se ovacionaba al candidato oficialista en Santa Ana, mientras que el opositor recibía vivas y apoyos en San Miguel.

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Texto del Diario Oficial con la Circular no. 53, que prohibía toda manifestación política sin autorización gubernamental.

Desde su arranque, aquella campaña presidencial estuvo cargada de diversos actos de violencia social. En Santa Tecla, dos conocidos ciudadanos se liaron a balazos, uno por ser quiñonista y el otro molinista, con resultados mortales. Pero también hubo más brotes de violencia y represión en otros puntos de la geografía nacional.

El jueves 7 de diciembre, en la capital estadounidense dio inicio la maltrecha y malograda Conferencia Centroamericana, presidida por el secretario de estado Hughes, a la que asistieron delegaciones diplomáticas de la región, pero cuyos fines fueron saboteados desde el inicio por Costa Rica, cuyos representantes renunciaron casi al momento de iniciar las conversaciones de paz. Por tales motivos y tras varias semanas de entuertos, las sesiones concluyeron en que se haría una nueva convocatoria en el año 1926.

Ese mismo jueves 7, el Diario Oficial salvadoreño publicó la Circular no. 53, que, “con instrucciones expresas del Señor Presidente de la República”,  ordenaba que toda manifestación política debía ser autorizada con antelación por el gobierno y que en ninguna de ellas podrían participar mujeres ni menores de edad. La firma al calce era la del ministro de Gobernación, el abogado y notario migueleño Dr. Arturo Argüello Loucel (1890-1963), considerado uno de los hombres mejor posicionados dentro de la burocracia de ese régimen y del siguiente.

Bajo el mandato de aquella circular, se realizó una multitudinaria manifestación a favor del Dr. Molina en las calles capitalinas. Para consolidar sus objetivos políticos, cientos de mujeres se afiliaron al Comité Femenino del Partido Constitucional, para apoyarlo y que, en caso de ganar la máxima magistratura de la nación, les hiciera realidad su derecho al sufragio. Dicha entidad decidió convocar a una enorme marcha, caracterizada por el color azul que simbolizaba a ese partido político, el cual debía exhibirse en ropas y banderines. El gobierno negó los permisos para la realización de ese acto público por las calles de la capital. En especial, porque la concentración masiva buscaría pasar al lado de la Casa Presidencial sobre la calle Delgado, donde después funcionarían la Escuela Normal de Maestras España y la Biblioteca Nacional, destruida por el terremoto del 10 de octubre de 1986.

El gobierno decidió ejecutar una amplia represión contra aquella manifestación masiva y pacífica de las mujeres, para lo cual se ordenó emplear a unidades militares y policiales, así como a cientos de integrantes de las temidas Ligas Rojas, una entidad paramilitar usada para provocar desórdenes y enfrentamientos callejeros. Se les armó con machetes, carabinas y pistolas. A su lado, contingentes de Caballería, Policía y Guardia Nacionales completarían la sangrienta labor encomendada.

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Portada del Diario Oficial con la primera parte de los estatutos de la sociedad sufragista Confraternidad de Señoras de la República de El Salvador.

Una crónica de esa sangrienta jornada navideña fue redactada por el general, novelista y periodista Dr. Manuel Quijano Hernández (1871-1939), reunida en un volumen de menos de 60 páginas, titulado Dejados de la mano de Dios (Una tiranía audaz y un pueblo inerte), publicado en San Salvador por los Talleres Gráficos Cisneros, en marzo de 1931. En ese volumen, su autor consignó detalles de las personas asesinadas, desaparecidas y encarceladas. Resulta chocante leer que, entre aquella masa fallecida, se encontraba una niña de 10 años:

“A las dos de la tarde empezaron a reunirse las mujeres capitalinas en la Avenida Independencia y ya cerca de las cuatro empezó el desfile más hermoso que hayan visto nuestros ojos. Era imponente y bella aquella inmensa muchedumbre de mujeres vestidas de azul, con sendas banderolas de igual color, ordenadas por grupos portadores con su respectivo pabellón y estandarte. Rompían la marcha un grupo de niñas, seguían las señoras y señoritas de la más culta sociedad, y después las demás clases, hasta las señoras del mercado y las sirvientas. Cuando empezaron la ordenada marcha palmoteando y repitiendo: “Libertad, Libertad”, cualquiera hubiera creído que aquello era una bandada de palomas en actitud de tender el vuelo por los serenos y azules espacios, en busca de un ideal por tanto tiempo acariciado. Visto de lejos, aquel continuo movimiento de banderolas hacía el efecto de un oleaje de azulinas y luminosas aguas. Así recorrieron muchas calles, vivando siempre a la libertad, de que ha tiempo estaba sediento aquel pobre pueblo.

