"Cuando alguien te muestre quién es, créele la primera vez"; Este proverbio aplica perfectamente a la absurda "pelea" que millones de espectadores presenciaron el viernes pasado. Lo que prometía ser un choque épico de generaciones terminó siendo un espectáculo circense, tan predecible como decepcionante. Recibimos de estos eventos lo que deberíamos esperar… más negocio que boxeo.
Calificar la pelea entre Jake Paul y Mike Tyson como una sesión de sparring glorificada sería un insulto para aquellos que toman el sparring en serio. Lo que vimos fue un empresario de 27 años en su mejor momento físico enfrentándose a un legendario excampeón de peso pesado cercano a los 60 años. Desde el inicio, Paul parecía entender que su oponente no debía estar en ese mismo ring. La elección de Tyson como rival no fue casual, fue una decisión estratégica, basada en la capacidad de Tyson de atraer audiencias masivas, a pesar de sus limitaciones físicas.
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Tyson, a sus 58 años, fue un cómplice voluntario. Aceptó reglas modificadas que suavizaron aún más el enfrentamiento. Rounds de 2 minutos, guantes de 14 onzas y una dinámica que parecía diseñada para proteger más el orgullo que la integridad competitiva. A pesar de estas concesiones, el espectáculo resultó tedioso, con un Tyson visiblemente fatigado y poco competitivo.
Es desconcertante que tantos espectadores esperaran algo diferente. Desde el 2005, cuando Tyson, con 38 años, abandonó en su pelea contra Kevin McBride, el excampeón dejó claro que ya no tenía en su corazón la ferocidad necesaria para competir. Esa declaración marcó el final emocional y físico de su carrera. Sin embargo, Tyson continuó peleando por razones puramente económicas, enfrentándose a rivales como Lennox Lewis y Danny Williams en circunstancias que ya sugerían un declive inevitable.
El pasado viernes, Tyson se vio nuevamente presionado a interpretar un papel para el cual ya no está preparado. Paul, por su parte, vendió la idea de una "pelea real" aunque después admitió que había manejado con cuidado a Tyson para evitar lastimarlo. Esto no solo desenmascara el propósito del combate, sino que subraya la complicidad de otros actores, como el Departamento de Licencias y Regulación de Texas, que permitió que este enfrentamiento fuera reconocido como una pelea oficial.
Claro, el evento generó enormes ingresos, más de 72,000 asistentes, millones en impuestos, y un impacto económico significativo para la ciudad de Dallas en Texas. Pero, ¿a qué costo? Las agencias que deben proteger la salud de los boxeadores y el interés del público parecen haberse vendido al espectáculo y a las ganancias, olvidando la esencia del deporte.
Jake Paul se llevó más de $40 millones, mientras que Netflix reportó que 65 millones de suscriptores vieron el evento. Una audiencia masiva que, movida por la nostalgia, la curiosidad o el morbo, deseaba ver a un Mike Tyson recuperar su antigua gloria con un golpe devastador. Lo que obtuvieron fue una sombra de lo que Tyson alguna vez fue, mientras Paul salía una vez más victorioso, no por su habilidad en el ring, sino por su capacidad de manipular al público y a la industria.
Lo que presenciamos no fue un homenaje a la grandeza de Mike Tyson ni un verdadero desafío para Jake Paul. Fue un recordatorio de que, en el boxeo de hoy, la farsa a menudo se disfraza de espectáculo, y millones de personas están dispuestas a pagar por verla.