(…) Nadie pensaba en hacer daño ni en que les hiciera. Su propósito era muy noble y elevado. Era una apoteosis al ser que según ellas encarnaba la Libertad y el Derecho. Querían ovacionar espléndidamente al candidato. ¿Qué mal había en eso? Las armas que llevaban eran flores, confeti y serpentinas. Con el canto perenne y armonioso de sus vivas tampoco podrían causar daño. Los hombres que las custodiaban eran sus padres, sus esposos y sus hijos, con el único objeto de admirarlas y conducirlas a sus hogares al terminar la manifestación, y no podía ser de otro modo, pues iban para cuidarlas, no para exponerlas al peligro; ¿y quién pensaba que hubiera peligros para aquellas indefensas criaturas?

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Portada del Diario Oficial con la explicación de la masacre ofrecida por el gobierno de Jorge Meléndez Ramírez.

Sin embargo, aquella apoteosis pretendida para el candidato de la oposición colmaba la medida, como queda dicho, de la paciencia del candidato oficial, y pues él contaba con la fuerza de las armas (destinadas por el pundonor militar a la salvaguarda de los derechos ciudadanos) no tuvo ni remordimientos para emplearla, de la manera más brutal, contra aquellas mujeres, incapaces de responder con otra violencia igual. Con anticipación se mandaron a emplazar las terribles ametralladoras en los edificios públicos y particulares (de adeptos sin conciencia) por todos los lugares donde debía pasar la manifestación y se mandaron varios destacamentos de caballería, guardia nacional y policía, bien provistos de parque, y… horrorízate lector querido y culto, a una señal convenida de antemano, empezó el tiroteo, primero al aire, según dicen, y después haciendo blanco en aquel otro cielo movible y cantarino. Y parece extraño que aquellas almas, que parecían creadas para la frivolidad y los placeres, se encendieron en un sagrado fuego de heroísmo y continuaron hasta llegar al Comité Central de su partido, donde las esperaba ufano y tranquilo el digno jefe a quien iban a ovacionar.

Y mientras ellas arrojaban flores, confeti y serpentinas al candidato de sus simpatías, de las bocacalles y de algunas casas vecinas les arrojaban balas en descargas cerradas. Empezaron a caer tintos en sangre aquellos seres que parecían, momentos antes, pedacitos de cielo. Ya una niña impúber, una señorita, una dama o una mujer del pueblo, pues no había distinción para los victimarios, y tras aquellas otras y otras. Empezó al fin a cundir el pánico y un familiar arrancó de las manos de una señorita herida la bandera que portaba, pero enseguida la tomó otra y corrió con ella, porque los disparos se hacían con más insistencia a las abanderadas, como que aquella insignia despertara los enconos y avivara la saña de los enemigos.

(…) Las personas heridas que cayeron cerca del Comité fueron llevadas allí para hacerles la primera curación; entretanto, la ambulancia de la policía andaba recogiendo los muertos y llevándolos a una fosa común abierta de antemano. De este modo se ocultó el número total de defunciones, que al decir de algunos que estuvieron en aquellas calles de la tragedia no bajó de ochenta, y el de heridos fue enorme.

(…) Las ametralladoras del Palacio [Nacional] fueron las que hicieron más estragos, pero fue más brutal la acción de los machetazos de las Ligas Rojas.”

El candidato opositor se retiró de la contienda electoral, que fue ganada por el oficialismo con el 100% de los votos.

El miércoles 6 de mayo de 1931, en la Asamblea Legislativa se mocionó para crear una comisión que investigara las posibles acciones criminales de los cuatro exmandatarios de la “dinastía Meléndez-Quiñónez”. En especial, para así dilucidar responsabilidades directas por la matanza de mujeres de la Navidad de 1922. Uno de los diputados guardó profundo silencio al respecto en aquel Salón Azul del segundo Palacio Nacional. Se llamaba Alberto Masferrer. El caso fue olvidado tras el derrocamiento del gobierno del Ing. Arturo Araujo y la impunidad lo cubrió todo.

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